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La última paz del mundo

Creyó que el tiempo se quebraría y el infinito se dejaría ver. Que nunca las balas se cruzarían. Que yo estaría siempre a su lado, pero hoy todo esta quebrado, exceptuando el tiempo. Todos los lugares que alguna vez visitamos juntos están tan vacíos como está ahora él. En cada lugar el mensajero dejaba su enmienda de paz, la que nunca fue escuchada. Y con tanto anhelo y con tanto ímpetu que aquel chico dibujaba esta paloma, la que hoy se reduce a una mancha celeste que cubre la hoja, teñida de sangre.

La guerra se desató ayer, y ayer fue cuando me dejó, desatándose también mis más comprensivas ideas. Y ¿porqué?, pienso. Porqué ha de pasar semejante cosa para que mi corazón se abra. Lo tuve conmigo por dos años y ahora que esos dos años se paralizaron comienzo a apreciar el verdadero valor de aquel pobre ser que nada podía hacer pero que quiso hacerlo todo. Y lo pararon a balazos.

Afuera de mi casa – en la cual escribo – los sonidos metálicos retumban y se vuelven tan cotidianos como el sonido de los pájaros. Son balas, duras y asesinas balas, que rebotan en la pared, en la puerta y que han quebrado dos de mis ventanas, dejando entrar el fétido olor a sangre bélica que emana desde la calle. No sé muy bien el porqué, pero lo que si tengo claro es que afuera se están matando, con armas, gritos y emblemas. Con tanques, metrallas y ojos alentadores. Se matan. Como lo mencioné la guerra se desató ayer.

Y el primero en morir fue él. Su cuerpo aún está sobre mi cama. No está tapado ni acicalado. Descansa tendido en todo su largo, tieso como una madera y con un denso olor que inunda la pieza. ¡Qué enfermizo!. Es que nada puedo hacer para sacar el cuerpo de aquí y nada haría. Los hospitales más cercanos están a mucho más de lo que mis pies pueden caminar. Y si pido ayuda de seguro me dirán “ya no importa, compañero, en la guerra los muertos suelen ser un estorbo”. Tal vez hace dos días hubiera dicho lo mismo y me hubiera escondido en un lugar seguro. Pero después de ver cómo murió aquel muchacho de tan sólo diez años y que ahora yace en mi cama, tengan por seguro que no saldré de casa ni por un minuto. No lo dejaré solo, ¡diablos que no!.

“La guerra no puede comenzar. Por favor, dígame que no. Y ¿quién la parará?. ¿Y cómo?. Dígamelo señor. Tan sólo tengo diez años, pero entiendo que es una guerra. Sé que muere gente, que queman casas, que amontonan los cadáveres y después los queman. ¿Y sus familias qué?. La guerra no puede comenzar. Mi padre ya murió y mi madre murió con él. Ambos por los balazos. Usted lo sabe. Los soldados entrarán a las casas y matarán a la gente. No lo permita señor. No lo permita. Yo conozco a varias personas que pueden ayudar a ser banderas blancas de paz y que de seguro se atreverán a flamearlas cuando vengan los soldados. Incluso yo ya dibujé un montón de palomas celestes en unas hojas blancas que tenía guardadas. Mandémoslas por correo a toda la gente del pueblo. Pero por favor, que no haya guerra. No quiero perderlo a usted que es la última persona que me queda. Por favor, dígame que no”.

Cuando se acercó a contarme que ya había enviado las palomas por correo me sentí pésimo, pero mi postura seguía siendo la misma. La guerra iba y yo ya nada podía hacer. Ahora me carcome el arrepentimiento y lamento mucho no haber dicho “No. Lo mejor será declarar la rendición”. Pero la orden estaba dada y las tropas ya listas y andando.

“Escúchame bien. Prepara todas tus cosas de valor, porque cuando yo te diga vamos a movernos rápido y nos iremos a un lugar seguro. Te aseguro que no nos pasará nada. Yo soy una persona muy conocida y tengo mucho resguardo político y militar. Tú lo sabes. ¿Me entiendes?.”

Cómo fui capaz. Cómo mis ansias me cegaron tanto. “Le prometo que si no hay guerra nos iremos al lugar que usted quiera. A donde me diga yo voy, pero diga que no. Diga que no”. Su voz lloraba, aún la recuerdo. Su nariz estaba empapada en lágrimas y sus ojos rojos querían tocarme el corazón pero una barrera de oro y plata no los dejaban. Eso si me estremecía hasta lo más profundo. El oro y la plata. Ahora ya no tengo nada. Ni oro, ni plata, ni esos inocentes ojos que gritaban por misericordia. Sólo un lápiz, una hoja, un olor a sangre cada vez más espeso y un ángel que muere en mi cama con sus alas rotas.

