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Inicio / Cuenteros Locales / mibicivuela / el infinito brilla ahí en los ojos

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Basta con mirar el horizonte para estirarse un poco y alcanzar el infinito. El sol se había ocultado y él le daba entonces la espalda al mar. Volvía sobre sus propios pasos adentrándose lentamente en aquel sinfín de calles y gentíos, sin rumbo fijo, persiguiendo el resplandor difuso de la ciudad sumiéndose en tinieblas; hasta que el despertar inevitable del alumbrado público lo incitara a buscar, ahora sí, el camino hasta su casa. A cada instante una puerta aguarda el momento de hacerse puente –iba pensando- espera el paso que realice la metamorfosis y el milagro. Pero claro está que hay quienes no quieren cruzar el río, sino dejarse ir simplemente en la corriente. Es entonces cuando el puente vuelve a puerta, y luego tranca cerradura llave escondida en un ropero, y no queda más que acordonarse nuevamente los zapatos y seguir de largo así como si nada.
Tan ensimismado venía en sus cavilaciones que no se percató de haber pasado frente a su casa sino al detenerse para cruzar en la esquina siguiente. Dio media vuelta, y caminó ya buscando el llavero en su bolsillo. Es raro que todo sea un continuo volver sobre los pasos propios –la llave en la cerradura giró con la dificultad habitual- como un desdecirse pero diciendo, reafirmando, un ir y venir discontinuo pero constante –se descalzó, tiró las llaves sobre la mesa- una acumulación de huellas y de callos, un retomar el camino abandonado una y varias veces –fue hasta el baño perdiendo la ropa en el pasillo- andando en círculos y descubriendo que el paisaje es distinto a cada paso y es el mismo –entonces, bajo la ducha caliente, el resto del pensamiento se diluyó rápidamente-.



Se sentó, tragó saliva, y supo de inmediato que ya no podría atrapar la brújula al fondo del estanque. Y que su cuerpo desnudo y palpitante no renacería en la colina para abrazarlo en su vuelo cadencioso de caderas y cabellos radiantes como halos de cometas. Todo eso había quedado allá, intocable, en ese lugar vanagloriado e inaccesible en la vigilia. Sintió entonces el golpe: había despertado.
Después del desayuno el día se le presentó claro, vasto e impostergable como una hoja en blanco. No tenía planes, pero sí unas ganas tremendas de que algo sucediera, cualquier cosa; como mirar al cielo y descubrir una nube con forma de jirafa, seguir entonces la cadena de signos -como remontando el curso de algún río hasta la fuente- y llegar de pronto al medio de la selva, la luz filtrándose entre la maleza y la proximidad intimidante de serpientes, oír el aleteo desesperado de algún ave. Y entonces dejar de observar el cielo, y descubrir un gorrioncito escapando de las garras de algún gato en la vereda.
De nada sirve imaginarse mundos estando uno recluido en habitaciones más bien pequeñas y mal iluminadas. Dejó los platos en la pileta y salió al encuentro de lo inesperado. Más tarde lavaría.
Ninguna imagen pudo discernir en esas nubes que cubrían todo el cielo como un manto indiferenciado e irrompible. De todos modos, eso no lo desanimó en absoluto; no parecía que fuese a largarse a llover, y la temperatura era agradable para un buen paseo a través de la mañana.



Fue al doblar una esquina cualquiera; de cierta forma una esquina no es más que eso –pensará quizá después- un cruce fortuito de caminos, una coincidencia entre infinitas posibilidades; fue al doblar, que la vio desde atrás. Ella, cruzando de prisa entre autobuses y bocinas.
Entonces ya no le parecía tan cualquiera e indistinta esa esquina.
Cruzó a los tumbos, esquivando ruedas y blasfemias, buscando su cabeza en un montón de cabezas igualmente bamboleantes y apuradas. La encontró, ahí, junto a la puerta de una supuesta galería, una pasarela llena de vitrinas y señoras. Se apuró lo suficiente para alcanzarla en el momento justo en que entraba a un ascensor.
Primero fue ese perfume nauseabundo, luego la voz rechiflona que preguntaba ¿y usté a que piso va? y al final esa cara de sapo maquillada hasta el hartazgo, lo que lo convenció -decepción inevitable- de que se había confundido horrorosamente. Al último –pronunció bajito, mirando arriba de la puerta el numerito que no había-.
Por suerte la mujer se bajó casi enseguida. No así su olor, que lo acompañó hasta el piso diecisiete, el último, según dedujo al mirar el panel de botoncitos. Se abrió la puerta en un pasillo oscuro, dos puertas solamente, y unas ganas irresistibles de salir rajando. Así fue que encontró esa escalerita maltrecha que lo llevó a la azotea.

