En el invierno la tumba de Schrödinger se acorazaba por una avalancha de nieve de la que apenas escapaban unas cuantas plantitas al borde de la barda que delineaba el cementerio. Del sepulcro sobresalía una cruz delimitada por un metal moldeado con una campana que parecía proteger a un Cristo dorado.

A lo lejos los niños se desplazaban en trineos en la nieve que cubría los chalets de Alpbach, mientras la anciana Anny Bertel depositaba unas flores sobre el áspero hielo.

Había conocido a Erwin Schrödinger en calidad de secretaria muchos años antes de casarse con él. Recordaba del científico su frente despejada como arco del cual huían hacia atrás los cabellos.

Erwin mostraba los dientes discontinuos al sonreír, como asolados por un flujo de partículas elementales. Los aros de los lentes redondos cual planetas enmarcaban sus ojos guarecidos por unas ojeras bastas. Vestía un saco desgarbado sobre una camisa cerrada hasta el último botón, con un moño azul de motitas amarillas como átomos de Bohr.

Quizá inconscientemente Erwin había imitado la vestimenta austera de su viejo maestro Planck, cuyos lentes se disimulaban con las órbitas oculares de párpados caídos y el bigote cual cepillo sobre una boca irónica que complementaba la calva en avance rotundo hacia la nuca.

Schrödinger había realizado a mediados del siglo XX una postulación revolucionaria para la Física con implicaciones hasta religiosas.

Para esos momentos el mundo científico se debatía entre propuestas del calibre de la Teoría de la Relatividad de Einstein, la Idea del Cuerpo Negro y su radiación electromagnética de Kirchhoff; el Efecto Fotoeléctrico y su cauda de electrones expulsados de sus átomos de Phillipp Lenard; el Efecto Túnel de Gamow, según el cual las partículas Alfa horadaban montañas de electrostática rumbo a su unión mística con las fuerzas nucleares; el Principio de Incertidumbre de Heisenberg, que declaraba la imposibilidad de conocer con precisión las posiciones absolutas de las partículas; y las ideas de Planck y de Broglie.

Planck había resuelto el enigma de los Cuerpos Negros al declarar que no emitían radiación en flujos de riachuelo, sino en paquetes o Quantos con longitudes de onda determinadas. Y Broglie se había valido de las ideas de Einstein para sugerir que las partículas elementales podían comportarse como ondas.

Fue entonces cuando llegó Schrödinger y su Función de Onda resguardada bajo la letra Psi griega similar a un cáliz medieval. Decía de una vez y para siempre que los electrones no son concretos, sino evanescentes: energía sinuosa, mera forma o apariencia como el Maya hindú; lo cual conducía a creer que la separación individual de las mentes era una ilusión, y daba la terrible certeza de la correspondencia del Yo personal o Atman con la Omnipresencia de Brahma.

A Schrödinger no le bastó con unificar los postulados de Planck, Heisenberg y Broglie, sino que se dio el lujo de sugerir un experimento mental: un gato encerrado en una caja hermética con un frasco de veneno que estallaría al detonarse una partícula radiactiva en una hora.

El asunto era usar al bicho y a la partícula para simbolizar una función de onda con dos posibilidades simultáneas, vida y muerte imbricadas, que sólo se definirían cuando alguien abriera la caja y decidiera una de las dos vías de desarrollo de las partículas, dejando a la otra en el universo paralelo de lo meramente potencial.

Como si no fuera suficiente, para referirse a los organismos Schrödinger también utilizó el concepto de entropía en tanto energía de un sistema que no se puede convertir en trabajo, o desorden que pulula en el universo. Decía que el orden de las especies superiores se debía a la entropía dispersa similar a la peste y a un equilibrio genético resguardado en un tipo de cristales aperiódicos como código Morse, lo cual dio la pauta para que James Watson estudiara a los genes y descubriera más tarde la doble hélice del ADN.

Anny sabía que sólo conformaban una pantalla el misticismo y la demolición del concepto de materia de Erwin, así como sus declaraciones sobre la precariedad de la inteligencia humana, equivalente a la de una babosa para un ser superior, pues Schrödinger ya había sido acusado de ser un mero Mahavit, sumido en las miserias del mundo aunque supiera de su transitoriedad y engaño.

La prueba eran las hijas que había engendrado en su estancia en Irlanda bajo la égida del primer ministro Eaman De Velera; niñas a quienes estuvo a punto de dedicar su última obra, “Meine Weltensicht”, que exudaba metafísica por cada página.

Pero todo quedaba atrás, como el premio Nobel y las discusiones con Einstein; igual que su sobrevivencia a dos guerras y los efectos demoledores del bacilo de Koch con su cauda de expectoraciones y daños necróticos en el cuerpo de Erwin.

Anny había tenido que aceptar que su esposo ya no estaría junto a ella, y que ahora formaba parte de una realidad paralela como efluvio cuántico donde su conciencia ausente quizá al fin se integraba a la Conciencia Universal de la que tanto hablara en vida: Brahma, el Señor que sostiene el Universo con su sola mirada.