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El Hombre y el Árbol.

Lo encerraron, creyeron que él era el asesino y lo enterraron en aquel calabozo. Entonces Andrés veía las paredes húmedas, donde un tierno musgo allí crecía, ya sus ojos acostumbrados a las sombras se habían vuelto más vivaces, solamente había una ventana, diminuta por donde los rayos dorados del día llegaban a su fría morada. No soy un asesino, se dijo acurrucado en un rincón. Solamente estaba él en el mundo, era un huérfano y dentro de los huérfanos olvidado. “Estoy muerto porque ya nadie me recuerda”, se dijo aquella mañana cálida.
Afuera se oían los quejidos de otros prisioneros, gritos de hombres enloquecidos por estar tanto tiempo bajo las sombras del olvido.
Aquella mañana tranquila aconteció que un gorrión se posó en la entrada de la ventana, Andrés elevó los ojos y vislumbró tan bella imagen, y por primera vez en más de cincuenta y cuatro meses de enclaustramiento derramó diáfanas lágrimas, allí estaba el gorrión, coronado por el dorado del día, con su porte imperial, era (para él) la imagen más sorprendente del mundo, ya que simbolizaba la libertad. Al verlo mejor, Andrés pudo notar que el gorrión traía en el pico una semilla, diminuta. El ave entró a la habitación de piedra y revoloteó libre dentro de aquel reducido espacio, y Andrés trató de sujetar al gorrión pero este del espanto dejó caer la semilla y salió presuroso de aquel calabozo, entonces el ave se perdió en las alturas, primero como algo diminuto, luego como un punto en el horizonte hasta que pareció fundirse con el azul del cielo.
Andrés se volvió a acurrucar, derramando lágrimas, pues eran incontenibles.
A la mañana siguiente, la pequeña compuerta de la puerta se abrió, era como una trampilla por donde pasaban los alimentos y el agua.
Comió apresurado al pan duro y debió la mitad del vaso de agua, probó las lentejas y los huevos fritos, deleitándose de ellos.
La tarde llegó y con ella la luz lentamente se fue.
Así transcurrieron dos semanas, después esas semanas se volvieron en un mes.
Al despertar fijó su mirada en algo que antes no estaba allí, era una hoja, verde y hermosa bañada por unas pequeñas gotas de agua. Abrió más los ojos, y dio un grito al cielo, sin saberlo estaba sorprendido, observó mejor la hoja, la visualizó desde todos los ángulo y recordó la semilla que el gorrión traía en el pico y que dejó caer.
La compuerta se abrió y le dejaron entrar los alimentos.
Comió mientras veía aquella hoja, al poco rato la hoja era acariciada tiernamente por los rayos del sol.
Aquella hoja se tornó en su obsesión, una forma de escape del horror del encarcelamiento.
Los meses transcurrieron y la hoja se tornó en dos, luego tres, después en ocho y creció lentamente. Andrés le brindaba todos los cuidados, regaba un poco de pan para que se descompusiera y fuera absorbido por la planta, le daba a beber de su agua, la limpiaba, recogía piedritas a su alrededor, formando una muralla pequeña, asustaba a las ratas, evitando que se acercaran.
Cuatro años después ya era un árbol, ni muy grande ni muy pequeño. Si alguien se hubiera asomado habría quedado maravillado, ¡Algo en aquel infierno parecía crecer, algo hermoso!, sus ojos abrían visto aquel árbol frondoso, de tallo recto, de aspecto sano, de hojas que susurraban sin ayuda del viento.
Diez años después el árbol era tan grande que chocaba con el techo, entonces sus ramas de doblegaron y crecieron a los lados. Andrés dormitaba bajo su sombra, era una sombra tranquilizante, junto al árbol sentía como si su cuerpo se expandiera y su alma saliera a través de las paredes, y una extraña felicidad hasta entonces ajena se apoderó completamente de él.
El árbol era un manzano, que manzano, daba hermosas frutas rojas, jugosas.
Andrés regaba agua, orines y sus heces para alimentar al árbol, también algunos alimentos que dejaba pudrir para que fueran asimilados.
