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– ¡Jeffrey!, cantó dulcemente la señora Remmy, –¡Jeffrey, cielo!

La señora Remmy había perdido de vista a su pequeño Jefferson. El sol le deslumbraba sobremanera, aún colocando el dorso de su guante blanco sobre las cejas. Podría haberse puesto de pie y otear como haría cualquier madre ordinaria pero ella no quería aventurarse fuera del cono de sombra que proyectaba su parasol. Esta dignidad, que ahora ostentaba con total naturalidad, había sido recientemente adquirida.

Hacía seis años, la señora Remmy se llamaba simplemente Margaret y solía cocer patatas todos los días. Pero su marido, Alfred, se topó con una repentina fortuna vendiendo máquinas de vapor. Cuando éste le regaló la primera estola de marta siberiana, Margaret supo que se había encontrado a sí misma y puso a Dios por testigo de que nunca más volvería a broncearse. Y hasta ahora lo había conseguido, hecho del cual se sentía especialmente orgullosa; ésta es la razón por la que ahora se hacía llamar señora Remmy.

– ¡Bernardette!
– Sí, dígame señora Remmy.
– Busca a Jeffrey y tráelo.

La criada irlandesa se levantó las enaguas y trotó por la campiña, campiña inglesa, hasta desaparecer del campo de visión de la señora Remmy. Apareció de nuevo arrastrando a un niño peinado hacía atrás con tanta agua que se insinuaba su rosado cuero cabelludo. Más descriptivos del carácter del pequeño eran los calcetines pulcramente estirados hasta las rodillas.

– ¡Mamá!, ¡un niño ha sido malo conmigo!
– Cielito... ¿Por qué dices eso?
– ¡No me deja jugar!
– ¿No te deja?
– ¡No me deja!
– ¡¿Pero por qué no te deja?!
– Porque... – Jeffrey optó por evadir la respuesta llorando.
– Bernardette, ¿qué ha pasado?
– El niño estaba dando patadas a una lata.
– ¡Oh, Dios mío! – se espantó de manera arbitraria la señora Remmy. – ¿Y qué pasó con la lata?
– Verá, señora Remmy. Por lo que he podido ver, cada vez que Jeffrey hacía avanzar la lata hasta cierto punto, otro niño se empeñaba en dar patadas a la misma lata en sentido contrario frustrando así sus objetivos.
– Oh, oh... ¡pobre Jeffrey!, ¡no le dejan correr con su lata tanto como él quisiera! Es eso, ¿verdad, cariño?
– Sí...
– Bernardette, ¿quién es ese niño tan, tan pero tan malo?
– Norbert, el hijo de los Collins.

La señora Remmy se congestionó de rabia. ¡El mocoso de los Norbert! Esos arribistas, esos nuevos ricos, esos paletos escoceses que pretendían hacerse pasar por anfitriones de postín, de tal palo tal astilla. ¡Qué niño tan gordo y maleducado! Cómo se atrevía a interrumpir la perfecta crianza de su exquisito vástago. Los perros deberían atarse a un palo.

Tras unos segundos de análisis, la señora Remmy tomó una decisión estratégica al respecto.

– ¡Jeffrey!, ve ahora mismo a dónde hayas dejado la lata y espera a que Bernardette te diga lo que debes hacer.

El niño, cabizbajo, obedeció. Bernardette aguardó las instrucciones de la señora Remmy con las manos entrelazadas sobre el delantal y cierta ansiedad.

– Bernardette, lo primero que harás es darle una bofetada a Jeffry. Ni muy enérgica ni demasiado blanda. Que sea pedagógica.
– Pero si no ha hecho nada malo, señora.
– Por eso mismo. Llegará a ser tan pusilánime como su padre. No puedo consentir que los otros niños se burlen de él. Hay que forjar el hierro cuando todavía está candente.
– Señora, con todo respeto, ¿por qué no le suministra usted las bofetadas convenientes?
– ¡Porque soy su madre!
– Es cierto, señora... –Bernardette suspiró e imaginó una barra de hierro enfundada en calcetines blancos con ribetes.
– Pero antes, buscarás a Gordon. Ahora debería estar en las cuadras, cepillando a Cumbres Doradas. Quiero que cada vez que ese Norbert trate de frustrar a mi pequeño, se interponga ante el monstruo gordo y granudo de los Colins. ¡Y que le derribe si es necesario!
– Entiendo. ¿Administro el bofetón antes o después de que Jeffrey empiece a dar patadas a la lata?
– Empiece con un bofetón firme pero controlado. Después aplique un pequeño correctivo cada vez que pierda el control de la lata. Así asimilará las consecuencias del fracaso.

Bernardette, de nuevo, trotó hasta perderse en la campiña. Al cabo de una hora, volvió apresurada y tuvo que agacharse para recuperar el aliento. La señora Remmy, alarmada por las prisas, dejó su abanico en la mesita de jardín para optimizar su atención.

