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Mi lengua saboreando los poros de su cuello. El sudor recorriendo su rostro. El cansancio adornando los músculos de su vientre. Su pecho subiendo y bajando. Exhausto al lado de mi cuerpo. El único hombre. Antes de caer sobre sus hombros, consumida, resguardé entre mis párpados ese último resquicio de sueño después del sexo; ese que me hace alucinar despierta. Luego, lo dejé. No debí, pero tenía que. Lo miré, siempre me llevo una última imagen antes de salir de su cuarto. La salida. Abrí la puerta y crucé al otro lado. El lado vacío de mis entrañas.

Tan pronto siento mi pie sobre las escaleras, me arde algo que es indefinido para mí, detrás de los músculos de mi abdomen. Bajo. Oriné con sangre esta mañana. El período debe estar por llegar. Ojalá no sea esta noche. Debo prepararme. Franca dice que este tipo es muy particular.

Llega la noche.
Inminente.

El olor de este hombre es como el de una fruta dañada, dulzón y agrio al mismo tiempo. Tanto tiempo pensando en su olor para que esta desagradable mezcla que se me cuela por entre los pelos de la nariz me provoque. Estoy sentada en el sofá de cuero blanco marfil, en mi casa. Cruzo las piernas, mi escote es amplio, llevo zapatos altos. El viejo me observa con detenimiento. Su sonrosada lengua acaricia sus desgastados labios. Un resquicio de morbo y pasión puntea en el iris de su ojo derecho. La champaña sigue fría sobre la mesilla de cristal. El vejete saca dos copas de los bolsillos internos de su gabardina. Se sienta a mi lado y sirve. El olor me nubla los pensamientos. Algo horrible me excita. Su pelo desarreglado y aquella mano huesuda sobre mis piernas. Un pálpito doloroso por la imagen cruda y sucia de su falo me llena la mente. Siento que mis ojos se nublan también. Nada más llena el plano de mi visión. Sólo el aceitoso y chorreante pedazo de carne que crece mientras él me dice cómo le gusta que le chupen el culo.

La noche pasa.
Lejana.

Manchas profundas de saliva infectada de semen, se escurren de su boca manchando su almohada blanca de plumas. Cabellos negros, crespos, completan el cuadro repugnante que hacen ella y sus piernas abiertas sobre las desordenadas sábanas de seda dorada. Alrededor de sus senos y sobre sus ingles, costras de semen seco caen por pedazos.

Se levanta y toda su desnudez brilla sobre el fondo blanco de la pared. Cae de rodillas y vomita sobre su alfombra verde. Se levanta nuevamente tambaleante, aspira y siente el fuerte hedor de su aliento. Pasa saliva no sin asco. Llega al baño, abre la ducha y deja que la bañera se llene mientras la mira alelada, tratando de recordar qué hace. Se sienta en la taza. El hedor de sus heces se esparce rápidamente por todo el cuarto. El olor podrido de sus entrañas llena todo el espacio. Siente asco de sí misma. Sale del baño y abre las dos ventanas de su habitación, pero la esencia se encuentra dentro de su cuerpo, sobre las yemas de sus dedos, ondeando en los vellos de sus fosas nasales. Un hedor insoportable a charca estancada, a tubos lodosos, a comida revuelta y podrida. Está enferma.

La noche hiere.
Profundo.

Tibia bajo las sábanas sucias. Retorciéndose tratando de calmar el dolor. Enferma. Poseída y penetrada. Enferma. Visceralmente llena de infecciones y parásitos. Enferma. Y sólo quería comérselo, tragarlo entero sin masticar para abrirse las entrañas y expulsar líquidos virulosos y purulentos. El semen se le resbala por la comisura de los labios. Lo mira sin verlo, despierta de ese débil espasmo de remordimiento y lame.

La vida pasa.
Luna menguante.

Estaba enferma, y sólo quería consumirlo, absorberlo. Sudaba pegada a la sábana grisácea que hacía mucho no lavaba. Sólo quería pasarlo, saberlo suyo retorciéndose sobre el colchón de retazos que le pertenecía. Y él, que nada sabía, la estrujaba, la empujaba, empujaba dentro de sí. La agrietaba, la rompía. La acababa. Cada palabra dulce la fustigaba. La derrumbaba.

Una tos grumosa, es el signo invariable de las muestras físicas que su cuerpo expulsa para hacerse escuchar. Ella no quiere. No sabe. No entiende. La tos hace eco. Retumba con el sonido hueco de las flemas dentro de su garganta. Suspira y retiene su respiración con violencia. Sabe. Entiende. La fetidez de su aliento puede colmar todos los espacios, todos los vientos. Deja de moverse, quisiera dejar de respirar. Húmeda, olorosa, moribunda. Se desvanece sobre el cuerpo fatigado del único hombre que no le ha pagado.

Texto agregado el 27-12-2009, y leído por 120 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
26-03-2010 Qué fuerte y triste historia. Es lo primero que me sale decir. Volveré a leerla, no tengo dudas. Parnaso
 
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