Comía manzanas cuando quería, ¡que sabor tenían las manzanas! ¡Sabían a libertad!, y con cada mordida los recuerdos arremetían ante él, nítidos y palpables, podía tocar la textura de una antigua novia, saber la forma de su cuerpo, saber el olor del viento de Sevilla, el olor de las mujeres de Madrid, los perfumes de Paris, olía las cataratas del Niágara, olía a su madre cuando le daba pecho, oh, dulces frutos del alma y del cuerpo. En una ocasión se quedó dormido dentro del recuerdo y despertó creyendo que estaba en las montañas de los Andes, o en la Ciudad de Guadalajara, junto a su antigua novia. “¿Dónde estás amada mía?”, decía mientras el sabor de la manzana se propagaba por todo su cuerpo, no había célula exenta de aquella emoción.
Veinte años después, Andrés era ya un hombre maduro, ya podía sentir el peso del tiempo. Pero saludable, él era el único vivo de su generación y dentro de la cárcel comenzó a ganar fama. “El viejo de la 93, ¡Aún vivo!” decían los guardias en forma de broma. Y así fueron sucediendo las cosas, el viejo de la 93 era recordado solamente en raras ocasiones, nadie lo molestaba.
Todo parecía seguir igual, todos los recuerdos.
Aconteció que en la punta del manzano apareció una manzana dorada. Hermosa, brillaba como oro puro, más ante el azote delicado de los rayos del sol y la luna.
La mañana en que la manzana fue observada por Andrés, éste se sintió intrigado.
No subió porque tenía manzanas rojas al alcance de su mano. Después de una semana soñó que daba una mordida a la manzana dorada y desde entonces el pensamiento de comerla era incesante, constante y punzante.
Decidió trepar por el grueso tallo del árbol, apoyando las manos y los pies en las fuertes ramas. Sujetó la manzana y descendió, lenta y cuidadosamente.
La observó, de todos los lados posibles, la saboreo antes siquiera su boca rozara la piel dorada de la manzana, la acarició con las manos y las mejillas.
Dio la mordida.
Primero sintió que algo se propagaba en su ser, era una “sensación líquida” que recorría todas las hebras de su cuerpo.
Delante apareció una mujer con un vestido blanco y un velo que evitaba verle bien el rostro, detrás del velo se podía distinguir una sonrisa. Andrés se acercó a ella y le retiró el velo, era su amada:
– ¡Karina! –gritó él dando un alarido de alegría.
– ¡Hola!, ¡Mírate! –Dijo sonriendo de nuevo – ¿Cuánto tiempo ha pasado ya?
Él guardó un momento de silencio, después con voz ahogada dijo:
–Treinta años.
– ¡Treinta años!, mira cómo pasa el tiempo –se acercó al árbol y lo acarició, el árbol se hinchó como si se llenara de liquido, al retirar ella su mano el árbol recuperó su forma normal.
– ¿Qué ha ocurrido contigo? – Preguntó él.
Ella bajo la mirada y un dejo de tristeza se dejó ver.
–He muerto, hace dos meses…
Andrés retrocedió, ya que ninguna de sus visiones había sido como aquella.
–M... Muerto.
–Esperé por ti, no sabía por dónde buscarte, vine desde México a España, pero nadie me dio razón de ti…
–Muerto.
–Después me trasladé a la ciudad de Guadalajara, allá donde nos conocimos… Pero ahora he venido por ti.
–Por mí.
–Sí, si así lo deseas… irte conmigo, ya no verías estas paredes.
Él se quedó pensando, y las lágrimas surcaban su rostro.
– ¿Qué debo hacer para ir contigo? –dijo al final.
–Abrazarme –concluyó ella con una sonrisa.
Andrés se acercó y la abrazó, de repente sintió como algo dentro se liberaba como si un sol naciera de él…

El viejo de la 93 no contesta –dijo una voz. Llamaron entonces al jefe de sección.
– ¡Que no quiere recibir comida!, ¡Maldito viejo!
– ¿Qué haremos? –dijo otra voz.
–Que abran la puerta. –dijo la voz del Jefe de sección.
Suenan llaves, después la puerta se abre trabajosamente. Entran tres hombres para ver que ocurre con el viejo de la 93…
– ¡Por Dios! –Dicen todos al unísono.
El manzano abraza con sus ramas al viejo, lo sostiene como una madre a su bebé. Y el viejo con los ojos abiertos mirando hacia el techo agrietado y con una sonrisa en el rostro, Andrés está muerto.

Texto agregado el 04-04-2010, y leído por 213 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
04-04-2010 Te cuento, Eva que está a mi lado, dice que le encantó. azucenami
04-04-2010 Me gustó. Cuánta fantasía. gracias por compartir. azucenami
04-04-2010 Me gusto a pesar de fantacioso no pude dejar de leerlo Rocxy
 
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