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Mucha gente intuye que otro Don Andrés vive debajo de este hombre solícito, empeñado en demostrar una ancianidad bastante más lejana de lo que su andar de dudosa renguera, pelo canoso en las sienes y gordura descuidada, dan a primera vista. Un Don Andrés listo como una valija que se deja preparada después del último viaje, un paquete de sal que se busca sin mirar el rincón donde se lo deja siempre. Ni siquiera el número de los bomberos está más disponible que el celular de Don Andrés, el remisero capaz de entender todas las urgencias de su clientela completa que, cosas de esta vida, únicamente sencilla para los distraídos, es más fiel aún a él de lo que cree esa gente que lo es la sonrisa neutra de aquella puntualidad profesional a su solicitud. Es que a los bomberos hay quienes prefieren elogiar con reservas a la hora de evaluar sus métodos poco cuidadosos de los bienes que, salvados del fuego, sucumben de urgencia y agua a presión. Con los ojos cerrados puede recomendarse a Don Andrés, quién a fuerza de llamados acuciantes la mayor parte de las veces, ha ido resignando la mención de su apellido para el que la brevedad de las comunicaciones urgentes no deja espacio. En este pueblo, como el chofer se encarga de decir con calma de suspiro corto, cuando algún pasajero se lo hace notar, nos conocemos todos muy bien. No hace falta nada más.
Nunca tan exacta esa referencia indirecta a la confianza rendida. Tan cierto como que trabajar todo el día en la calle vuelve a la gente más obediente al ritmo del tránsito, esa anarquía monocorde que el andar a la intemperie transforma en comprensible y que se termina justificando, sin pasión como es obvio, frente a la indignación de los del asiento de atrás, incapaces de no pensar el camino como tiempo perdido. Tal vez ya hubiera algo de este Don Andrés en aquel que trabajó treinta años de tornero en los talleres de la Siam, es difícil saberlo. De vez en cuando, si la distancia del trayecto lo permite, el hombre cuenta algo sobre su inquebrantable puntualidad, el cumplimiento permanente de soga tensa, aquella insistencia sobre la necesidad de no recibir reclamos que le permitió irse cuando quiso sin que nadie tuviera nada que decir. Claro que no se lo pudo acusar de abandono la noche en que el Tuerto Garmendia perdió dos dedos en la amoladora a dos metros suyo. El portero puso en el informe que Andrés Segovia pulsó la alarma a las 16:23 y eso fue indudable, nadie tuvo nada que decir, mucho menos la compañía de Seguros. El que paga, suele decir Don Andrés a la hora en que los pasajeros ya han vuelto a concentrarse en sus problemas, tiene derecho a exigir. Así son las cosas.
Las cosas. El auto café con leche al que prefiere no cambiar los amortiguadores tal vez para que cada vez se parezca más a su estatura agobiada, más bien lenta solo en apariencia ya que siempre está cinco minutos antes esperando en el domicilio del cliente, mirando fijo un punto allá adelante.
Las cosas. La actitud descolorida más que transparente, con la que dice y convence en algún lado del que niega aceptarlo con escepticismo, que por plata él no discute.
Las cosas limpias de opiniones. Si uno no sabe se calla la boca.
Las cosas. Cada uno tiene claro por qué hace lo que hace. Los que vivimos de la calle somos parte del paisaje, suele agregar Don Andrés mientras ceba mate a sus compañeros en la parada de la plaza. Parecido a cuando la pelota pega en el referí, ríe sin compañía.

La mujer llegó a la parada del brazo de un tipo trajeado que a Don Andrés le resultó cara conocida. Sin decir una palabra subió al remise mientras el joven –tal vez no llegaba a los treinta- le abría la puerta trasera derecha. Indicó una dirección al solícito conductor, le solicitó que la esperara y la dejara en otra parte. La estará esperando mi primo, subrayó, como si importara. En los cinco o seis minutos que duró el viaje, ella apenas si saludó. Tenía los ojos llorosos que resbalaban por el espejo del auto, y la boca pintada de rojo. Por la manera de acomodarse en el asiento, bien erguida, la cartera sobre el regazo, las manos apenas cruzadas, era una mujer de clase.
Bajó en el banco del Suroeste. Don Andrés le comentó que estacionaría en la transversal porque allí estaba prohibido. Ella apenas si asintió con un movimiento de su cabello renegrido, suelto. Antes de ingresar al local, se calzó unos muy elegantes anteojos oscuros.
Don Andrés aprovechó la espera para leer un rato la novela que le había regalado su mujer para Navidad: una trama de negocios turbios y trata de blancas en la Argentina del primer peronismo que culminaba el mismo día de los bombardeos a plaza de mayo. En los cuarenta y cinco minutos de plantón, dedujo que el mafioso principal huiría a Paraguay con el General, que su secuaz principal moriría por una bomba y que la chica, herida, lograría quedar al margen de tanta matufia. Fue entonces cuando la vio regresar, muy compuesta en su traje sastre de tono claro, sobre los zapatos de taco medio, sin apuro pero segura de si misma. Le abrió la puerta sobre la vereda y ella agradeció con un mohín. Cerró, puso en marcha el remise, fueron hasta el destino pre acordado. Era muy cerca de la ruta. El hombre que la recibió tenía barba, traje cruzado marrón, anteojos de marco metálico y un maletín. Hablaron algo retirándose de la mirada de Don Andrés, ella sacó un sobre de la cartera, se lo dio al primo junto con un beso en la mejilla. Después fue hacia la Terminal de colectivos, no muy lejos. El señor subió al vehículo, lo hizo regresar al punto de partida.
Llegaron a la agencia para ver al cliente del principio, que subió adelante y le pidió los llevara hasta el hipermercado de las afueras. Bajaron, los vio alejarse hasta un Polo gris metalizado donde subieron para tomar la ruta e irse. Al otro día vio la foto de la mujer en el diario: habían secuestrado a su marido, gerente de una empresa exportadora, y mientras uno de los delincuentes lo vigilaba la habían enviado a retirar toda la plata de la cuenta donde habían depositado la cantidad para comprar una casa a estrenar en el Country Abril, que estos falsos abogado y escribano le vendían con suma discreción por razones de seguridad. El marido de la mujer tenía apellido extranjero y estaba bien no lo habían maltratado.
Cuando la policía lo interrogó, al saber de su intervención, Don Andrés relató cada paso con detalles. El oficial, viejo conocido de mateadas nocturnas en la parada, comentó que eran tipos jodidos. Sin embargo, cuando bajaron en el hipermercado, me pagaron todo, sostuvo Don Andrés. ¿Les cobraste? Se asombró el uniformado. Por supuesto, sonrió el remisero. Abrieron el maletín, sacaron un billetes grande, me dijeron que me guardara el cambio y se fueron a las risas. Un viajecito es un viajecito y yo vivo de esto.

Texto agregado el 19-02-2010, y leído por 118 visitantes. (1 voto)


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