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Se comió un pan y se durmió. Cuando estaba soñando con Alfonso, sintió la punzada de la gastritis. El dolor era espantoso, pero frente al lumbral de lo consciente con lo inconsciente, prefería quedarse con Alfonso que salir de aquel sueño solo por una Ranitidina que la aliviaría en un dos por tres. Se regresó y siguió observando cómo se desvestía el hombre de sus sueños.

Alfonso se quitó la camisa muy lentamente. Esa espalda musculosa sintió el rocío de la noche. Aurora solo miraba mientras se sobaba la boca del estómago. El joven guapo y fornido pronto mostró las gotas de sudor que le habían quedado después de la dura jornada y que adornaban aquella piel bronceada y esos brazos venosos. Se inclinó sobre la cubeta de agua y se lavó la cara. El cabello negro azabache se le mojó un poco. Estaba hecho un Adonis con aquellas hebras goteándole sobre la figura masculina de su cara.

Aurora no perdía ni un movimiento. La vista recorría cada músculo de aquel abdomen bien formado, de aquellos glúteos escondidos tras el pantalón que los dibujaba de forma exquisita. Pero el pan que se había comido, la muchacha, estaba pidiendo compañía. De repente, la mente se le alejaba de su hombre y le presentaba platos de comida, pero Aurora tenía prioridades. Con un gran esfuerzo, volvió a concentrarse en el cuerpo deseado.

Alfonso se desbrochó el pantalón. ¡Oh, angustia! ¡Era hora de ver lo prohibido! Entre el deseo de ver y el pudor exagerado con que ha sido educada, la joven venció sus complejos y se fijó en la cremallera que bajaba con lentitud. Las manos de Alfonso eran las míticas manos fuertes, toscas pero viriles, dignas de acariciar a una doncella, así como de protegerla.

El pantalón bajó un poco u Aurora se dio cuenta de su cobardía: lo estaba soñando con calzoncillos de manga larga. “Ante todo la dignidad”, pensó. Aunque en ese momento le hubiera gustado tener una hamburguesa con doble queso entre sus manos, no se atrevió a interrumpir el ritual de Alfonso con sus glotonerías. El joven se quitó por completo los pantalones y quedó como guerrero romano. Los calzoncillos le tallaban muy bien. Alfonso se secó el sudor de sus músculos con una pequeña toallita que tenía gravado un nombre. Sí, la soñadora muchacha leyó: “Aurora”. Eso es lo que estaba escrito. El Adonis terminó de secarse y observó con amor el nombre bordado. Lo besó y dirigió su mirada al rincón de la jovencita. Ella estaba más asustada que nunca.

Lo vio venir. Él dio dos pasos hacia ella y ella dio otros dos hacia atrás. Poco a poco, retrocedieron unos pasos más, hasta que la muralla tan esperada llegó. Aurora topó contra la pared. Esta vez, el estómago se le contrajo y quiso vomitar. Pero esa parte no era soñada, en realidad quería vomitar. “Me hubiera tomado la pastilla”, pensó la joven, “hubiera podido seguir soñando con más tranquilidad”. Pero su Adonis ya estaba acariciándole su cara. Ella cerró los ojos y sintió la mano fuerte, los brazos seguros y el aliento cálido del hombre, su hombre.

El beso venía en camino. La sangre, el ambiente, la luz tenue, todo estaba preparado, pero Aurora vomitó. Se despertó llorando de dolor, pero dolor en el corazón. Corrió hacia el baño a terminar de vomitar y luego se tomó la pastilla. El dolor cedió. Se acostó y se dio cuenta de que ya no tenía hambre. Ahora sí, voy a soñar tranquila. Se durmió y no encontró a Alfonso, lo buscó con tanto ahínco que hasta se despertó en dos ocasiones. Alfonso no apareció de nuevo.

Texto agregado el 23-06-2004, y leído por 194 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-08-2004 es un muy buen cuento, solo le arreglaria algunas partes que se notan lentas, pero mis 5* y continua asi, besos lorenap
 
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