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Una, dos, tres cuadras arriba y dos a la derecha. Una, dos, tres cuadras arriba y dos a la derecha. Una, dos, tres cuadras arriba y dos a la derecha. Una, dos, tres cuadras arriba y dos a la derecha. Una, dos, tres cuadras arriba y dos a la derecha.

La casa destartalada, a la que ya se le estaba cayendo la pintura, se erguía (aunque no por mucho) por encima del resto de las casas más jodidas. No es que la casa fuera grande, sino que las demás eran muy chicas. Hace cinco años que no visitaba esa casa, y no había cambiado mucho. Las ventanas polvorientas del segundo piso tenían el mismo marco bronce de antes, solo que ahora contaban con más inmundicia que antes. La puerta de madera vieja ya estaba medio vieja y carcomida por las termitas. El camino de piedras era más lodo que piedras, y por los rosales había charcos en donde se podían ver larvas revolcándose en el agua sucia.

Toqué la puerta cinco veces, como me había dicho ella y la casa me dijo: Pase. Ni tardo ni perezoso abrí la puerta, de la que se desprendió un gran pedazo de madera podrida llena de termitas, tan alto y grueso que tendría que saltar para poder entrar. Me sujeté del umbral para realizar mi proeza, pero en cuanto encontré un lugar firme donde sujetarme sopló un viento salvaje que me levantó por los aires. Por suerte estaba sujeto del umbral de la puerta, o el viento me habría mandado volando a la colonia Pato; que casualmente era el lugar a donde siempre me arrojaba el viento cuando soplaba.

Entré a la casa, con ayuda tanto del viento como de mi fuerza de voluntad y descubrí que ahora estaba más iluminada que antes, a pesar de que la presencia del polvo en la casa era sofocante.

La casa tenía todas las características de ser habitada por Basca:

En la mesa del comedor había dos grandes charolas de manteca pura de cerdo en donde ella posaba los codos al momento de comer, pues se le calentaban de manera impresionante al intentar digerir todo lo que tragaba.

Las moscas pululaban en la cocina y solo había vasos y platos desechables. El refrigerador estaba desconectado y lleno de comida podrida, pues eso era lo que le gustaba a mi “amiga”. El olor de la comida era nauseabundo, pero Basca hacía años que había perdido el sentido del olfato. Por lo general cuando ella comía cosas horneadas o ahumadas, yo me retiraba con la primera excusa que me viniera a la cabeza. Lo malo es que no me puedo mover con mucha rapidez para irme antes de que llegue el olor.

La sala no era menos desagradable. Chancros grandes, malévolos y olorosos tenían su nido entre y sobre los colchones de los sofás. Largos cabellos de su antigua cabellera dorada estaban desparramados en el suelo, junto con sanguijuelas grandes y sedientas de sangre.

Desafortunadamente, para llegar a donde yo quería llegar, tuve que pasar por todos esos lugares: primero la sala, después cocina y finalmente comedor.

Los olores naturales de la casa ya me habían impregnado para cuando llegué a su cuarto. Al entrar fui recibido por un sonido de salpicaduras.

-¿Basca? –la llamé, sabiendo que estaba en el baño.

-Ya voy –me contestó.

Un minuto después saló muy campante del baño, completamente desnuda. Así era como le gustaba andar últimamente. Al obtener su nueva apariencia, solía intentar usar sus ropas viejas, hasta que cedió y lo superó. Ahora no había ropa que le quedara a su tipo de cuerpo.

Antes, Basca no se llamaba así, y tampoco se veía igual.

Yo nunca había visto un cambio tan radical. Me habían contado muchos de mis amigos de casos similares: políticos que acababan de ganar elecciones, personas que acabaran de perder a un ser querido, o incluso una pareja recién casada, o que acabara de tener descendencia. Solo rumores, pues nunca había tenido la fortuna (o el infortunio, en el caso de Basca) de ver algo con mis propios ojos.

Los filósofos dicen que todo lo que vemos son símbolos. Todo lo que vemos y percibimos. La apariencia de uno mismo, sobre todo. Es un reflejo de cómo se ve uno y cómo lo ven los demás. Con el tiempo, las apariencias y las perspectivas cambian, como todas las cosas, pero nada te cambia tanto como el poder, el amor o la enfermedad.

Antes, Basca era una mujer de 22 años, atractiva. Era menuda y delgada. De tez pálida y ojos marrones grandes y vivaces. Su cabello era rizado, sedoso y del color del trigo. Sus dientes eran rectos y perlados. Unas cuantas pecas adornaban sus mejillas. Sus curvas eran fatales para los hombres y envidiadas por las mujeres. Era extrovertida y del tipo de mujeres que gustaba usar ropa atrevida.

Después de haber adquirido sus conductas actuales, comenzó a cambiar. Su piel pálida se comenzó a tornar rosada y un tanto plástica. Sus ojos se fueron empequeñeciendo y se volvieron pequeños puntos negros. Perdió sus largas matas de cabello dorado y le salieron solamente pequeños pelos blancos en el cuero cabelludo y la barbilla. Sus orejas se alargaron y adquirieron una forma puntiaguda. Su nariz se aplastó y sus fosas nasales incrementaron de tamaño. Su cuello se ensanchó y le una papada comenzó a asomarse. Los labios se fundieron con la piel rosada y los dientes le crecieron a proporciones increíbles. Los brazos y las piernas se hicieron más pequeños o rechonchos. Su cuerpo adquirió poco a poco manchas de aspecto canceroso y la forma de una pelota sebosa. El busto desapareció y también lo hizo el atractivo. Hacia el final del cambio, le salió una pequeña protuberancia similar a una cola, parecida a un resorte.

