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Merardo

Ella yace tendida sobre una alfombra de helechos, bajo las raíces de un árbol. Nunca la descubrieron, pero aún así no se atreve a moverse. Teme la presencia de algún soldado rezagado. Finge estar muerta y así se mimetiza entre los cadáveres esparcidos sobre el claro.

Visto desde lo alto, el campamento es ahora una pintura ingenua, llena de fogatas mal trazadas, pequeños cuerpos desmembrados, y animalitos que lo miran todo con grandes ojos, guarecidos entre el ramaje de una selva de óleo. Ella no es más que una mancha pequeña y mal dispuesta sobre el conjunto. Así ha pasado el día. El cambio en las sombras y los olores que la rodean, le señalan el transcurso de las horas. Sangre que se enfría sobre la tierra húmeda, sangre que se calienta al sol y se descompone en medio de nubes fétidas que atraen a moscas y zamuros.

Cuando todo comenzó, estaba despierta. Por eso le dio tiempo de escuchar la emboscada. Se levantó con velocidad y tomó su fusil. Alertó a los otros y se dispuso a defender el territorio. Todo fue muy rápido. Los atacaron temprano, con los primeros rayos. Solo recuerda haber escapado hasta esconderse allí, en ese punto estratégico desde el cual veía el campamento, disparaba a discreción y evitaba ser descubierta. Había logrado varias veces su objetivo, pero eran muchos. Más tarde, veía al Teniente ordenando la retirada en un último grito, al tiempo que una bala lo atravesaba y le hacía desplomarse ante sus ojos.

Al fin decide levantarse, y entre la mancha borrosa de sus lágrimas, se da a la tarea de reconocer los rostros derrumbados. Cuerpos aquí y allá, camuflados en sus uniformes militares. Cuerpos sin vida, vestidos para la guerra. Desechos sólidos de la intolerancia, unificados en la consigna de la muerte. Cuenta a sus compañeros. Todos están ahí, nadie logró escapar. Quiere huir, pero sabe que debe salvar todo lo que pueda. Poco a poco va despojando de armas a los cadáveres, tomando pulsos que ya no palpitan, esperando hallar a alguien que comparta consigo ese ancho espacio abarcado en la palabra “sobreviviente”.

Voltea uno de los cuerpos. Es Merardo. Busca el latido de su corazón. Lo consigue. Apenas una débil patada que se aferra a sus arterias. Es Merardo, y está vivo. No, no puede ser él, pero lo es. Es Merardo en uniforme. Es el enemigo.

Su memoria le juega una mala pasada. Entonces deja de ser este Merardo soldado, y vuelve a ser aquel muchacho en bicicleta, halándole las trenzas y revolcándola en el charco que hacían juntos para jugar en los carnavales de su infancia. El mismo que le enseñó los secretos de la confidencialidad, que la ayudó a justificar sus rodillas peladas tras una caída. El mismo con quien selló más de una vez el pacto, cuando escondían los trozos de vajillas rotas a punta de pelotazos en su casa o la de él. Ya sabes, Luisita ¡trato es trato, y el que lo rompa es un pato! Eran inseparables. Juntos vieron cómo las cosas se hacían más pequeñas a su alrededor, mientras sus cuerpos cambiaban en el ineludible paso de los años.

El amor los encontró una tarde jugando al escondite. A él le correspondía contar y buscarla. A ella, evitar ser descubierta a toda costa. Se encerró entre los cajones y sacos depositados en el gallinero de su casa. Cuando Merardo la consiguió, desataron una batalla entre risas discretas que impidieron la intervención de cualquier adulto. Era una travesura. Pronto rodaron por el suelo, cubiertos de paja y excrementos de aves, vueltos un nudo de brazos y piernas que se peleaban por hallar la salida. Luego mirarse a los ojos y reencontrarse, despedirse de la infancia, y abrir la puerta a los sentidos en ese primer beso que se volvió un secreto compartido.

