Caminaba por la calle, una mañana. Faltaban aún un par de horas para el medio día y el sol claro iluminaba felizmente todo a mi alrededor.
Pero yo me sentía mal. Culpable.
Él se había ido llorando, yo lo había echado a pesar de que estaba llorando. Eso no estaba bien. Pero... pero por otra parte... él no debió entrar así a mi habitación.
Qué mentira. Eso no me importaba. No me importaba que entrara así a mi habitación, solía hacerlo. No me importaba que me atrapara contra una pared, ni que me esperara fuera de mi casa, ni que me buscara en todas partes. Pero él había dicho... él había dicho que me necesitaba, y eso me molestó. Él no me necesitaba, eso era mentira, sólo una forma de hacerme sentir... no lo sé.
Es cierto, me dijo alguien a mi espalda. No tuve porqué voltear, sabía que era él. Es cierto, repitió, te necesito.
No me moví, no despegué la vista del suelo. Y repentinamente me abrazó por la espalda y besó levemente mi cuello, ahí, en la calle, bajo la luz del sol.

Me escondí en un galpón abandonado. Me escondí de la gente, me escondí del sol. Y él me siguió.
Me senté sobre un cajón, recuperando el aliento. A mi espalda había una vidriera rota, volteé a ver mi reflejo en la sucia superficie, y al verme lo único que reconocí fue mi rostro asustado, mi cuello desnudo, donde él me besó. Le di la espalda a mi reflejo, sin atreverme a mirarlo más.
Levanté apenas la vista, escondiendo mis ojos tras mi cabello. Él estaba ahí, junto a la puerta, esperando a que yo hiciera algo, pero yo no quería hacerlo. Así que lo hizo él.
Se acercó y se sentó junto a mí, pero le di la espalda.
Pequeño, por favor... Puso una mano sobre mi hombro.
¡¿Por favor qué?!
Por favor, no me rechaces así, no me alejes de ti. Yo sé que me quieres.
Te equivocas. Sentí cómo su mano se tensó sobre mi hombro.
No, yo sé que no me equivoco, yo sé que tú me quieres. Eso lo dijo medio seguro, medio queriendo convencerse. Yo no quería que se convenciera de algo que ya sabía, así que me solté y me puse de pie, enfrentándolo.
¡No tienes porqué tener siempre la razón, no tienes porqué saberlo! No te quiero, ¡no te quiero! Sólo me sigues, sólo me buscas, pero no haces en realidad nada. ¿Cómo puedes decir que me quieres si apenas me conoces? ¿Cómo puedes decir que me necesitas si no sabes nada de mí?
Lo había visto ser intimidante, lo había visto seguro, lo había visto llorando, varias veces triste, algunas veces rogando, otras, humillado, pero nunca, nunca lo había visto así: desesperado. Llorando desesperadamente.
¡¿Pero por qué no me crees?! ¡¿Qué debo hacer para que me creas, para que confíes en mí?! ¿Por qué debo perseguirte para repetirte algo que ya sabes? ¡¿Por qué te niegas a creer algo que sabes que es verdad?!
Silencio absoluto, o casi, si ignoraba sus sollozos...
Algo que ya sabía, claro que tenía razón, lo sabía muy bien, él no me engañaba, no fingía, por alguna razón que nunca comprendí, me quería de verdad. Por alguna razón que nunca comprendí yo también lo quería a él, pero no quería aceptarlo, me daba miedo. Quizás él me necesitaba, pero yo no quería aceptar que yo también lo necesitaba a él.
Por favor... me dijo entre sollozos, conmoviéndome. Por favor, repitió con la voz quebrada por el llanto. Yo nunca te haría daño, ¿porqué te alejas de mí?
Me miraba con esos ojos tan tristes... estaban rojos, por lo que resaltaba aún más su color esmeralda.
Me acerqué lentamente y casi sin tocarlo, sequé las lágrimas de su rostro. Luego casi sin tocarlo acaricié su cabello. También casi sin tocarlo lo besé junto a la boca.
No lo sé, le mentí a medias. No lo sé, repetí mientras me alejaba de él y salía del galpón, y lo miraba desde la puerta. Me sujeté de esas latas viejas y corroídas. Pero quizás, le dije sin necesidad de hablar demasiado fuerte, quizás si entras por la ventana, pueda saberlo.