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DE COMPRAS…

Se quedó mirándome fijamente, sus ojos eran tan oscuros que creí ver en ellos como un reflejo del Sahara. Sus labios carnosos esbozaban una media sonrisa o tal vez sólo la insinuaban. Vestía con elegancia o al menos no pasaba desapercibido entre la gente que deambulaba por el centro comercial.
Mi madre caminaba a mi lado ajena a todo. Apoyada en su bastón disfrutaba con lo que le enseñaban las vidrieras y algo me hablaba, que yo casi no escuchaba. Con seguridad se estaba refiriendo a algo que había visto y que querría comprar. Así como a la rápida, me dije que ella sufría del mal de las compradoras compulsivas, porque luego éramos las hijas las que nos beneficiábamos con sus adquisiciones apuradas y de tallas erradas.
El mundo del centro comercial se había detenido ante esa mirada de los ojos oscuros. Me di cuenta que sus ojos me recorrían de arriba abajo, deteniéndose levemente en mi pecho; sentí calor y me dije que al menos y a mi edad tenía un par de globos de grasa bien puestos y atractivos al tacto de un hombre ardiente.
Su mirada siguió bajando y me reí al pensar que nunca he tenido una cintura de avispa como otras mujeres. En realidad la mía no sé definirla, se esconde entre mi vientre y mi fuerte tórax de nadadora. Algo le atrajo en mis caderas dibujadas por la falda estrecha que llevaba y semi-oculta por un largo blusón que le hacía juego. Y volví a sonreír, jamás descubriría sí mi vientre era plano o bien redondeado por los sucesivos embarazos y por muchos años de no hacer abdominales.
El blusón despistaba y nuevamente sonreí. Sus ojos se detuvieron allí: claro, es cuestión de cálculos para encontrar el fin de las piernas o el comienzo del placer. Debe haber intentado imaginar cómo lo haría, cómo sabría o cuánto placer le podría producir; y su mirada se posó en mis rodillas redondeadas, fuertes y bonitas, bajando luego por mis pantorrillas cubiertas por la suavidad de las medias oscuras que llevaba.
Sus ojos se posaron en mis pies y levantó levemente las cejas, y yo reí ante su expresión. Lo sabía, tenían que haberle llamado la atención mis zapatos bajos, tipo mocasín y de color verde. No es lo esperable en una mujer como yo. Casi todas llevan tacones incómodos que martirizan piernas y pies, además de falsear la altura. Yo no soy muy grande, tampoco pequeña, más bien de estatura media-alta para el estándar del país y no me subo en tacos para ir de compras, sólo lo hago cuando tengo la certeza de que tendré dónde sentarme. Es algo que causa risa entre los míos; sí voy a un evento social en el que tendré que estar mucho tiempo de pie, llevo tacones bajos y se acabó!.
Mis pies son bonitos y esmaltadas las uñas, suaves y sin durezas. Los cuido, claro que sí. El extraño que me recorre estudiándome con la mirada, no puede imaginar lo que son unos pies suaves acariciando a los del amado, subiendo y bajando por sus piernas en una caricia doble o triple: pies, manos y boca a la vez. ¡Uy!
Cuando terminó su inspección detuvo nuevamente su mirada en mis manos, la izquierda en especial y buscó la señal típica de propiedad: esa alianza de oro que casi todas llevan… Yo la dejé de usar hace muchos años y la reemplacé por otra. Nadie se dio cuenta pese a que era aún más ancha y más gruesa que la original; gracias a ella concreté mi venganza casi infantil a los muchos devaneos amorosos de mi marido y a su colección de mentiras. Ahora que los años han pasado me da risa mi actitud, por lo tanto, ya no uso ni la una ni la otra. Por ello el desconocido observador de mi anatomía encontró en mi mano izquierda una esmeralda montada en oro y levantó la mirada como preguntándome su significado. Yo solté el brazo de mi madre por unos momentos y moví mi mano derecha, buscando en mi cartera algo que bien pudo ser un cigarrillo, entonces él vio que tampoco allí había alianza alguna y sonrió.
Mi madre volvió a comentar algo, yo levanté mi mano libre de su brazo y pasé mis dedos por mi pelo y acomodé ese mechón que se me viene a los ojos y que sujeto con laca para estar siempre bien peinada, pero que a la hora del amor…insiste en caer entre sus ojos y los míos.
Olvidándome del desconocido me quedé pensando que cada vez que me corto el pelo echo de menos el mechón que interfiere en los asaltos de ternura y prácticamente no me pregunté si habría aprobado el examen delante el desconocido. Mamá me hablaba y yo dije: Sí, madre! No tengo idea qué era lo que decía. Mis pensamientos se habían escapado nuevamente y estaban centrados en una carta que había recibido esa mañana, y cuyas palabras se paseaban por mi cuerpo, haciéndome sentir erectos los pezones y un doloroso, grato y placentero placer me invadía con una contracción que gritaba su nombre.
Allí, en pleno centro comercial y ante la mirada escrutadora de ese desconocido de aspecto árabe, al compás lento y pausado del andar de mi madre, yo sentía cómo el rubor se posesionaba de mi cara y muy suelta de cuerpo comenté:
- ¡Madre! ¿Se ha dado cuenta lo fuerte que está la calefacción aquí?
Entonces antes de que mi madre alcanzara a responderme, escuché una voz baja que me decía al pasar y casi al oído:
-¡Quisiera ser yo el causante de esos colores en tu rostro!



Texto agregado el 11-04-2010, y leído por 162 visitantes. (0 votos)


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