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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / La vampira de Sta Rita: Venganza, el honor de una dama

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En tanto, Helio escapó por la cocina y corrió por el césped empapado hasta que cayó en brazos de uno de sus hombres, quien lo había confundido con un fugitivo. No pensaba quedarse cerca del vampiro. Pronto logró reunir al resto y buscaron refugio de la lluvia torrencial en las dos camionetas, que salieron a toda marcha, pero eligieron con tanta mala suerte el momento, que llegaron a la ruta a la vez que un par de patrullas doblaban en la entrada. Dos personas, que venían en un auto particular, habían logrado interesar a la policía. El comisario no podía creer la suerte que le permitía capturar justo al español que los de la ciudad habían dejado ir, y de premio una banda de buscados sicarios.
Un par de días después, Helio Fernández seguía esperando que lo trasladaran, martirizado en su celda tan distinta al hotel cinco estrellas al que estaba acostumbrado, y también por la imaginada recepción que le darían sus próximos compañeros de cárcel. Se alegró un segundo cuando le informaron que alguien lo venía a visitar, pero su esperanza se esfumó. No era el tan anhelado abogado, su familia lo estaba escarmentando.
No podía creer que el veterano Vignac se hubiera salvado sin más que unos rasguños y ya estuviera andando. Le envidió el traje azul impecable y el aroma a Old Spice.
El erudito y cazador de monstruos quería saber por qué lo traicionó y se pasó al lado del mal. Helio se rió:
–No es nada personal... Me daba lo mismo hacer un trato contigo para conseguir lo que quería o con él para salvarme –luego suspiró–. Al final, ninguno de los dos me sirvió para derrotar al santurrón de Massei.
Vignac sabía lo que era hacer lo que fuera para lograr sus objetivos.
–No puedo creer que haya gente más despreciable que yo mismo –replicó con sorna.
–¡Ja! Es que tú te estás hundiendo en el infierno por una venganza tonta que a nadie le importa... ya conozco tu historia. ¡Yo quiero poder, ahora, aquí, para los míos! Eso vale la perdición de un alma, la revancha es sólo un adicional...
Pero el feudo de la familia de Vignac con los Tarant tenía doscientos años y había cobrado tantas víctimas que no era una tontería para el cansado, herido, peregrino del viejo mundo. La hermana de su tatarabuelo había muerto a manos de uno de esos monstruos, el cual escapó impune, pero ganó para su gente una persecución sin tregua.
Marie parecía la niña más sumisa y tímida. Accedió con cristiana fidelidad a las órdenes de su padre, un hombre temperamental pero honesto, cuyo único error fue creer que todos compartían su punto de vista y que todo lo que podía desear una jovencita era casarse con un hombre opulento y sensato que la apreciara. Faltaban dos días para su boda con un gran mercader de telas de intachable reputación, al que sólo había visto directamente en su compromiso y le había impresionado como un viejo de piel grasosa, mofletudo y con una tendencia a pellizcarle la mejilla a su prometida, porque aun no podía tomarse esa misma libertad en otras partes más carnosas de su tierna anatomía.
Melancólica, Marie dejó el primoroso vestido blanco sobre la cama sin darle una segunda mirada y se acercó para sentir el soplo fresco del balcón que daba a la plaza. Las notas ligeras y vibrantes de una guitarra llenaban el aire del crepúsculo, resonaban las risas de los niños descalzos y las muchachas que se habían reunido a vibrar con la genial música del trovador.
Ella se reclinó en la baranda, suspirando, y en el acto, del otro lado de la plaza, el músico levantó los ojos y la vio, una exuberante flor recién abierta en su bata lila. La tonada cambió de pronto y Marie se dio cuenta de que la estaba siguiendo con ojos de águila, y ella en esa facha. Dio un paso para ocultarse tras la cortina pero no cerró la ventana por escuchar la dulce cadencia, y su corazón latió más rápido al imaginar que el músico estaba tocando para ella, no para las otras que lo rodeaban, que podían admirar su figura espigada, sus ojos como carbones que había distinguido bien.
