Montado en mi corcel de hierro, crucé la Alameda para ir a verte a tu castillo de Lastarria. Crucé mares de gente y aniquilé dragones que me ladraban y leones que me maullaban. Seguí mi camino hasta la terraza de tu fortaleza. Te vi como siempre, sentada, mirando a la calle, bebiendo tu café, fumando tu cigarro, con ese aire esnobista de los habitantes del reino Lastarriano. Te observé entre las enredaderas que cubrían tu palacio. Te vi y te invité a montar en las ancas de mi caballo de dos ruedas, a lo que accediste. Bajamos por la Santo Domingo y nos cruzamos en la San Antonio, sintiendo cómo el viento y los párrocos en el camino, junto a los azores apuntando a la derecha, nos auguraban el futuro feliz: Nuestro matrimonio.