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Boche (se pronuncia bosh) es un insulto, un gentilicio despectivo con el que los franceses denominaban a los alemanes durante las dos guerras mundiales. Lucile era una “hija de boche”, nacida de los amores de su madre -una muchacha de diecisiete años-, y un soldado alemán, -un “invasor”- tan solo un año mayor que ella. Un amor que en tiempos de paz hubiese pasado por algo natural y sin mayores consecuencias, en esa época era considerado como una traición, sin más ni menos.

Madeleine, la mamá de Lucile, vivía en la mitad de Francia que había sido ocupada por las tropas alemanas. Trabajaba en un café y cada tarde esperaba con impaciencia la llegada del grupo de soldados entre los cuales se encontraba Sigfrid que desde que entraba no despegaba sus ojos de ella, que aunque sensible a esas miradas se mostraba altanera: un sentimiento de amor propio y dignidad la impulsaba a afrontarlos y no servirles hasta que éstos no hubiesen sido capaces de hacer su pedido en un francés mas o menos correcto.

Madeleine altiva y despectiva, y Sigfrid derritiéndose por ella, esas fueron las condiciones para que el lazo del amor los fuera envolviendo y encerrando en una relación clandestina y condenada de antemano por el resto de la gente del pueblo. Madeleine y Sigfrid desesperadamente desolados ante el fin de la guerra que significaba separase para siempre, convertidos en enemigos irreconciliables sin posibilidad de escribirse, única forma de comunicación de la época. Madeleine atormentada al descubrirse encinta y al mismo tiempo dichosa al llevar en ella un retoño de ese amor inolvidable. Sigfrid de vuelta al hogar familiar que lo acogió en una atmósfera de duelo y silencio altamente propicios para dar rienda suelta al dolor de la separación irremediable. Madeleine sacada a empujones de su hogar por un grupo de hombres, los resistentes de último minuto que nunca habían querido verse implicados en nada que pudiera parecer sospechoso ante los alemanes, y que para demostrar que ellos en ningún caso habían colaborado con el enemigo, se ensañaban con muchachas como ella, clamando a gritos que eran traidoras a la patria.

Madeleine fue llevada la plaza, frente a la alcaldía, en donde se encontraban otras mujeres, muchas de ellas también jóvenes, otras mayores, todas acusadas de colaboración con el enemigo. Punto y aparte. En su mayoría por haber tenido sexo con esos malditos boches, la peor traición para esos hombres humillados por cuatro años de ocupación; otras eran acusadas de cosas tan nimias como el haber sido domésticas de algún comandante alemán. La mujer del carnicero fue inculpada con gran pompa por haber organizado el mercado negro en el pueblo, mientras su marido, escondido en el fondo de su casa, no se atrevía a sacar la nariz fuera.

Una a una sus cabezas fueron rapadas bajo insultos y burlas, desde el publico partieron algunos tomates que se reventaron contra esos cuerpos ya humillados por la ausencia de cabellera. Las llevaron enseguida a dar una vuelta por las calles principales en donde siguieron lloviendo tomatazos, escupitajos e insultos. Muchas de ellas abochornadas, bajaban la cabeza, Madeleine los miraba impávida, como iluminada por dentro, pensando solamente en proteger al fruto de su amor. Sigfrid, por su parte, pasó el resto de su vida sin volver a hablar, ensimismado y encerrado en su dolor.

¿Y Lucile, la pequeña franco-alemana, cómo creció en ese entorno hostil? Cuando preguntaba por su padre, Madeleine le hablaba de él en voz baja, como contándole un secreto, y de eso se trataba en efecto, ya que el resto de la familia hacía como si él no hubiese existido nunca, y Lucile, que se había encontrado frente a un muro de silencio al preguntar por su papá a sus abuelos o tíos, empezó a fingir al igual que ellos y no volvió a mencionarlo, salvo a solas con Madeleine. Sigfrid se convirtió en uno de los temas predilectos de confidencia entre madre e hija, y con el tiempo su imagen fue embelleciéndose hasta convertirse en un ser completamente idealizado por ambas. Esto permitió a Lucile hacer frente a los cuchicheos y murmullos que surgían a su paso con la misma actitud altiva de su madre, que había logrado que su hija se sintiera secretamente orgullosa de ser una “hija de boche”.