– ¿Qué ocurre, Bernardette?
– Marlow, el jardinero de los Collins, se ha unido a la competición y está contrarrestando la presión de Gordon, nuestro palafrenero.
– ¿Es un hombre fuerte?
– No, señora. Pero es muy rápido y agresivo.
– ¿¡Y por qué se dedica a las flores!? – la señora Remmy, furiosa, se abanicó como un colibrí.
– Señora Remmy, – dijo cautelosa Bernardette, – si me permite, el pequeño Jeffrey corre bien por los laterales pero siempre se bloquea cada vez que llega a unos pequeños álamos.
– ¿Y qué?
– Verá, señora, ahora entiendo que el objetivo de Jeffrey es hacer pasar la lata entre los troncos de esos álamos. Pero cada vez que se acerca a su objetivo, a pesar de que Gordon bloquea el paso del hijo de los Colins, Marlow, el jardinero, corre al centro, roba la lata a Jeffrey y la arroja a los pies de Norbert.
– ¿Has administrado correctamente las bofetadas?
– Al principio sí, señora, pero créame, ya ha dejado de ser necesario. Su hijo parece realmente decidido salirse con la suya. Se diría que está poseído.
– ¡Mi pequeño!, ¿se da cuenta del valor de la disciplina? Siento orgullo.
– Sí, pero va perdiendo.
– ¿Qué quiere decir?
– Verá, señora, a las espaldas de su hijo hay un par de piedras y la pareja contraria debe hacer lo propio, ya puede imaginarlo: hacer pasar la lata entre las piedras. Ya lo han conseguido dos veces. Gordon tiene resistencia pero es más lento que Marlow.
– Entiendo, entiendo...

La señora Remmy se abanicó a la altura de las sienes para ventilar la sobrecarga de sus pensamientos.

– Bernardette, observo que eres una mujer corpulenta.
– Ehm... Sí, señora, eso parece.
– Te interpondrás entre esas dos piedras y no permitirás bajo ningún concepto el paso de la lata a través de ellas.
– ¡Pero señora!, ¡puede golpearme en la cara!
– ¡Pues cúbrete con las manos! ¡Y otra cosa!
– Sí...
– De camino dile a Fred que avise a todo el personal del servicio, a la señorita Claire, al señor Dalington y a Simon. Quiero que estén presentes cuando mi pequeño gane ese estúpido juego de la lata. Dígales que tengo que hablarles de algo importante.
– ¡Pero, señora!, ¿Y cuando lleguen y usted no esté?
– ¡Es cierto! ¡Ire!, ¡por supuesto que me personificaré! ¡Es más!, ¡dígales que vayan con sus hijos! Según tengo entendido, el varón de los Dalington es un excelente atleta. Quiero que ese crío largilucho empuje la lata hacia los álamos. Y dígales que estoy dispuesta a desembolsar una generosa cantidad si sus hijos juegan con Jeffrey.
– ¡Pero, señora!, ¿va a desperdiciar su dinero por el capricho de un niño?
– ¡Usted no lo entiende!
– ¿Y si los Collins pagan también por los hijos de su personal de servicio?
– ¡Veremos quién tiene una fortuna genuina!
– ¿Pero cómo puede una fortuna ser genuina?
– ¡Usted no lo entiende!, ¡y haga el favor de seguir abofeteando a Jeffrey!

La señora Remmy alargó un brazo hasta el vaso de limonada para remover el hielo con la cucharita de plata. Al principio, suavemente, con el meñique desplegado y, gradualmente, más se podría decir que blandía una espada. Tras dar muchas vueltas, se levantó cucharilla en mano y ajustándose la pamela con la otra, avanzó decididamente clavando los escarpines en el césped.

La señora Remmy jamás había explorado esa zona del parque. Aunque le desagradó embarrarse el calzado, lo perentorio de la misión la empujó más de cien metros hasta superar la loma y vislumbrar el campo de batalla.

Una multitud inesperada se había congregado entre los olmos y las dos piedras. Una señora con un elegante sombrero de plumas retenía en su seno a Jefferson que se agitaba con furia para escapar del amoroso abrazo. El reverendo Williams, por su parte, encañonaba al corpulento Norbert con un ejemplar del Nuevo Testamento para impedirle el paso, lo cual no impedía que el pequeño lanzara expresiones donde su precoz entrepierna jugaba un papel esencial. Ambos niños habían recorrido en cuestión de minutos el camino de la civilización en sentido regresivo.

– ¡Bernardette!, ¡Bernardette!

Bernardette estaba tendida en el suelo, apoyada en una de las piedras que tenia como misión custodiar, recuperando la conciencia gracias a la generosa agitación de pañuelos.

– ¡Señora Remmy! – el pastor Williams gritaba manteniendo su posición desde el centro del campo de batalla.
– ¡Buenos días, Reverendo Williams!
– ¿Buenos días? ¡Toda esta gente debería estar hace media hora en el Oficio! ¿qué demonio se ha apoderado de su hijo?, ¿quién le ha enseñado a escupir y proferir palabras propias de...? – el pastor no completó la frase al percatarse de que entre la multitud se encontraba un grupo de obreros.
– ¿Se atreve usted a cuestionar su educación?
– Su hijo ha intentado darme una patada en... ¡en mitad de la sotana! No hay nada que cuestionar, ¡se lo aseguro yo y todos los que estamos apenados presenciando esta atrocidad!