Basca salió del baño limpiándose el vómito que le quedaba en la comisura de la boca con su hombro desnudo.

-Hay más luz en la casa –le dije después de saludarla.

-Te diste cuenta –me dijo Basca con una sonrisa. Sus dientes chuecos y negros me hicieron retroceder. Le devolví una sonrisa un tanto falsa.

-Sí, pero parece que ahora hay más polvo.

Basca negó con la cabeza y frunció el ceño.

-Siempre ha habido la misma cantidad de polvo en esta casa –me aseguró.

Nos quedamos un momento en silencio, sin saber muy bien qué hacer o qué decir. Me sentí como un gran estúpido. Nos sentamos en la sala (sin que se diera cuenta puse una bolsa de plástico bajo mis nalgas para no entrar en contacto directo con los chancros) y comenzamos a conversar. Sobre la vida, sobre el programa de Barney (ese mismo día hubo un programa muy interesante sobre una mujer cuyos hijos la maltrataban y no tenía dinero para comprarse una casa grande en donde quepa su corazón), el cual estaba dando casos muy polémicos últimamente y la última pelea a golpes entre Basca y Ka’Anna Anh, su gran amigo.

Pasamos un tiempo conversando, y todo el tiempo intenté evitar el tema de la bulimia y la comida compulsiva, los cuales eran considerados tabú en la casa de Basca. Sus padres también prohibían tocar esos temas para que su hija no se corrompiera. Para lo que sirvió…

En la casa de Basca habían sucedido cosas tan impactantes y tan sorprendentes que uno se debería de preguntar si no es el Destino el que hace que todo en el mundo tenga una armonía, de cierta manera. El balance universal es lo que previene que se caiga el cielo (aunque por supuesto todos saben que el cielo lo sostiene una gran serpiente atada a un pilar gigante), que las vacas den leche y no agua, y que el polvo se asiente en los muebles marranos de Basca.

Esa fue una de las cosas que cruzaron por mi cabeza de trapo, pero que nunca le revelé a Basca. Esos pensamientos eran míos, y nada más. Vaya, tal manera de pensar haría que mi cabeza creciera.

Justo cuando iba de camino a la salida, agarrando fuerzas para saltar el gran pedazo de madera que bloqueaba mi salida, con el rabillo del ojo vi unas motas de luz fulminantes. Pequeñas llamas etéreas de cálidas alusiones. Me detuve de golpe y giré la cabeza en dirección a esos puntos lejanos de luz en un rincón oscuro de la casa. Basca me alcanzó rápidamente y me preguntó qué me ocurría. La ignoré con gran denuedo y moví los labios sin pronunciar palabra alguna. El mundo se alejó dos y medio grados de su vértice y caí en mis posaderas.

-¡Levántate, haragán! –me gritó la terca gorrina. Levanté la mirada de cachorro retrasado y ella me ayudó a levantarme. Perdí el equilibrio nuevamente y la casa me dio una gran bofetada en mi mejilla derecha, tan fuerte que perdí la sensibilidad por cinco segundos. Era su manera de decirme que me mantuviera firme y desafiara mi naturaleza de muñeco de trapo.

Basca me alzó con sus fuertes brazos y yo me dejé cargar hasta la mesa, en donde me tiró sin recato alguno. Se sirvió una grande y jugosa chuleta de puerco con miel y canela (su preferida) que ya sabía yo que acabaría en el lugar donde la boñiga es bienvenida y el bolo recela, y me amonestó vigorosamente.

-No te acerques ahí –dijo Basca después de llenar su boca con un gran trozo de chuleta, la cual bajó con grandes sorbos de miel de maple. Mis intenciones debieron de haberse mostrado muy claras en mi rostro para delatarme de esa manera. Quise levantarme, pero ella me sostuvo con su mano pegajosa.

-¿Por qué no? –pregunté yo entusiasmado. Tenía ganas de jugar un poco antes de irme, y la mejor opción por el momento era molestar a Basca.

-Nadie nunca va a ese rincón de la casa –dijo Basca como si con eso bastara, mientras seguía comiendo su chuleta. Tenía la mitad de la cara manchada de jalea, que tomaba de un vaso alto de cristal. La manteca comenzaba a emitir humo y derretirse.

-¿Por qué no? –volví a preguntar yo, curioso y con ansias de enervar a mi “amiga”.

-El polvo no se ha asentado todavía –me contestó ella antes de terminarse su chuleta con tres grandes mordiscos. Comenzó a sudar amarillo y tomó lo que quedaba de la jalea para no ahogarse. La manteca ya se había derretido, así que quitó los codos de la mesa.

La miré confundido ante esta respuesta, y esta vez de manera genuina pregunté una vez más:

-¿Por qué no?

Me miró como si fuera un perro particularmente lento y con un tono condescendiente me respondió:

-Porque ahí todavía no está iluminado.

Recogió las charolas de manteca derretida y fue a rellenarlas, antes de servirse el plato fuerte: lechón horneado miel y canela. Mi visita había terminado.

Texto agregado el 06-04-2010, y leído por 89 visitantes. (1 voto)


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