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Al final del abismo





La encontró allí, con los talones incrustados en el espacio último, en la imperceptible línea que divide el acantilado del abismo; sólo vio su cabello pero supo que lloraba. Las lágrimas, hijas de tormentas y pesares, podían, con su aroma salobre, adivinarse escurriéndose desde sus mejillas hacia el inextricable fin, como gotas arrastradas por el viento. Con los puños apretados intentó una plegaria y un perdón. Inclinó su cuerpo hacia el vacío y él, con el atrevimiento devenido del miedo, sostuvo sus caderas al tiempo que pronunciaba mil palabras.
Ella, con su cuerpo en el principio del abismo; él, de rodillas, luchando por multiplicar aquel último hilo de fuerza con que la sostenía. Ella estiró su brazo y le acarició el rostro dulcemente; él besó sus yemas, intentando transmitir con un gesto aquellos adagios para los que no existen vocablos. Ella giró su rostro y lo observó tiernamente, resignadamente; él se infectó de pesar y de llanto. Él observó en su rostro los profundos surcos de la desdicha y sintió el deseo de dejarla partir, soltar sus caderas y permitirle el vuelo; meditó su propio llanto y su propio dolor y los decidió inexplicables; al cabo no era más que una extraña.
Ella puso sus manos sobre las de él y les dio un leve pellizco indicando las retire y la deje partir. Él, sin soltarla y asiéndose con más fuerza se puso de pie. Ella lo observó con tristeza, arqueó las cejas, mordió sus labios y lloró; cerró lentamente los párpados y, estirándose, lo besó en el mentón; vio hacia el abismo y lo miró, mientras en su rostro crecía la resignación.
-¡Por favor suéltame!- le dijo.
Él se sintió agitado, débil. Negó con la cabeza y argumentó de mil modos. No estaba dispuesto a soltarla pero ya no podía sostenerla. Buscó palabras más poderosas que sus brazos, elucubró frases más convincentes que sus ojos, vislumbró la derrota. Ella dobló sus rodillas, tomó impulso, despegó sus pies del polvo del mundo y lanzó su cuerpo al despeñadero. Él sintió sus propias manos despegarse de aquel cuerpo, resbalar por las caderas y el género; con inimaginables vigor y maestría se impulsó elevándose, la rodeó con sus brazos; esperó un doloroso pero seguro golpe contra el mundo conocido, contra su polvo. El choque no se produjo en lo inmediato y observó, con horror, que ambos caían al abismo; su corazón latía frenéticamente mientras se aferraba a la mujer que lloraba. Vislumbró el final, no el del profundísimo barranco sino el de su equívoca existencia. Por primera vez no intentó convertir en palabras lo que su espíritu componía; por primera vez decidió callar. La observó como jamás había observado, a los ojos, y la halló inconmensurablemente bella; la besó profundamente, como nunca había besado; la acarició dulce, apasionadamente como en ningún tiempo hubo acariciado; la abrazó vigorosamente intentando convertir ambos cuerpos en un único cuerpo, como tampoco había abrazado.
Ella, que había cerrado sus párpados para nutrirse de aquella intempestiva magia, abrió sus ojos y lo observó con una sonrisa triste.
-Ya no deseo morir- dijo en un suspiro, un instante antes de que sus cuerpos asidos se estrellaran fatalmente contra las rocas y el polvo al final del abismo.

Texto agregado el 11-06-2010, y leído por 185 visitantes. (2 votos)


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