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Milagritos

I
Carmencita, la enfermera más vieja de la Clínica Del Sur, desconfía de todo. Por algo he visto tantas miserias humanas, dice cada vez que le reprochan su incredulidad. Fue ella quien corrió hasta el departamento 12 C alertada por los gritos de Pancho, el portero.
Dice que cuando llegó –previo cerrar las cinco cerraduras de su domicilio en el 12 A- encontró a María Judith, la sordomuda que vive con él desde el 93, desmayada sobre el parquet del dormitorio. En la cocina estaba Don Vicente, con un vaso en la zurda. Dentro del mismo, una mojarrita miraba indiferente.
Alcides, el paraguayo que trabaja en la seguridad del monoblock, tomó nota de todo y vendió las hojas al diario local así como una foto digital del vecino mostrando el pececito. Javier Cisneros, el coiffeur que satisface a todas las señoras del edificio (porque las solteras no tienen gusto a nada, según su criterio) se encargó de estar cerca cuando Pancho, el periodista de siempre, prendió el grabador buscando relleno para los datos sueltos y la instantánea comprada al vigilador. Fue quien hilvanó la historia de un milagro: la mojarra brotó de la cañería entre un ruido bestial y luz enceguecedora. Ese miércoles en el pasquín contaron lo sucedido según sus palabras.
Al poco tiempo en el 12C empezaron a caer los clientes para consultar al sanador, vidente, por una contribución voluntaria de dos mangos. Carmencita asegura que llegan mujeres buscando rejuvenecer o enamorar a jóvenes galanes y señores que quieren averiguar si son cornudos, si el embarazo de sus amantes es de ellos o si vale la pena arriesgar unos mangos en el 14 a la cabeza.
Don Vicente los atiende en el dormitorio, con poca luz. Sobre la mesita hay un vaso donde nada una mojarrita. Dice que es la del milagro, aunque Carmencita –otra vez- sospecha que la van cambiando cada semana.
El padre Andrés, responsable de la caridad en toda la zona, llega cada mañana a la Iglesia Nuestra Señora del Huerto en un Fiat Palio. Baja despacio y embiste con elegancia hacia la sacristía. Traje negro, cuello de cura, la pelada siempre brillosa, anillo con bendición del Papa que le trajeron del Vaticano. Saluda a las infaltables viejitas de la Liga de Madres, recibe algunas cartas con pedidos, besa.
El Ñato Pedroza, vecino también del piso 12 donde sucedió el prodigio, ese día escuchó gritos en el departamento C y entró porque la puerta estaba entornada. María Judith, desnuda y soberbia, había sido descubierta por Don Vicente –que regresaba del arroyo con una miserable mojarra aún viva como pálida cosecha- mientras cabalgaba sobre el Padre Andrés en la cama matrimonial.
En un ataque de furia el hombre quiso golpearlos, pero el Ñato apagó la luz y los amantes pudieron salir de la pieza.
Cuando volvió a encender la lámpara de cien, a Don Vicente le dio un golpe de presión. Aprovechó María Judith para colocar el pescado en el vaso y a ambos en la izquierda del pobre infeliz.
El Padre Andrés volteó una silla mientras se vestía y hubo un ruido estremecedor ante tanto silencio. Después salió corriendo, sin ver ni al Ñato ni a nadie. La mujer –ya con su ropa habitual- se tiró en el dormitorio. Cuando llegó Carmencita, Don Vicente aún tenía 20 de alta y a gatas se salvó de quedar hemipléjico. A ella hubo que reanimarla con perfume.
Lo del manosanta fue idea de María Judith. La plata recaudada salva la honra y la economía del marido tonto, que aún hoy sostiene no recuerda nada.
Pedroza, cada tanto, lo chumba al Padre Andrés respecto del milagro con mojarra y el sacerdote le dice que respeta la Fe del pueblo. Después le da una bolsita con comida o ropa y cambia de tema con sonrisa de pescado.
II
El padre Andrés vivía en otro mundo así que nadie se sorprendió por lo que dijo. Venía en la nube de polvo de sus sandalias por el medio de la calle sin veredas. Bajaba del Paraná al borde de la ruta 12 y embestía su figura toruna hacia la capilla que lo esperaba al final del barrio, junto al alambrado del basural. La pelada transpirada y brillante como un jarrón de barro barnizado saludaba a las mujeres asomadas al tejido de las puertas que parecían estar al otro lado de alguna orilla. Cada media cuadra se paraba de golpe y lanzaba un denso gargajo que iba a aplacar infinitesimalmente la tosca por un segundo. Y arrancaba de nuevo con pasión de locomotora.
El Ñato Pedroza fue quién se animó a consultarlo sobre el pescado que asaltó a Don Vicente con el vaso en la mano, cuando estaba en las casas con María Judith, sordomuda, pobrecita. El sacerdote ni siquiera se detuvo a responder, había escupido veinte segundos antes, meneó el jarrón y dijo que se dejaran de pavadas con todo lo que había que hacer, atorrantes.
Javier Cisneros tiene la peluquería enfrente de la casilla milagrosa pero no vio nada. Cabizbajo eterno, en realidad es joroba más que cabeza gacha, nariz prominente con lunar en la punta, balbucea su discurso bastante incomprensible mientras no deja de lanzar tijeretazos. Cada parroquiano que se dispone a dejar los tres pesos del corte a la taza puede escuchar los detalles de lo que pasó aquella tarde: Don Vicente, de pronto, quedó envuelto en una luz blanca. Y abrió la canilla de la cocina, mientras Pancho, su cuñado, le daba a la manija de la bomba. Después vino el ronquido terrible y pasó lo que pasó. ¿Qué pasó?, preguntan los clientes con la sabana manchada sobre los hombros. Lo que pasó, responde enojado el narigón y sigue cortando ensimismado.
Alcides, el paraguayo albañil que vive pegado, fue el único que escuchó los gritos del Pancho cuando entró en la cocina y encontró a la sordomuda testigo del milagro desparramada en el suelo. Al cruzar las cortinas de plástico naranja la vio. Dos metros más allá, en trance, el hombre con el pescado en la mano, un bagrecito, dice el paraguayo mientras empina la caña en el boliche donde solía ir también Don Vicente antes del acto mágico, como dicen que dijeron los de la Iglesia del Santo Amanecer.
Carmencita, la enfermera del hospital San José que justo estaba de franco, fue la que con ayuda de Alcides le puso un pañuelo con colonia en la nariz a la desvanecida. Trabajosamente, un rato después de resucitada la víctima, convencieron de irse a recostar un rato al hombre pálido y con los ojos fijos en el crucifijo grande colgado al lado del almanaque. Eso sí, no hubo forma de hacerle soltar el vaso en una mano y el bagre, asustado y batallador, en la otra.
Dos días después salió en el diarito. Contaban lo sucedido sin ganas, medio en serio medio en joda. Un vecino, al abrir la canilla del agua de la bomba, vio, con sorpresa, salir un pez por el caño. Nada más, y una foto de la casilla de Don Vicente.
No decían que al otro día el viejo puso un cartel de milagrero en la puerta. Por dos pesos, adivina la suerte, cura el empacho y el mal de ojos. Atiende en el dormitorio, con poca luz. Sobre la mesita hay dos cosas únicamente: un vaso vacío y un pescado muerto que parece sonreír.
María Judith, recuperada, cobra en la puerta por adelantado. El cura, cada vez que viene al barrio, sigue negándose a escuchar del tema.

Texto agregado el 19-05-2010, y leído por 179 visitantes. (0 votos)


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