Recuerdo tan claramente su muerte. Los enemigos llegaron astutamente. Casi dos horas de lo previsto y cuando los que fueron mis hombres estaban con sus guardias más bajas. Toda la gente del pueblo se escondía en sus casas y nadie salía. Las calles y sus esquinas tenían pequeñas trincheras improvisadas. Sólo unos cuantos soldados merodeaban entre el polvo de las veredas. Para ser exacto cinco soldados, que murieron inmediatamente después que él. El muchacho y yo nos preparábamos para salir. Él aún lloraba y me decía que sus ojos no se cansarían hasta que todo esto hubiese acabado. Para su suerte y mi tristeza, sus ojos ya están descansando y esta guerra todavía está empezando.
Nos alistábamos a salir cuando mis guardaespaldas (siempre les dije mis cuando también eran suyos), cuando “nuestros” guardaespaldas y yo sentimos que el piso vibraba y un sonido ronco y amenazador se acercaba. El muchacho por un instante dejó de llorar y abrió sus ojos tan grandes como pudo, esbozando una sonrisa. Todos en el pueblo lo habían adivinado menos él. Un tanque se acercaba y de seguro rodeado de soldados. Y los nuestros en ese instante eran sólo cinco. ¡Aún no me explico cómo, cómo fui capaz!. Todos se escondieron menos él, quien corrió a su habitación y en menos de cinco segundos traía consigo una blanca bandera zurcida por sus manos y una hermosa paloma celeste en una hoja blanca. Me miró a los ojos y en ese momento tocaron mi corazón. Pero nada pude hacer. Corrió hacia la puerta. Ni siquiera las fuertes manos de los guardaespaldas consiguieron cogerlo. Salió a la calle raudo, seguro y con un semblante que radiaba ímpetu. Pero de nada le sirvió. Apenas cruzó aquella puerta una bala se insertó en el centro de su estómago dejándolo estático, de pie y con los ojos perdidos en el cielo . El muchacho levantó su bandera flameándola tres veces en el aire mientras la sangre comenzaba a brotar de su cuerpo y tercamente levantó también aquel dibujo, como si tratara de liberar a la paloma. Un segundo disparo entró por su frente y salió por la nuca, botándolo bruscamente. En el suelo quedo tendido, agonizante, triste por haber fallado, sufriendo más que por el dolor del balazo por el dolor de ver como los pueblos son capaces de aniquilarse, de estrangularse con sus propias manos, sufría por cada uno de los que prontamente iba a morir y le dolía cada gota de sangre que se derramaría. Murió dando su vida por la paz. Por querer liberar un paloma llena de simbolismo, pero la que le costó la vida. ¡Y ahora me doy cuenta de esto! ¡Ahora entiendo sus palabras! ¡Cuanto egoísmo me carcomía! ¡Porqué no lo intenté! ¡Porqué no corrí tras él para salvarle la vida! ¡Porqué me quede pasmado viendo como la única esperanza de paz se desvanecía ante mis ojos! ¡Porqué no lo salve!...porqué....




Cuando dejé su cuerpo tendido en la cama quise llorar. Y lloré. De rabia, impotencia, de miedo, de orgullo, de pena, en fin, de todo sentimiento por el cual uno ha de llorar alguna vez. Todos mis sentimientos se fundieron en uno y frente a su cuerpo me dejé llevar por el llanto. Me dejó de importar esta guerra, el oro y la plata. No me preocupé más por las estrategias ni por los soldados. Ni por el pueblo, ni siquiera por mi. Sólo por él, pero era ya demasiado tarde y mis lágrimas no abrirían sus ojos.
Es por eso que me decidí por la paz. Al fin pude decir “no”. Pude cortar con todo esto que desaté. Aún cuando sé que mucha gente queda por sangrar y morir, yo quiero la paz. Y si es necesario salir afuera con nuestra bandera, saldré. Pero también sé que nada conseguiré, porque mis fuerzas no son las suficientes y mi único testimonio es éste: lo que pueda escribir mientras viva. Espero que mi forma de inmortalizar la paz por la que tanto luchó el muchacho sea suficiente. Porque ya nada más puedo hacer entre estas balas. Porque la sangre ya tiene centímetros en el suelo. Porque he de culminar de buena manera mi enfermiza vida. Porque soy el único que recuerda la última paz que hubo en el mundo.

Texto agregado el 21-06-2004, y leído por 245 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
09-07-2004 Muy chilo, bien lograda la transmisión del sentimiento. Gatoazul
21-06-2004 Me ha gustado, quizás queda por definir un poco más el papel que desempeña el narrador, pero está muy bien. un saludo. sergioremed
 
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