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¡Aun dormida es preciosa! A pesar de las interminables veladas de trabajo, ni su rostro ni su personalidad delatan la vida que solía llevar. De hecho, si no la hubiese conocido en su anterior faceta me negaría a aceptar su pasado. Si no la conociera, tan bien, diría que es una muchacha igual a todas las de su edad, pero evidentemente más bonita. Jamás intenté descubrir su edad: no podría vivir con el remordimiento de saber que corrompía a una menor tal como hicieron conmigo hace ya más de 20 años. De todas maneras, ya debió haber cumplido veintidós años, y ya era puta cuando la conocí.
Yo pertenecí a una de las bandas criminales más temidas de la historia. Fuimos en nuestro momento los más buscados del país. Nuestros crímenes ocupaban las primeras planas de los diarios y se ofrecía una fuerte suma de dinero a cambio de cualquier información referente a nosotros. Nos conocían como “Los malditos de Santa Bernardita”.
Desde nuestros inicios, yo gozaba de la total confianza de mi jefe, “el duque”, y tenía, a veces, la suficiente autoridad como para contradecirlo y aportar mis propias ideas al momento de ejecutar los robos. Se puede decir que yo era uno de los creativos de la banda; por lo tanto uno de sus líderes, sólo subordinado a las órdenes del duque.
Acabábamos de concretar, con gran éxito, el asalto más grande de nuestra carrera delictiva y sin duda uno de los más sonados de la década. A pesar de las muertes de dos de nuestros más antiguos colaboradores y la captura de otros tres, resolvimos celebrar a lo grande nuestra gesta. De manera que el duque alquiló por una noche, sólo para nosotros, “La casa de las tentaciones”, un burdel clandestino de lujo sólo visitado por los hombres más acaudalados y pudientes de la ciudad.
Fue allí donde la conocí. Llevaba un traje de enfermera que lejos de resaltar su belleza, tal vez intencionalmente la ocultaba. Sin embargo, pude constatar, gracias a mi estado de sobriedad, que era mucho más bonita que las otras que, si bien trabajaban en el prostíbulo más caro de la ciudad, parecían más bien sacadas de una discoteca de ambiente con sus cuerpos operados y sus sonrisas fingidas aun para su profesión. La dueña del local, sabiendo que veníamos, envío a sus mejores damas a otros negocios, dejando lo peor para nosotros. Afortunadamente para Madame Blanche, mis compañeros estaban tan borrachos que creyeron que se acostaban con las modelos más cotizadas de la farándula internacional. Yo por mi parte, dado que soy abstemio, pasé la noche con aquella talentosa pseudoenfermera llamada Marie, más conocida, en su entorno laboral, como “Petite”.
A causa de sus rasgos adolescentes Marie nunca fue enviada a hacer servicios a ningún lugar que no fuera “La casa de las tentaciones”, lugar donde también vivía junto con otras compañeras y la mismísima propietaria del establecimiento. Fue por eso que tuve la suerte de tenerla aquella noche; mientras mis compañeros, ebrios como vikingos, creían tocar el cielo con esas horribles mujeres.
Las semanas siguientes, la visité con mayor frecuencia. Pagaba mucho dinero por tenerla sólo para mí. Le hacía costosos presentes y, con el permiso de su jefa, la sacaba a pasear. Con el tiempo, llegué a enamorarme de ella no sólo por su apariencia sino también por su amabilidad y su gracia. Puesto que era un nada agraciado delincuente, que vivía escondiéndose de la ley, nunca sostuve relaciones más que con prostitutas. Pero ella era diferente. Era especial. Me trataba con respeto y yo hacía de todo con tal de tenerla contenta. Al cabo de unos meses, a cambio de 3000 dólares, logré rescatarla de las manos de Madame Blanche para convertirla en mi mujer.
Marie abandonó su profesión. Aunque ella siempre quiso un matrimonio religioso, este no era posible. Mis antecedentes eran demasiado graves. No podía dejarme ver así nomás ni siquiera en una iglesia. Para compensar dicho inconveniente, yo le ofrecí pagarle una carrera profesional. Ella aceptó encantada.

