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Inicio / Cuenteros Locales / fabro1320 / Un cuento para Manuel Ibarra

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El hombre caminaba tranquilo por el bandejón central de la Gran Avenida. Sus pasos calmos reflejaban sus pensamientos. La lluvia caía indiferente a su alrededor, y él, sin paraguas ni abrigo, disfrutaba cada paso viendo como su figura se reflejaba en los charcos que los relámpagos iluminaban fugazmente. De vez en cuando se detenía a mirar a los niños que alegres jugaban en el agua, para luego con la misma parsimonia incorporarse y seguir caminando sin destino alguno. Acostumbraba a dar vueltas por la ciudad todas las tardes de invierno, contemplando a la gente que escapaba de la lluvia. Pero esta vez algo extraño le sucedía y no podía comprender de qué se trataba. A uno de los tantos grupos de niños que jugaban ese día, el hombre decidió acercarse y saludarlos alegremente, pero aquellos infantes no respondieron a su saludo y ni siquiera lo miraron. Manuel pensó que su vestimenta mojada, podía lucir un tanto harapienta y que eso podría haber asustado a los pequeños, pero mirándose en un espejo de una tienda, comprobó que su ropa no lucía mal. Esto lo mantuvo pensativo por unos instantes, sin embargo, prosiguió con su paseo. Al cruzar la calle logró divisar que un hombre caminaba hacia él, y estando a menos de diez pasos le preguntó la hora. El hombre ni siquiera se inmutó y pasó caminando por el lado de Manuel como si éste no existiese. Asombrado por lo ocurrido, apuró cada vez más su paso con dirección al negocio de un viejo amigo de la infancia para contarle lo que estaba ocurriendo. Cruzó las calles rápidamente mientras observaba cómo la gente pasaba a su lado sin percatarse de su presencia. Acercándose a una esquina, quiso ayudar a una anciana que intentaba atravesar la calle. Amablemente se preparaba para hablarle y tomarla del brazo cuando sintió que no podía sujetar a la pequeña anciana. Intentó hablarle, pero la mujer no respondió y se preparó para cruzar la calle. Manuel, desesperado, corrió aún más rápido con tal de llegar pronto donde su amigo.

Al llegar al negocio su sorpresa fue aún más grande. En la tienda vendían chocolate caliente, y producto del frío de aquella tarde, el local se encontraba apostado de gente. Manuel con prisa intentó llegar hasta donde se encontraba su amigo atendiendo al público. Cuestión que no le fue difícil lograr, ya que para su mayor asombro pasaba entre la gente como si las estuviese atravesando. Asomando su cabeza entre el gentío saludó desde lejos a Rafael, pero éste último nada respondió. Manuel pensando que se había vuelto loco, gritó el nombre de su amigo gesticulando con sus manos para que éste se acercara a saludarlo, mas nuevamente sus esfuerzos fueron en vano. De prisa salió de aquel negocio y comenzó a correr sin dirección alguna. La lluvia seguía cayendo con igual intensidad y cada metro que Manuel avanzaba, ésta se encargaba de mojarlo y cegar su vista. A lo lejos divisó un parque y se apresuró por llegar. La lluvia de pronto se detuvo y una suave garúa empezó a refrescar su rostro sudado. Miró hacia todos lados y al principio no pudo encontrar a ninguna persona. Tan sólo había perros cobijandose del frío y la lluvia bajo un árbol y palomas envueltas en barro picoteando desesperadamente el piso mojado. Empero, al seguir caminado al interior del parque logró ver sentado en una banca a un joven de boina y abrigo negro que se encontraba escribiendo en una libreta. Sin saber muy bien porqué, se acercó sigilosamente hacia él, y cuando ya estaba a menos de dos metros se dio cuenta que el joven lo miraba sonriente. Manuel, un tanto nervioso, pero feliz de que al menos alguien haya notado su presencia, se sentó a su lado. Sin preguntar nada, y entendiendo que aquel joven se encontraba ocupado, comenzó, de reojo, a intentar leer lo que escribía tan apasionadamente. El joven después de aquella sonrisa con la cual lo recibió no emitió comentario alguno. Manuel seguía sin poder mirar lo que en esa libreta aquel extraño estaba plasmando.

De pronto el joven de boina dejó de escribir por un momento y Manuel, impactado, logró leer su nombre y apellido en aquel papel. No podía creer en tal coincidencia. Se restregó los ojos y volvió a leer. Claramente pudo observar que entre tantas líneas decía Manuel Ibarra. Sin saber porqué se comenzó a poner cada vez más nervioso, mas sin emitir palabra alguna. Pensó si se estaría volviendo loco, o si sin saberlo se había drogado. Pero lo descartó de inmediato. Seguía extrañamente pasmado, hasta que decidió preguntarle a aquel joven por qué estaba escribiendo eso, y quién era Manuel Ibarra. Cuando vio que el joven no le respondía, intentó zamarrearlo con fuerza, pero atónito sintió cómo su mano atravesaba el cuerpo del adolescente. Se tomó la cabeza con ambas manos y la sacudió. Miró sus manos, palma y dorso. Se levantó y miró nuevamente al joven que con una leve sonrisa seguía escribiendo con la misma pasión del comienzo. Manuel le gritó, lo insultó, le escupió, mas sin resultados. Cuando ya estaba furibundo creyó oír al joven decir que sólo se trataba de un cuento. Esto en vez de aliviarlo, lo dejó estupefacto, y sin decir ni una sola palabra comenzó a retroceder. El joven paró de escribir y mientras Manuel se alejaba cerró su libreta. Sin ninguna explicación, uno de los dos, nadie sabe quién, se esfumó sin dejar rastro alguno.

Al día siguiente los policías que recorrían el parque encontraron a un joven muerto en una de las bancas de madera. Se acercaron y palparon su cuello. Al parecer había fallecido de hipotermia. Los hombres inspeccionaron sus documentos. Llevaba un pasarporte de aspecto ajado. Por lo que pudieron observar su nombre era Manuel Ibarra, aunque la foto del pasaporte pertenecía a un hombre de unos cuarenta años y no a un joven de no más de veinte. Uno de los policías se percató que en el suelo yacía, mojada por la lluvia, una libreta. La revisaron. Al ojearla, pudieron leer lo siguiente: “El hombre caminaba tranquilo por el bandejón central de la Gran Avenida. Sus pasos calmos reflejaban sus pensamientos. De vez en cuando…”. Un par de metros más allá encontraron una boina abandonada, que un perro tomó con su hocico y se la llevó. Ninguno de los dos hombres le dió más importancia al asunto. Llamaron a la ambulancia y se pusieron a esperar.

Texto agregado el 04-01-2010, y leído por 1475 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
05-11-2010 Mil gracias por tu excelente cuento, lo disfrute de principio a fin, saludos y éxitos. Atte. Manuel Ibarra meniii
 
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