La multitud rugía y animaba alborozada a uno de los dos niños, respaldados por sus respectivos educadores, criados y asistentes domésticos.

– ¡Oh!, ¡oh!, ¿de verdad mi pequeño ha sido capaz de hacer eso?
– ¡Dios Santo!, ¡Sí!

La señora Remmy enderezó un poco más su espalda e hinchó el pecho. La gente se apartó para dejarla pasar hasta el centro de la muchedumbre al encuentro con su hijo. La señora de sombrero de plumas le liberó de su seno y retrocedió unos pasos temerosos. La señora Remmy miró a su hijo severamente. El niño no apartó los ojos ni dejó de resoplar como un depredador. Una madre ni todas las madres severas del mundo eran suficientes para apaciguarle.

La señora Remmy se agachó, algo muy raro en ella, para abrazar a su hijo con tanta efusividad que el niño, inundado de emociones y desconcertado ante lo insólito de la situación, sólo acertó a gritar como si tuviera en la mano el corazón de un jaguar que acabara de cazar a cuchillo.

– ¿Es usted su madre? – se acercó a preguntar un hombre con el bigote muy bien arreglado.
– ¡Por supuesto!, respondió con evidente orgullo.
– Quiero que sepa que aposté por él cuando iba perdiendo. Adiviné enseguida que este hombrecito remontaría la situación – dicho esto, golpeó el hombro del iniciado.
– ¿Mi pequeño ha ganado?
– ¡Casi me provoca un infarto!, la cuarta vez que llegó a la meta faltaban sólo dos minutos para el toque de campanas de las doce. Qué bravura, qué coraje, qué... ¡hombría!
– ¡Oh, mi pequeño!, ¡oh!, ¿entonces ha ganado?
– Moralmente sí.
– Por supuesto. ¿Pero ha ganado a otros niveles?
– Técnicamente hablando ha logrado el empate. ¡Y las apuestas estaban cuatro a uno en su contra!

La señora Remmy se libró del contacto físico con su hijo como si fueran migas en la falda. El hombre de bigote pulcro mostró su extrañeza ante esa reacción por lo que la señora Remmy, resignada, acarició con el índice la mejilla congestionada del niño. Deseó los buenos días al caballero y acudió a buscar a Bernardette que ya se había incorporado con cierta precariedad.

– ¡Bernardette!, ¿es que no me ha obedecido?, ¿no ha comprado a los hijos del personal?
– Sí, señora, hemos sido diez en total y una servidora. Y tal como le dije, los Collins han hecho lo propio. Además se han sumado los simpatizantes de una u otra familia.
– Más tarde me tendrá que detallar quiénes formaban parte de cada bando. – Era todo tan confuso... y tan violento. ¡Dios, mío! Me he herido una rodilla, ¿sabe?
– ¿Por qué no han ganado?
– Señora, le aseguro que hemos hecho todo cuánto hemos podido. Hemos presionado cerca de los álamos sin perder de vista las piedras. Durante unos momentos de gracia hemos llevado el control de la lata pero una lesión imprevista del hijo de los Dalington ha desequilibrado las fuerzas y ya habíamos agotado las posibilidades de sustituirle. Así que hemos resistido el empuje de los Colins concentrando la defensa y cuando el desánimo se adueñana de nosotros y parecía que nada más podíamos hacer, su pequeño, el pequeño Jeffrey, como si la mano de Dios interviniera, ha recibido una lata alta con el pecho, la ha elevado de nuevo con un pie para centrarla cerca de los álamos y de un cabezazo la ha hecho pasar cerca del álamo izquierdo. El chófer de los Colins se tiró a su encuentro como un perro rabioso pero sólo mordió la tierra. La lata parecía tener voluntad propia, quería entrar. Su hijo es un héroe, la suerte le quiere.
– No he entendido nada. Sólo sé que la única suerte que es la voluntad de ganar.
– A veces eso no es suficiente, señora.
– Entonces falta preparación, es evidente.
– ¡Nadie había hecho esto antes!
– ¡No me ponga excusas tan pueriles! Cuando recupere el aliento, asegúrese de abofetear a Jeffrey.
– ¡Pero señora!
– Al próximo encuentro vendrán los socios de Atlanta de mi marido y la gaceta local. Lo único que se recordará será el marcador. Y retire las donaciones a la iglesia de Saint James. Encárgate de todo. Estoy agotada, me marcho a casa.

Texto agregado el 07-03-2010, y leído por 107 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
28-01-2013 Un cuento digno de leer con varios ingredientes agredidos. Me gustó grandemente y lo felicito. elpinero
27-01-2013 Simplemente Genial NeweN
07-03-2010 Excelente!! De lo mejor, gracioso y con un claro mensaje de todas las miserias que despierta el hermosodeporte del fútbol..saludos desde Arg. LeonXI
 
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