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A mi padre, con gratitud:
Recordando aquella tarde de inyecciones.

A César Augusto


Y ¿por qué no? al “máster” Hugo,
para burlarse.


“Y gritaron como sé que no gritan los conejos”
(Julio Cortázar, Carta a una señorita de París)



Hoy, al caer la tarde, llegaron y a mí no me gusta cuando llegan. Los trajo el caporal porque ellos solos son incapaces de venir hasta aquí, pueden perderse o pueden incluso hasta ser robados, presienten la hora de su desgracia y rehúyen de ello, no pueden venir solos más cuando son nuevos. Como todos los que ha traído, han quedado huérfanos y es el caporal quien ahora se encarga de ellos, por eso los trajo, porque es malo y bueno a la vez.
El caporal nos mira, pero uno no puede quedársele mirando, su mirada pesa y enferma, y los ojos aunque no quieran deben ser clavados en el polvo o la tierra seca, entre el amasijo de hojas otoñales como una saeta. El caporal se jacta de ser dueño de todo: de la tierra que pisamos y del follaje que nos da sombra, del viento de la montaña y la lluvia septentrional de agosto, es dueño de aquí hasta donde tus ojos puedan quedar cansados de tanto mirar, y todavía es dueño de aquello que se pierde en las montañas y ya no alcanzas a ver. Por eso cuando el Caporal llega no podemos decir nada, ni aspirar ruidosamente el aire, ni reírnos, mucho menos verlo, solo esperar a sentir ese aliento tibio de aguardiente, esperar sus palabras, sus órdenes, aunque nosotros sepamos de sobra a qué viene, sepamos porque los trajo a rastras, casi empujándolos, aunque sabemos pero tenemos que esperar.
El viejo sabe qué hacer, veinte años en el oficio convierten esa visita en rutina innecesaria. Él toma la navaja que carga siempre consigo en la bolsa trasera del pantalón, se aleja con el caporal rumbo a la piedra de afilar. Entonces sólo quedan los tres juntos, frente a mí; la tarde avanza y bajo el naranjal la rigidez de las frutas desprende un aroma ácido. Quisiera decirle que se vayan, que huyan de una vez al monte buscando el céfiro, que corran hasta perderse tras los follajes o las riberas de los pantanos, pero ellos no oyen, no intentan huir, tienen la firme convicción de que el dueño es aquel hombre de botas y camisa a rayas que ríe mientras se quita el sombrero, que dice “sí, está buena la luna” y el cabello grisáceo se torna naranja, color inventado por los rayos de la tarde. Ellos no puede huir porque son fieles a su dueño, porque pertenecen a su yugo y su cadena, es él quien los mantiene y los limpia, los baña, les da alimento y cubre en épocas de lluvias.
Yo intento insistir, intento correrlos, por favor, de aquí al río sólo hay unos diez metros, vayan allá y busquen la muerte, pero por favor váyanse. Los pasos que se acercan hacen temblar al suelo. La rugosidad de tres cuerdas gastadas se confunde en la palma de la mano de mí padre, los roncos ladridos de los perros avisan la mutilación próxima. Entonces no sé si cerrar los ojos o gritar y salir corriendo, el céfiro que baja oloroso a hierba se traba entre las hojas ácidas del naranjo, en realidad no sé quien pone un travesaño en la rama apoyado la punta en diagonal contra un muro de piedras. Quizás fui yo, pero el sentido no responde y mis facultades parecen actuar solas, las manos vivas, realmente vivas, hacen lo que no intento hacer. Los perros dejan de aullar, el silencio prevalece un instante y sin querer los miro.
Llegaron muy limpios, con las caritas rosadas y sus ojitos brillantes, se golpean los unos a los otros, miran al suelo buscando algún resquicio bajo la alfombra seca, sin nada más que hacer. Se despliegan monumentales las botas del caporal, como que comienzan a intuir el juego macabro de la estancia. El patíbulo ha sido inventado en pocos segundos y ellos inocentes, ingenuos, aunque no quieran, aunque sean pequeños y no tengan los años para aguantar el dolor deben ser redimidos bajo la crueldad de un cuchillo, ellos no tienen derecho a alegar nada, él es el dueño de todo.
Entonces, como si una mano poderosa diera cuerda al tiempo, como si un cúmulo de cenizas de odio cayera sobre nuestras cabezas, mientras la sórdida y agigantada risa del caporal se expande en el espacio, agarro al primero que se deja. Las inyecciones son preparadas por mi padre, un bote de líquido morado resbala por la pendiente, la aguja penetra en el envase de vidrio y extrae la medicina oscura, quince mililitros para ser exactos y se apresura para detener al pequeño impidiendo que escape de mis manos. Bajo los muslos dos nudos fuertes aprisionan la suave piel, luego tenemos que amarrar lo que queda del lazo en el travesaño para que quede bocabajo, guindando de los muslos para la consumación del rito, casi un artificio. Repetimos la misma acción con los dos, pero ellos sabiendo de la técnica hacen lo que tanto anhelaba, pero ahora es demasiado tarde, caracolean en círculos y gritan, como llorando.
