Un hombre llamado Joey tragó el último beso que le fue dado por su mujer; la cual lo abandonó en aquel mismo instante. El beso pronto rompió su envoltura y se arraigo a los órganos internos del hombre; haciéndolo así padecer de un intenso dolor. Estuvo varios días sin levantarse de su cama, quizás meses; nunca supo diferenciar un día de otro. Cada vez que el presente lo devolvía al pasado; el beso azotaba toda su humanidad. A menudo el beso consolaba a Joey simulando que lo dejaría en paz; pero regresaba terriblemente en los momentos menos inesperados. El hombre envejeció con su dolor al igual que todo lo que lo rodeaba. Una mañana por una de las grietas que el tiempo y la humedad le habían hecho a la puerta de salida a la calle; se coló un trocito de sol. El viejo Joey quedó durante varios segundos atónito ante tal olvidada luz; entonces al volver en sí corrió desesperadamente luchando contra el dolor que cargaba hacía ya mucho tiempo; y abrió la puerta hacia el mundo. Allí frente a sus narices vio como sus sentidos renacían, como la vida recorría los arboles y como existía un mundo del cual el dolor que le había proporcionado un beso lo había privado. El viejo quedó curado totalmente de su terrible enfermedad, de aquel beso maldito. Vivió durante varias semanas la felicidad de su retorno a la vida; después murió. No soportó vivir sin el dolor que ya formaba parte de su cuerpo; ni con la tristeza de haber dejado marchar de su alma aquel beso; del cual quizás el era esclavo o que quizás era esclavo de él.