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Su nombre era Catón y fue sirviente de un liberto de Augusto.

Gustaba de recorrer la ciudad en círculos y distinguir los aromas almendrados como las letrinas públicas. Bebía de sus fuentes a la vera del paseo cubierto de baldosas y protegido por columnas, o traspasaba sus puertas magnas o arcos del triunfo a las gradas de los templos mientras se refrescaba con la brisa mediterránea.
Una vez conseguida la ansiada liberación, su vida pareció llenarse de mayores interrogantes y al sentimiento de plenitud, bien merecido lo tenía, se le oponía más bien un descreimiento por la naturaleza humana.
Era un eminente observador, crítico silencioso que a mitad de su vida constató la resistencia general de los hombres en reconocer unas pocas verdades, un puñado menor alcanzaba su propia opinión, y muchísimos menos expresarla. Ese íntimo contacto elevó su pesimismo y lo alejó aun más de la mentira o la superstición.
La sociedad del imperio reflejaba una forma de subsistencia tan irracional, tan aburrida, que se transmitía de padres a hijos como una cadena atemporal y viciosa.
Luego de una primera condición de alegre emancipación, de soltura, de autonomía celestial, sobrevino una segunda etapa de iluminación que Catón llamó “la mente del laurel”, y esa manera nueva de pensar no era otra cosa que el producto de innumerables horas de simple reflexión. De muy chico lo habían obligado a trabajar en la construcción de monumentos bellísimos, pero también terribles.
“¿Alguien en la posteridad se preguntará quienes dejaron su sangre aquí, preguntarán por nosotros?”, interrogaba a sus compañeros, y en ese momento todos dejaban sus tareas y miraban la nada del suelo, hasta el grito que los devolvía a su amarga existencia.

Sin embargo, tiempo después, más despejado, comenzó a interesarse por la herencia griega de las formas, le transmitía serenidad, vió que esas líneas severas imponían sobre las losas cuadradas de la base, una plataforma donde descazaba el resto de la obra. “He allí una enseñanza sencilla”, especuló, y entendió que los pórticos, las cornizas, el frontón y los adornos y dioses y tesoros, podían recostarse sin temor en esa meseta ordenada, organizada. ¿Acaso le sería posible crear una arquitectura del pensamiento que pudiese restablecer la razón y apartarlo del rencor producto de su servil supervivencia?. Debía atreverse a soportar esa ilusión lejana y aprender a soltar su lado sombrío.
Ahora redimido y dueño de sí, debía confiar en las intuiciones, su único patrimonio. La prosperidad del estado despertaba en las personas nuevas exigencias y sus cultos y ritos no respondían a las espectativas pues no se extendían más allá del elemental materialismo.


Una noche Catón se levantó empapado de un sudor helado, sorbió breves tragos de agua y retornó a la cama más aplacado. “Los sueños parecen incongruentes pero no lo son”, deliberaba, “los consideramos como realidades ficticias o aparentes, pero sé que esconden otra condición”, cavilaba, recordando muy afectado las inmensas lenguas de fuego que demolían un pueblo entero. “Al soñar, algo quiere salir, sueño como vivo”, se repitió varios días.

Una tarde llegó Lucano, su amigo del otro lado del Tíber por el camino de ostia y bebedor incondicional del vino de Másico que tomaban en una copa llamada crater. Cenaban distendidos cuando Catón relató su pesadilla y ciertas meditaciones inconducentes, pero Lucano era un ser lúcido, sutil. En el pasado había sido legionario de Tiberio y consejero de las provincias orientales de Antioquía y Pérgamo, un rico botín otorgado por su Dux, y el ser gravemente herido en batalla, adelantaron su retiro a una paz Ausgusta.
Para cuando Cayo asumió su reinado, el hijo de Germánico, Calígula, llamado así por el calzado de los soldados, “cáliga”, ya poseía numerosas propiedades.
Lucano creía en la Ekpirósis, es decir la periódica destrucción del mundo conocido a través del fuego, como también en el Catasterismo o la migración de las almas a los astros. La visión narrada le provocó una formidable euforia, invocándole un caracter adivinatorio de honda influencia egipcia Serapis Panteo.
Catón rechazó de plano esta manifestación casi astrológica, fervor místico intolerable a la razón, pero después entendió que los militares auxilian las conquistas de la espada con ese bálsamo ideal y así reservarse algún paraiso imaginario donde anhelar la inmortalidad.
Hablaron ampliamente sobre sus diferentes formas de estructurar el pensamiento, pero después, cuando el alcohol los invadía, rieron preservando la amistad sin prejucios, abiertos e insatisfechos de las trampas que opera la supuesta madurez.
Se saludaron con bromas varoniles en plena calle, mientras los vecinos pedían a gritos silencio para descansar, lo que les causó mayor gracia. Catón miraba como Lucano se alejaba tambaleándose y vociferando groserías hacia todas las ventanas.
El dueño de casa jamás había abandonado su ciudad, en su anterior existencia cautiva no tenía ese derecho, y el invitado, como producto de sus viajes, comprendía situaciones e idiomas que eran desconocidos para la mayoría.


Cuando corrió la voz que Roma era presa de las llamas, Catón se presipitó tembloroso hacia la colina del Celio, junto al acueducto. Ya en la cumbre vió ante sí la materialización de su espejismo, la eterna metrópoli, el incendio. Todo su rostro dibujó la mueca desesperada de quien no sabe ni puede, entre tanto la combustión dilapidaba las preguntas y respuestas que se perdían entre el humo negro y rojizo del horizonte.
Mas tarde, cuando todo se calmó, Catón recogió sus pocas pertenencias y desapareció ante el pánico extremo de Lucano que no abandonó Roma hasta su muerte hacia el año 78’.
“La mente del laurel” no podía desprenderse de su pequeñez, y la sabiduría antes conocida prefería descanzar sobre las increibles fantasías afianzadas y ratificadas por el conjunto social.


Solitario, despojado de leyes, de códigos, de cartas de recorrido, en pleno desierto, sin testigos nulos, dobló una senda apenas vislumbrada, para su sorpresa alguien lo esperaba junto a unas piedras. Era él mismo, se acercó muy torpe, asfixiado, arrastrando los pies comenzó a escoltarlo, ni siquiera lo miró.
Mientras viajaban, Catón percibió el verdadero engaño, su esclavitud lo seguía de cerca, quejándose de a ratos, le suplicaba el regreso.




Texto agregado el 20-12-2009, y leído por 164 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
22-12-2009 Interesante, aunque pierde fluidez por los puntos y apartes (mal ubicados) y porque parece que vas colina abajo, sin detenerte en detalles que podrían darle a los monólogos más fuerza y, digamos, realismo (desde un punto de vista en que el lector se sienta completamente atrapado por la mentalidad y las cavilaciones de Catón). Saludos elpablo
21-12-2009 Excelente texto, da para meditar... Mis 5* Cariños. girouette
21-12-2009 Un buen texto... louyann
21-12-2009 de dicatate a otra cosa. acrux
21-12-2009 Buen texto!!!... y sí, asi nos siguen esclavitudes, miedos, recuerdos... ***** MariBonita
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