Por su parte, él no había reparado en que una joven con ese garbo vivía en este pueblo triste. Apostando que valía la pena echarle otro vistazo, entrada la madrugada se colocó bajo su ventana y comenzó a deslizar notas delicadas, íntimas, hasta su lecho. El solicitante obtuvo su recompensa cuando una flor cayó del balcón, pretendiendo callarlo, no fuera que su padre se despertara. Pero lejos de irse, este regalo encendió la llama, y el deseo de tener la visión de más que una mano blanca.
Marie trancó la ventana, pero a la noche siguiente volvió a ser atraída por la guitarra y también porque las doncellas habían hablado en la cocina de un joven extranjero con bello rostro, que superaba en talentos y galantería a todos los del pueblo. Le rogó en susurros que se fuera, pero su rostro enrojecido le comunicó todo lo contrario. Temerosa, ella pasó a la amenaza, pero el hombre contestó, trepando ágil como un gato hasta su ventana: “No soy ningún gitano, y mi sangre es más noble que la de tu padre, así que no te ofendas por mis atenciones”. Inesperadamente, la dama se puso a llorar y sorprendido, él se disculpó con una reverencia. Casi besó sus pies y le rogó que no se asustara, que sería su ferviente esclavo y no pretendía hacerle mal. Ella se rió, porque estas palabras sólo las conocía de las novelas de su mamá, y le explicó que no lloraba por miedo, le contó que al mediodía debía casarse con un hombre horrible.
El joven la consoló lo mejor que pudo, y cuando las palabras no fueron suficientes apeló a acariciarle el pelo, darle pequeños besos juguetones, y por fin ella respondió abrazándolo con pasión. Fue cuando se le ocurrió por primera vez preguntarse ¿y si...? Él le contó de su vida y sus viajes para distraerla, llenando sus ojos de asombro aunque le advirtiera que no era ningún santo. Marie nunca había pensado que podía escapar de su monótona vida preordenada, pero mirando el velo de encaje de su abuela, se dijo ¿y si me voy con este hombre? No lo conocía pero era agradable, y tan poco honrado como para aceptar raptarla. El hombre vio que ella estaba pensando ponerse en sus manos y le gustó, esta casi niña era vigorizante después de todas las mujeres teatrales que andaban detrás de él.
Al ir a despertarla la matrona encontró, en lugar de una novia expectante, un vestido manchado y el ramillete de violetas que su amante le había traído de un jardín. La noticia revolucionó el pueblo. El señor de Vignac no tenía cara para mirar al novio abandonado, rabioso por el ridículo al que iba ser expuesto. Alguien los vio bajo la ventana al rayar el alba. Huyeron en un carruaje tirado por dos caballos negros potentes como un tornado. Los persiguieron hasta París y luego perdieron todo rastro. Muchas veces creyeron tener noticias de la pareja, pero el extranjero parecía tener poderes demoníacos para esfumarse entre sus dedos. Ignorante del sufrimiento y los esfuerzos por recuperarla, Marie vivía feliz su luna de miel, descubriendo todo tipo de placeres de los que no había tenido noticias hasta el momento. Se preguntó si esto era lo que su hermano mayor llamaba libertinaje. Fiestas, oro, vinos, teatros, camas de terciopelo, sirvientes orientales y esclavos africanos, banquetes de caviar traído de Rusia y helados de frutas con hielo Escandinavo, además de todas las joyas y vestidos que se le antojaban, Tarant los ponía a sus pies.
Si las costumbres de su esposo y su círculo eran extrañas, las adjudicó a su origen. Él poseía un crucifijo y para ella esto era prueba suficiente de su moralidad, aunque suene raro para una joven criada en el seno de la iglesia. Como parte de la familia, también le tocó un papel en los ritos de sangre, y participaba como quien va a misa sin tener fe absoluta en el credo.
Pasaron los años y Marie seguía enamorada del extraño noble, por eso no soportó llegar un día a su castillo junto al Danubio, sentir ruido de risas y encontrarlo en medio de otras mujeres. Indignada, se encerró en sus habitaciones y se negó a dirigirle la palabra por días, aunque Tarant le rogara de rodillas que lo perdonara. “¡Crees que no tengo dignidad!” Poco a poco se fueron abatiendo los humos de la señora Tarant, gracias a un exquisito par de diamantes, hasta que nuevamente comenzó a sospechar de su esposo y los celos retomaron el influjo.