II
Hará tres años que vivimos juntos y uno que me mantiene. Dice que me ama. Jura que soy lo más importante en su vida después de Dios y a menudo intenta llevarme a la iglesia. Prefiere sacrificarse ella. No quiere que arriesgue más mi vida delinquiendo. Aunque quisiera ya no puedo y aunque pudiera no me atrevo más.
Nunca olvidaré aquel funesto día que cambió nuestras vidas para siempre. Nuestros supuestamente fieles compañeros, ahora presos, dieron parte de nuestra posible ubicación a la policía a cambio de una rebaja en su condena, beneficio que por cierto jamás disfrutaron.
Días antes estuvimos planeando un nuevo golpe, esta vez nuestro objetivo sería el “Banco Solidario”. Un viernes, como a las 6 de la tarde, nos encontrábamos en nuestra guarida definiendo los últimos detalles del plan. De repente, Xavier, uno de nuestros más recientes colaboradores, salió a la calle a comprar cigarrillos. Cuando hubo regresado tocó la puerta con los golpes precisos de la contraseña. De manera que Alex, uno de nuestros sirvientes y aspirante a ladrón, abrió la puerta sin precaución alguna. Su imprudencia le costó la vida. Al abrir la puerta, un policía le disparó directo en la frente fulminándolo en el acto.
En menos de un minuto, decenas de policías, armados hasta los dientes, irrumpieron en el lugar disparando a matar a todo cuanto se cruzara en su camino. Gracias a la negligencia de aquellos policías, yo fui el único sobreviviente de aquella masacre que dio fin más de diez años de crimines. Cuando sonó el primer disparo, supe que era la policía que por fin nos había encontrado. Por suerte, yo me encontraba en el sótano y tuve suficiente tiempo para refugiarme dentro de una vieja lavadora averiada. El operativo duró alrededor de una hora. Como todo nuestro dinero, armas y cosas de valor se hallaban inescrupulosamente almacenadas en las alcobas del segundo y tercer piso, a ningún policía se le ocurrió buscar en los demás rincones de la casa. Obviamente, estaban demasiado emocionados. Por un lado, creían haber matado a todos los integrantes de la banda más buscada del país; esta hazaña les garantizaba una jugosa recompensa y un ascenso inmediato. Además, estaban demasiado ocupados llenándose los bolsillos de dinero.
Permanecí dentro de aquel oxidado artefacto durante más de una hora. Una vez que sentí que las patrullas arrancaban, pude salir de la lavadora. Al subir, corroboré todas mis suposiciones: las manchas de sangre por todas partes y el desorden evidenciaban la matanza y el saqueo. Lloré como jamás imaginé que fuera capaz; todos mis amigos estaban muertos y tal vez mi mujer también. Por un momento pensé en entregarme a la justicia y delatar la corrupción de los mal llamados héroes que no hicieron su trabajo como debían. Pero esta era una idea absurda. Entonces sólo pensaba en Marie. Rogaba a Dios que esté viva y juré no volver a robar.
Lo primero que hice al regresar a casa fue abrazar a Marie. Con lágrimas en los ojos le conté, con lujo de detalles, todo lo que había acontecido horas antes. Ella quedó horrorizada por mi relato y me hizo jurar por nuestro amor que dejara la mala vida al igual que ella lo hizo cuando se vino a vivir conmigo.
Esa misma noche, todos los medios hablaban del fin de nuestra banda. Lo que más me sorprendió fue que inclusive yo figuraba como muerto. Esto de alguna manera me alivió. Ahora que me consideran muerto, puedo vivir un poco más tranquilo.

III
Ha pasado mucho tiempo, y no logro acostumbrarme a mi nueva vida. Hoy en día, es Marie quien me protege y me proporciona todo lo necesario para vivir. Sin duda ella también me ama pues dudo mucho que lo haga por gratitud o conformismo. El día de la matanza, le pedí que huyera e hiciera su vida en otra parte. Mas ella prefirió quedarse a mi lado sin importarle ni las adversidades ni la pobreza. Dijo que su vida soy yo.
Desgraciadamente, Marie no pudo terminar sus estudios. Hoy trabaja como camarera en un restaurante. Vivimos en un pequeño departamento en las afueras de la ciudad. Yo permanezco encerrado todo el día aguardando la llegada de mi mujer.
Acabo de salir de la ducha y Marie sigue dormida. Debió tener una noche difícil. Quisiera dejarla descansar y contemplarla todo el día de ser posible. Pero la mañana está muriendo. Tengo mucha hambre y alguien debe prepararme el desayuno.


Texto agregado el 31-05-2010, y leído por 83 visitantes. (0 votos)


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