Los tres cuerpos, alumbrados por la débil luz, oscilan como péndulos de un tiempo casi mortuorio. Los perros se acercan a los lados, sin ladrar, esperan una recompensa repugnante y satisfaciente a la vez. Al frente del viejo no se extiende una odisea de objetos cortantes, relampaguea solamente el filo de la navaja recién restregado en la piedra. Las cuerdas se tensan, los cuerpos oscilan y dan vueltas, dos de ellos quizás tengan ataques catalépticos. El viejo se dirige al primero, tengo a fuerzas que estar con él para pasarle la jeringa y la tinta consumada la faena. Detrás de las piernas busca en la suave piel los tumores que tendrá que extirpar, los segundos pasan y la mano del viejo se mueve tranquila, apacible, como si fuesen retazos de nubes que se cuelan entre sus dedos. Al encontrar la piel abultada, retira lentamente hacia arriba el pedazo de carne y entonces, con la visión de los años, con la fugacidad del tiempo, apunta tenaz la punta del cuchillo y hiende el filo. El reparo más próximo se hace posible, me agacho para retomar los nudillos del codo e impedir que manotee, el revuelco y la contención del cuerpo hace imposible la tarea del viejo.
Agarro fuerte los nudillos del codo, los codos libres. Esta vez la flecha da en el blanco y taja la piel y la carne. La víctima comienza a gritar, repara, se mueve, la sangre le escurre por las nalgas, mirando siempre al suelo. Encuentro en las cuencas que no están vacías dos ojos amatistas escondidos detrás de pestañas rubias y sus dientes limpios salivan y escupen, pero el grito estridente remueve los espacios más íntimos porque las aves que buscan refugio en los árboles se lanzan otra vez al vuelo, medrosas por escuchar acaso un canto infernal.
Y quisiera que esto acabara pronto, el caporal ríe y se atusa los bigotes con una mano, la barriga que le cuelga en la camisa de rayas no es impedida por el cinturón fuerte de cuero. El segundo cuerpo espera, pero está ya impaciente, ha escuchado los gritos y comienza a respirar ruidosamente. Como en el otro, el mismo lugar me es cedido, impido las manoteadas y el viejo saca los tumores grises, los perros no ladran y están ahí para comer esas inmundicias, lamer del polvo las costras de sangre y piel que caen, huir saboreando un cachito de carne desprendida por descuido. Pronto, después de la extirpe, deben ser inyectados y rociados sus heridas con la tinta morada del frasco, eso mitiga un poco el dolor, pero tendidos en sus cuerdas, como puestos a secar, los cuerpos están inmóviles.
El tercero no tiene ganas de nada. Mira al suelo, indeciso, sin nada qué buscar. La cuerda está quieta y no gira, suspira levemente y la turbación junto con los nervios crece como un latido. Entonces antes de que la navaja surque el aire, antes de que la mano se alce y la fuerza se prolongue, él grita. Agarro los nudillos del codo y su fuerza es descomunal, berrea infinito, quisiera taponarme los oídos para no escucharlo, inventar una ceguera efímera para no verlo, porque los ojos de él, de la víctima, están perdidos en los abismos de la tierra medrosos de no encontrarse con la cara del verdugo, y yo quisiera decir que se calle, de una vez por todas silencio, porque yo intenté advertirlos en vano, porque yo dije que mejor era la muerte a sentir este dolor, porque el dolor que él siente, que ellos sintieron, es un estigma que taladra mis miembros y hace sudar mis manos frías. Yo no soy culpable, pero sus ojos aunque no vean a ninguna parte parecen posarse un segundo fugaz en mi semblante, porque yo les detengo las manos cuando ellos les extirpan un pedazo de vida, porque yo detengo una fuerza que impide que el futuro no se pierda. Entonces el grito se expande y éste parece ser el grito junto de los tres, es un grito que va tornándose bestial cada vez que los dientes y colmillos salivan, un grito que inquieta a los animales a cientos de distancia, un grito que no perturba la atención de los perros cuyos ojos voraces están hundidas en las manos del viejo que arrebatará un pedazo de carne.
El grito sube, asciende y de bestial se vuelve humano, tan humano que es difícil creer que el grito sea verdadero. El dolor retuerce los miembros, el dolor electrocuta la sangre, porque la anestesia para ellos fue negada, porque el cuchillo hiende la herida y los dedos sacan costras de sangre, por eso no me gusta cuando llegan, por eso odio esos días, y el caporal ríe y se jacta de ser el dueño, miserable bestia me digo, sordo ante las plegarias de los desprotegidos, porque sé que él mató a la madre de ellos y lo vendió en el mercado del pueblo.
El rito se consume, los perros recogen los últimos vestigios de la sangrienta herida. La tinta tapa, cicatriza un momento el dolor y la medicina en la jeringa acaba, los cinco mililitros restantes. Los cuerpos se descuelgan, están vivos todavía, tienen en los tobillos la huella roja del lazo. Miran con desprecio al caporal, al amo. Husmean alrededor de sus botas y gimen, dolorosos, no dicen nada porque nada pueden decir ya. El caporal le da un apretón de manos a las manos sucias de mi padre, el sol se ha puesto y la sangre lustral se ha perdido por las sombras de los cuerpos. Una lluvia ligera se despeña como una bendición y yo inmóvil, esperando a que se difuminen los últimos recuerdos de la tarde, luciérnagas me hacen ver que de la tierra mojada va corriendo un hilillo de sangre, y al final del camino desaparecen las nalgas pintadas de azul casi deslavándose por las gotas de la lluvia.

Texto agregado el 05-01-2010, y leído por 475 visitantes. (0 votos)


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