En esos días que pasó sin pisar las fiestas del castillo, que como siempre rebosaba de invitados, se puso a pensar y lamentarse por su casa, cómo estaría la madre que había dejado, y qué habrían opinado de su deserción. No sabía que aún la estaban buscando incansablemente, creyendo que el cruel extranjero, del cual escuchaban cuentos terribles, la había asesinado poco después del rapto, ya que si estuviera viva ¡hubieran tenido noticias en cinco años! ¿Cómo no se había acordado antes? Culpándose de ingrata, escribió a su madre sin decir donde vivía ni cuál era el nombre de su nueva familia, firmando Marie T.
Con la ayuda de ciertos detalles que dejaba escapar en esta carta, su hermano por fin dio con la ciudad donde se hallaba. Mientras él recorría las calles, ella espiaba a su esposo que partía en carruaje. Estaba lleno de secretos últimamente y, segura de que pretendía encontrarse con alguna mujer, lo hizo seguir por su esclavo mudo. En seguida pidió que le preparan un carruaje y salió tras él.
De hecho, Tarant estaba reunido con una mujer elegante y morena, porque había ido a negociar el territorio con una familia rival y tardaron en atenderlo, dejándolo un rato en manos de la hija para que lo sedujera. Los otros nunca habían aceptado que estuviera con una humana común: siendo de sangre pura debía casarse con una noble como ellos. Marie se franqueó el paso a la mansión, hecha una furia, y lo sorprendió en el momento en que la atractiva morena se inclinaba sobre él de forma elocuente.
Detrás de los pesados cortinajes, el guardaespaldas sólo percibió que alguien de capa venía hacia su amo amenazando con un sable. Se trataba de la fusta con brillantes que, ciega de celos, Marie zarandeaba en su mano. El guardaespaldas se abalanzó y la traspasó. Tarant reconoció antes que los demás el perfume de su esposa, y al caer se descubrió la capucha, revelando al infeliz que había matado a su ama. Tarant saltó como un tigre herido y lo abatió de un golpe. Al mismo tiempo, la gente de la casa entró a la habitación, indignados porque había unos hombres armando un tumulto en su puerta.
En la calle, Gabriel de Vignac había visto el rostro de su hermana al descender del carruaje y corrió tras ella. El sirviente no podía decirle nada, así que armó un escándalo hasta que le abrieron y entró, vio su cuerpo exánime en brazos de Tarant, quien seguía aturdido por lo sucedido como para defenderse cuando los acompañantes de su cuñado, que al fin lo alcanzaban, desenvainaron en medio de la sala. Tarant no estaba dispuesto a dar explicaciones. Hubiera sido una masacre, pero el escándalo había atraído a la fuerza pública; espuelas y cascos resonaron en el adoquinado. Cristianos y vampiros tuvieron que desbandarse en el acto, aunque las calles de esa ciudad fueron testigos de varios asesinatos a la sombra de la noche.
Habían descubierto un nido de iniquidad, pero no eran todos, y en su saña vengativa, el señor de Vignac se dedicó a estudiar a esos seres hasta que fue poseedor de un vasto conocimiento del mundo oculto, pagano y sensual en el que vivían, que luego transmitió a sus hijos. Mas eran sombras lo que perseguía, manuscritos, rumores, leyendas campesinas. Al hombre en carne y hueso que había destruido a su hermana menor no volvió a encontrarlo en vida, y fueron pocos los que lograron acercarse, hasta que Tomás Lara logró entrar en su círculo y murió a manos del último sucesor. Este Tarant que vivía harto del acoso que había echado a la opinión del mundo contra su gente, avivando escritores y cineastas de gran imaginación hasta convertirlos en personajes grotescos.

http://vampirasanta.blogspot.com
LoL

Texto agregado el 20-01-2010, y leído por 118 visitantes. (0 votos)


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