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Llevaba tras las rejas de aquella gélida celda unos dos años esperando su sentencia definitiva. La tensa espera ya había calado en su carne y en sus huesos. Estaba demacrado, ya no comía más allá de un pan por día con un poco de agua que los carcelarios le daban en la mañana y en la noche. Los demás reos que convivían con él nunca entendieron su extraña forma de ser. Según lo que ellos cuentan, Winston no acostumbraba a salir de su celda a caminar, y si lo hacía era tan sólo para leer poesía y fumar un cigarrillo sentado en algún banco del patio. Los gendarmes encargados de custodiarlo siempre lo respetaron mucho, ya que según lo que ellos mismos decían, aquel hombre les había enseñado a leer, a amar las letras y los libros, y a disfrutar un buen cigarrillo de tabaco cuando nadie los veía.
Pero hoy su prolongada y angustiante espera llegaría a su fin. Esta vez no tardaron en comunicarle que lo que le esperaba para pagar su crimen era la muerte. Según los fiscales que lo acusaban, un asesinato acompañado de una violación a una pequeña de tan sólo once años no podía pagarse de otra forma. Winston no supo que decir al respecto. Su silencio llegó a conmover y hasta asustar a los fiscales y abogados que ese día entraron a su celda. Se levantó de su catre, se acercó a su abogado y le susurró unas palabras al oído. Quiero que me dejen solo por favor, llévense a los que comparten celda conmigo, y pídale a mi madre que ese día quiero que esté aquí conmigo aunque no pueda soportarlo, sé que me entenderá, hágalo, se lo pido de todo corazón, le dijo Winston a su abogado esa tarde. El abogado, con la garganta apretada por la pena, no pudo negarse ante la petición de aquel hombre. No la entendía para nada, pero quién era él para juzgarlo, pensó. No te preocupes, te dejaremos solo y haré todo lo que esté a mi alcance para que tu madre pueda acompañarte, le respondió. Winston se acercó a sus compañeros de celda y les pidió que conservaran todos los libros que tenía y que los compartieran con los demás reos. Ellos asintieron con la cabeza y no dijeron ni una sola palabra. El abogado de Winston les pidió a los carcelarios que si podían dejar solo a su cliente en aquella celda. Los gendarmes accedieron y trasladaron de inmediato a los otros prisioneros a otro lugar. El abogado, antes de abandonar el lugar, se acercó a Winston y le comunicó que la ingrata fecha de su muerte estaba programada para tres días más. Winston, si decir ni una sola palabra, le entregó un papel con la dirección de su madre e hizo un gesto con su mano para pedirle un cigarrillo. El abogado sacó de su abrigo una cajetilla y le ofreció de sus cigarros. Winston sacó dos y le estrechó la mano para despedirse. Hiciste un buen trabajo le dijo y se recostó en su catre.
Camino a la casa de la madre de Winston, las últimas palabras de aquel prisionero resonaban fuertemente en la cabeza del abogado. No sabía si había sido una ironía o palabras sinceras. ¡Cómo puede decirme que hice un buen trabajo si en tres días lo matarán y yo no pude hacer nada! se decía a si mismo el hombre mientras caminaba. Él nunca había sentido aprecio por algún cliente que haya tenido que defender, pero con Winston las cosas habían sido diferentes. Un cariño casi paternal había surgido hacia él desde que lo conoció, y desde el principio se había sentido con la responsabilidad de salvar a aquel hombre, aún sabiendo que su crimen había sido horroroso.
Aquel día en la casa de la madre de Winston, el abogado quedó aún más estupefacto cuando vió la reacción de la señora ante la petición de Winston. Sentados en la mesa del comedor y mientras tomaban un café, le comunicó a la mujer que su hijo había pedido expresamente que el día de su fusilamiento ella estuviese presente. Ella, dejando la taza de café en la mesa y sin inmutarse, le respondió que así sería, que ese día ella estaría ahí si eso había sido lo que su hijo deseaba. El abogado, tragando un sorbo de café que le quemó por completo la garganta, se vió impedido de emitir algún comentario. Se encontraba pasmado, sin palabras ante la parsimonia de aquella mujer, que escuchando la petición de su hijo para acompañarlo el día de su muerte, había limitado su actuar a un par de palabras de aprobación. Ningún llanto, ni un sollozo, ni gritos ni desesperación. Nada de nada. El abogado terminó su café y sin poder decir nada, tomó su portafolio, le dio suavemente la mano a la señora para despedirse y se largó.
De regreso a su casa, aquel hombre no dejaba de pensar en la postura que ambos, Winston y su madre, habían tomado frente a la muerte. Para este hombre la muerte nunca era bienvenida. Era algo que provocaba dolor y sufrimiento, y aún más cuando se trataba de los seres queridos. Por lo mismo no podía comprender la calma con la que habían afrontado Winston y su madre aquel día que los separaría para siempre. Aquella noche y las dos que la seguían, el abogado no pudo conciliar el sueño. Winston y su madre tampoco.
El día de su muerte, Winston se levantó temprano por la mañana. Leyó un rato poesía como de costumbre, y salió al patio a fumar un cigarrillo. Impertérrito se le vió caminar por todo el patio. Los demás reos no dejaban de mirarlo, compasivos muchos, entristecidos unos pocos. Al sentir el sonido de las botas todos prefirieron regresar a sus celdas. Menos Winston. Sentado en un banquillo cerró su libro al ver que los verdugos se acercaban hacia él. Sin emitir comentario alguno se dejó conducir por aquellos hombres. Una vez que ya estaba todo preparado para el fusilamiento, pidió expresamente no ser vendado. Se paró derecho en el paredón y miró a todos los presentes. Le pidió al coronel a cargo si se podía acercar un poco hacia él. El coronel accedió y caminó hacia donde se encontraba Winston. Éste lo miró a la cara y tan sólo le pidió un último favor antes de ser ejecutado. ¿Qué deseas? le preguntó el coronel. Quiero que me traigan un vaso del mejor whisky que tengan por favor, le respondió serenamente. El coronel quedó mirando a sus subalternos y con un movimiento de la cabeza le pidió a uno de ellos que le trajera un vaso con el whisky que guardaba en su oficina. El hombre acudió de inmediato. Mientras esperaban que el vaso llegara, la madre de Winston apareció entre los ejecutores. Winston la quedó mirando con una sonrisa en su rostro, y, moviendo la cabeza, le pidió que se acercara. La señora comprendió y calmadamente caminó hacia él. Sin decir ni una sola palabra, tomó sus mejillas, las acarició y besó su frente por un momento. Winston tan sólo dijo adiós madre. Ella, nuevamente sin decir nada, retrocedió, dio media vuelta y se fue.
Con el vaso de whisky en su mano derecha procedió a llevarlo a su boca. Todos miraban expectantes. Los verdugos temblaban como nunca antes. El coronel tragó saliva y miró a la madre de Winston que a paso calmado se iba retirando del lugar. Winston lo único que quiso al pedir el vaso de whisky, era ver si sus manos temblarían al momento de beber. No fue así. Terminó de beber su whisky y miró fijamente al coronel. Estoy listo señores. Cuando quieran.





Texto agregado el 05-01-2010, y leído por 196 visitantes. (1 voto)


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