Es Merardo. Ella no se siente capaz de matarle. Revisa su cuerpo en busca de heridas. Tiene un disparo en la pierna derecha. No es grave. Al parecer el impacto lo hizo caer sobre un montón de peñascos. Debe haberse golpeado la cabeza contra las rocas. Tal vez se desmayó y la tropa lo dio por muerto, abandonándolo entre el resto de caídos. Ella reza, implorando que el golpe no sea irremediable, mientras arrastra a su amigo de infancia hasta las raíces que le sirvieron de escondite, esperando que sea suficiente resguardo para ambos.

El último rayo de sol los encuentra tendidos. Él aún inconsciente, con la pierna amarrada en un torniquete que ella le ha aplicado para evitar la pérdida de sangre. Ella, tendida a su lado, observando la silueta de su rostro, recordando al joven Merardo con quien tantas veces dormitó en el pasado, cuando se amaban a la vela de una amistad libre de toda sospecha. Ahora no sabe qué hacer con él.

Poco a poco se duerme, agotada por el esfuerzo de mantener la cordura, intentando olvidar el horror de la batalla que aún perdura en el ambiente. Reviviendo las imágenes de ese muchacho que corría tras ella mientras el carro la alejaba para siempre del pueblo de su niñez. Repitiendo una y otra vez en su memoria a ese Merardo que la llamaba entre sollozos, mientras lo veía hacerse pequeñito desde la ventana trasera del vehículo, devorado por la garganta infranqueable del tiempo y la distancia, en un adiós que hubiera sido definitivo de no ser por este instante.

Cuando despierta, Merardo no está a su lado. Pronto recuerda quién es quién en el presente. Busca su arma, pero descubre que ya no está a la mano. Se sabe en peligro. Trata de correr lejos del escondite, pero lo encuentra afuera, levantado sobre su única pierna sana, apuntándola con su propio fusil. Él la saluda con un gesto y le ordena sentarse. El silencio los envuelve mientras se observan. Al fin, él se atreve a hablar.

-¿Por qué no me mataste?
-¿Por qué no me mataste tú a mí?

Merardo no contesta. La observa fijamente por la mirilla mientras ella esconde su rostro entre los brazos, en un intento por ocultar las lágrimas. Ya no son los mismos. El tiempo les ha ganado la batalla, proyectándolos en direcciones opuestas como imanes en permanente repulsión. Se temen. No obstante, el pasado sigue en pie. Ella espera con paciencia y lo comprende. Sabe que debe tomar una decisión porque ella misma ya la ha tomado. Nada le asegura que eso pueda salvar su vida, pero mantiene un fragmento de esperanza anidado inconscientemente en su recuerdo.

Finalmente él se rinde. Exhala y baja el arma, renunciando a la idea de dispararle. Ella se levanta, olvidando sus miedos, y lo ayuda a sentarse. Dejan de ser soldados por un rato y se abandonan al reencuentro, relatándose todo lo perdido tras aquella mudanza en la que dejaron un amor a medio construir. Pero no pueden quedarse. Tarde o temprano enviarán a alguien a limpiar la zona.

-¿Y ahora qué hacemos, Merardo?
-Para empezar, voy a cambiar de trabajo, ¿y tú?
-No sé… ¿vas a delatarme?
-No, pero me gustaría que tú también lo dejaras.

Sonríen. Ella se levanta y lo abraza. Besa su mejilla y confiesa -por cosas como estas te quería. Olvida el odio y echa a andar, sabiendo que será su única oportunidad de escape. Voltea por última vez y, a viva voz, reclama el pacto:

- Merado, ¿Trato es trato?
-¡Y el que lo rompa es un pato!

Texto agregado el 02-05-2010, y leído por 148 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
09-09-2010 Este es el cuarto que leo empezando por abajo, y tengo que decir, llana y simplemente, que escribes muy bien. Es un trato que me impongo, al igual que el de tus protagonistas. Noguera
03-05-2010 que complicidad... y que nostalgia! superyayayin
 
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