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EL CURIOSO

Soy un curioso, es más, muchos me consideran un cotilla, la verdad es que no sé el por qué. Siempre intento encontrar respuesta a todo y, a veces, he de reconocer que me puedo poner un poco pesado al preguntar cosas que, para mucha gente, pueden llegar a ser molestas e incluso estúpidas.
El otro día iba yo sentado en el metro, leía un artículo sobre ovnis, marcianos y cómo han influido en la historia de la humanidad. Era un artículo genial, respondía por si solo a casi todas las preguntas que se me ocurrían mientras lo leía. En la parada de Ibiza levanté la cabeza, como hago en todas las paradas, para ver quién entra y quién sale, por simple y sana curiosidad. Salieron dos señoronas de estas que van a jugar la partidita con las amigas y te miran mal e incluso te increpan por no cederlas el sitio, aunque vengas reventado de trabajar y te hayas levantado a las 6. En el vagón semivacío entró un solo hombre, alto, delgado, vestido con un viejo traje negro y corbata, de unos cuarenta y cinco, y medio calvo. El hombre llevaba únicamente una silla plegable. Parecía un hombre curioso así que decidí aparcar mi lectura y dedicarme a observarle. Deambuló lentamente por el vagón hasta llegar al final. Con más de la mitad de los asientos vacíos, el hombre, no sólo no utilizó ninguno sino que para mi sorpresa, abrió la silla plegable y se sentó en ella, cruzó las piernas y se puso a observar el vagón.
Nuestras miradas se cruzaron en varias ocasiones. El hombre tenía la cara pintada con una extraña sonrisa, de la que yo no era capaz de averiguar a qué se debía. Por dentro me mataba el gusanillo de levantarme y preguntarle por qué hacía eso, por qué sonreía, pero tenía, raro en mí, un pequeño sentimiento de vergüenza, que me impedía levantarme a preguntarle. Reuní todas mis fuerzas y cuando dejamos atrás Príncipe de Vergara, me levanté, fui lentamente hacia él. A cada paso mío él agrandaba su sonrisa, como si deseara mi intervención.
-Hombre, hola. –dijo él, justo antes de que yo abriera la boca, con una gran carcajada, como si le hubiera contado un chiste.
-¿Por qué llevas una silla plegable? –dije corriendo, antes de que se volviera a adelantar.
En el vagón había un silencio absoluto, todos los viajeros parecían estar ensimismados en sus cosas, pero en realidad estaban atentos a la curiosa escena que protagonizábamos el hombre de la silla y yo.
-¡Por fin¡ –dijo con los ojos radiantes de felicidad.
-¿Qué? –respondí con cara de lelo.
-En quince años nadie me había preguntado por qué llevaba la silla –dijo con tono aliviado, a cada momento parecía más feliz.
-Ya, pero no me ha respondido –le increpé.
El hombre se levantó, era un poco más alto que yo, y me dio un enorme abrazo, yo estaba de piedra, no era capaz de hacer ninguna de mis acostumbradas preguntas. Se abrieron las puertas en Núñez de Balboa y el hombre se bajó del tren. Cuando se cerraban las puertas, me dijo
-Gracias, la silla es tuya –.
Desde aquel día, leo mis artículos de vez en cuando, pero la mayoría de las veces, cuando voy en el metro, me limito a observar a la gente, expectante a ver, si alguno reúne el valor suficiente para preguntarme porque llevo una silla plegable en el metro.

Texto agregado el 21-06-2004, y leído por 135 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
25-06-2004 Un texto limpio. Hay principio, medio y fin. Bueno, muy bueno. Gracias por el texto. Máximo islero
24-06-2004 que bueno, me gustó, primero por que me sentí interpretada, soy terrible de curiosa y para mí es toda una aventura viajar en los transportes públicos. Se tejen historias increíbles, mi imaginación se acelera. La Silla plegable seguro que fue un premio. anemona
 
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