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A través de la ventana





Este cuento que hoy les cuento no es un cuento. No habla de había una vez ni de un país remoto y lejano; habla de hoy y de un sitio tan cercano que casi podemos oler sus calles, adivinar el mortecino brillo de sus luces y oír el agitado paso de sus transeúntes; en este cuento que no es cuento los animales no hablan, simplemente miran a sus dueños con la ternura inocente de quienes viven sin preocupaciones ó con el temor inexplicable a la agresión de quienes, a falta de atinados blancos para su frustración, descargan su colérica fatuidad sobre sus mascotas. Y ahora sí, el cuento.

Hay en mi calle un niño de dulce mirar y contagiosa sonrisa. Lo observo a través de mi ventana y oigo sus divertidos diálogos. Su nombre es Pablo pero sus amigos lo llaman Palito. Algunos creen que el apodo es fruto de su notoria flacura; otros aseguran que aquel apodo se debe a que Pablo suele llevar siempre consigo un palito de algarrobo que alguna vez trajera de Sechura. Y los últimos, los más perspicaces, imaginan que se debe al diminutivo cariñoso de su nombre.

Palito es pequeño y alegre, sonríe y juega como todos los niños, o más que muchos de ellos. De tanto en vez al aparecer por el horizonte Lorena, la niñita de los ojos lindos, la mira con desprecio -cuando uno es pequeño detesta lo que no entiende y lo distinto-

Palito tiene ya nueve años y va a la escuela por la mañana. Por la tarde divaga en sus juegos de niño, entre batallas y finales del mundo donde siempre es el goleador; entre contiendas de caballeros, corsarios y policías que siempre, o casi siempre, atrapan a los ladrones. Los buenos siempre ganan.

Hay en mi calle un chico de dulce mirar y contagiosa sonrisa. Tiene un abuelo llamado Manuel, que una vez le enseñó que con un clavo y una tabla pueden crearse todo tipo de juguetes y máquinas capaces de cualquier cosa; tecnologías superiores eficaces para todo tipo de acciones: reparar automóviles, emular aviones y comunicarse con distantes galaxias. De tanto en vez se distrae de sus quehaceres de inventor para sonreírle tímidamente a Lorena, la vecinita de los ojos lindos.

Hay en mi calle un jovencito de profundo mirar y alegre sonrisa. Su nombre es Pablo y sus amigos le dicen Paul. Cursa la media por la mañana y en la tarde juega fútbol con los demás en el barrio. De vez en cuando alcanzo a verlo tomado de la mano con Lorena, la chica de los ojos lindos. Otras veces lo veo de la mano con alguna otra que jamás he visto y no creo volver a ver.

Hay en mi calle un muchacho de expresión adusta y cada vez más escasa sonrisa. Su nombre es Pablo. Casi todo el día está fuera de su casa. Intuyo que por su trabajo, su estudio, Lorena, u otra Lorena, no lo sé, lo mantienen ocupado. Ya no parecen preocuparle las batallas ni los caballeros, incluso parece haberse convencido que los ladrones son mucho más astutos que los policías, y son pocas las veces en que los buenos ganan. Descubrió que con un clavo y una tabla puede tener un arma temible; las máquinas parecen haber quedado en el olvido y las galaxias ser tan distantes como sus sueños de niño.

Había una vez en mi calle un niño que se hizo grande; dejó mi cuadra y se fue en busca de la felicidad, lejos calculo, porque la felicidad casi nunca está a la vuelta de la esquina. Intuyo que algún día lejos del idilio soñado, Don Pablo se asomará de puro aburrido a observar por la ventana a los niños de su cuadra que aún cobijan esperanzas. Y él, secretamente, mientras observa, recordará con melancólica nostalgia la niñez que ha perdido.

Texto agregado el 11-06-2010, y leído por 229 visitantes. (2 votos)


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