-Es inevitable confundirse cuando se aferra una imagen tenazmente ante los ojos –dijo una voz opaca y contundente como eco de caverna-. Detrás de la voz apareció entonces ese cuerpo desgarbado y barbudo, saturado de atuendos extravagantes y harapientos como un asceta citadino, –pensó- un indigente de azoteas.
-Disculpe –respondió- ¿Qué dijo?
-Hay quienes se obstinan en seguir alguna huella, y luego ya ni encuentran el camino de regreso. El tipo se arrastró hacia un recoveco, y se dejó caer en un silencio impenetrable.
Intentó decir dos o tres palabras más, entablar algún diálogo. Pero fue en vano. Ese hombre no parecía enterarse de nada, absorto como estaba, perdido, mirando desde el fondo de un abismo. Pensó por un momento en las gárgolas. Y se fue.



Hay una danza como vientos que empujan barcos y los hunden en un remolino de corrientes encontradas, fugando en todas direcciones como explosiones luminosas. Y ella la baila, bien sabe los pasos. Hay una persecución de invisibles puntos, que apunta sutilmente y atraviesa. Preciosos dardos de una poesía sin palabras. Estuvo un rato así, quieto, mirando vagamente la silueta transatlántica dirigiéndose hacia el puerto, flotando en un pensamiento difuso como murmullo inaudible, hasta que otra vez esa trenza de palabras-pensamiento arremetió en embestida. Ella. Allá, en algún sitio, porque siempre un lugar y una distancia; pero también un puente o varios a través de un temporal, un sendero a salvo, una esperanza, y un movimiento en perfecta armonía con el plan minucioso de una música desconocida. Se paró de pronto, y se fue cantando por la rambla.
Llegó a la escollera. Esa especie de puerta, y dos farolitas como bienvenida. Sintió como un bálsamo la tranquilidad de pescadores que esperaban la cinchada, el tironeo silencioso, cosa de vida o muerte. El lento deslizarse de un pesquero en la bahía. Un lugar agradable entre las rocas donde quedarse a disfrutar el atardecer que se acercaba. Se sentó -pescador sin caña, sin anzuelo- distendido. Esa tranquilidad del que conoce el mar, el que sabe que todo llega –pensó-.
El brillo vidrioso le llamó la atención. Llegó hasta ese espacio entre piedras y residuos, y agarró la botella vacía, quién sabe de qué celebración o simple borrachera tosca y llana. Tomó una hoja, una lapicera y escribió, vorazmente, un mamotreto de plegarias y sentencias, una carta improvisada, una declaración alucinada. La enrolló, ajustó el corcho, y la tiró bien lejos, lo más que pudo, como esos tipos hacían con la plomada. No volvió a mirarla. Después de todo estaba seguro que nunca llegaría a su destino.


Fue de noche. La luna escapaba entre las nubes y rebotaba contra el agua embravecida que vibraba en una red indescifrable de destellos, como chispas de cristal. Ella iba por la orilla, más atenta al suelo que al intermitente parpadeo de esas poquísimas estrellas que sobrevivieron a la claridad de la civilización. Desde chiquita consideraba a las orillas lugares de valiosos hallazgos, extraños relicarios de fantásticos resurgimientos.
Caminaba pensativa, casi distante. A veces escribía algo en la arena, a veces juntaba cosas que luego devolvía al mar y éste recibía con pequeños estallidos de sombras y fulgores. Extrañaba. Y además, estaba ansiosa. Dio un par de giros en el centro de la noche y sonrió. Desde niña le encantaba dar vueltas y más vueltas hasta perder el equilibrio.
Pasó junto a unos niños que intentaban prender una fogata con unas ramas secas y unas pocas hojas rayadas de un papel humedecido. Apenas humo, que se esparcía prontamente con el viento. Ellos parecían divertirse.
Siguió de largo. Se agachó a juntar una botella; el corcho que estaba a pocos pasos no lo agarró, no le pareció en absoluto interesante. Estuvo un rato observando la noche a través del vidrio verdoso. Se imaginó submarinos, una ventana diminuta, un ojo en el fondo del océano. Frenó antes de las rocas, se metió hasta las rodillas y la lanzó con fuerza, apuntándole a la luna que sonreía entre las nubes.
Se quedó un buen rato, ahí, mirando el horizonte.
Basta con estirarse un poco... -empezó a pensar mientras se iba lentamente hasta esa casa que no le era suya, donde dormiría por última vez, que ya empezaba a abandonar-. Al otro día regresaba a su ciudad.

Texto agregado el 14-04-2010, y leído por 190 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
18-04-2010 ....destino insobornable,inexpugnable destino.... te dejo mis saludos; realmente es un hermoso texto, redondito.....pero no de ricota. *****estrellas sobrevivientes montevideana
14-04-2010 Que hermoso!! Que realmente hermoso!! alex_delarge
14-04-2010 Muy buen texto, Bici. Ninguna esquina es igual a otra -por más que lo parezcan- pero muy pocas son capaces de entrelazar dos historias con un solo final feliz. La_Aguja
 
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