Años después, cuando la infranqueable cortina de hierro ya había fundido como nieve al sol y Alemania y Francia decían ser países hermanos, Lucile decidió partir en busca de su padre, aunque las pocas indicaciones que pudo darle Madeleine –su nombre, y un castillo al borde del agua-, no bastaron para que lo encontrara. De todos modos, a Lucile le encantó Alemania y siguió viajando casi todos los años, ya no para encontrar a su padre sino más bien con el fin de impregnarse de ese país que de todos modos formaba parte de su patrimonio. Hasta que un día, casi por casualidad, navegando en internet leyó ese nombre tantas veces buscado, un tal Sigfrid Wilhelm que vivía en la ciudad de Schwerin. Como siempre, buscó febrilmente datos sobre la ciudad y cuando vio la foto del castillo medieval a orillas del lago tuvo la intuición de que esta vez sí se trataba del Sigfrid Wilhelm que ella buscaba, y sin pensarlo dos veces, pidió una semana de vacaciones sin sueldo y comenzó los preparativos para el viaje que la llevaría a encontrarse por fin con su padre.

Cuando la llevaron hasta ese viejo inmóvil sentado en un banco del parque de la casa de ancianos, Lucile vaciló un momento antes de acercarse a él, pero a pesar de no sentir sus piernas logró recuperarse y acercándose se agachó para mirarlo de frente. En ese instante la imagen del héroe que había fabricado Madeleine se hizo añicos y Lucile descubrió en ese hombre silencioso algo tan familiar, tan suyo que ya no tuvo dudas, estaba frente a su genitor, a su verdadero padre, no a ese muñeco que se había ido forjando en su mente casi sin darse cuenta. Papá, susurró, y sólo entonces Sigfrid pareció notarla, ella buscó torpemente en su bolso una foto de su madre joven y la puso ante los ojos del viejo que se humedecieron hasta que dos lágrimas interminables empezaron a correr por sus mejillas, dos finísimos arroyos que daban vida a ese rostro inexpresivo, y que encauzaban por fin la pena de tantos años de silencio, dos arroyos que sólo se detendrían en el momento de su muerte.





Este cuento lo escribí hace un tiempo, quise en él más que nada escribir una especie de denuncia a esa crueldad inútil de rapar a esas mujeres al finalizar la guerra, en una época en la que el pelo largo era una de los distintivos femeninos más importantes, algo estremadamente chocante. Los resistentes, los que lucharon de verdad, esos que vivían en grutas y hacían atentados, se indignaban al descubrir ese espectáculo infame y degradante. Los justicieros de ultima hora fueron tipos cobardes frente al enemigo, pero que de alguna forma quisieron también participar en la fiesta de la liberación, y entonces se contentaron con atacar a ese otro enemigo, frágil e indefenso. Claro que en mi cuento ese hecho pasa casi desapercibido en medio de la historia de Lucile. La idea me vino cuando vi un documental sobre eso, escuché testimonios de mujeres ya viejas que no se atreven a mirarse al espejo, que quedaron marcadas para toda la vida, y muchos hijos de “boche” sufren aun el hecho de haber sido designados como tales, muchas veces abandonados por sus madres en orfelinatos (ya sea obligadas por sus familias, o por la necesidad de trabajar para subsistir). Entre las películas y fotos que mostraban, se veían esas cabezas rapadas llenas de vergüenza, mirando al suelo, escondiéndose, y de repente, en medio de todas ellas, había algunas que miraban de frente, con orgullo, como iluminadas, de ahí nació el personaje de Madeleine.



Texto agregado el 07-07-2010, y leído por 387 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
18-10-2011 El amor de los corazones no entiende de barreras sociales de uno u otro tipo...aunque sea su verdugo. EVERO
23-01-2011 ¡Cómo me has avivado con tu historia el pasado del pueblo donde nací! Los mismos hechos, la misma reacción, los mismos odios, recelos, y venganzas, aunque por medio exista lo más sublime y noble, el amor. Pero a parte de lo aquí relatado, a mi lo que más me ha venido al sentimiento después de leerte, a parte del tema de la reconciliación, ha sido la desmoronación, la desmitificación, el empobrecimiento al que el paso del tiempo reduce lo que en su momento fue lo más grande, el amor de los padres de Lucile azulada
17-01-2011 Y qué culpa tiene el amor verdad?, pero era malo para esos tiempos que cualquier remedo de fragilidad era interrumpida por la violenta intromisión de los que acostumbrados a ejercerla no daban paso a la alegría de tenerla. Esos fueron los tiempos de mis antepasados, también alemanes..se pueden contar tantas historias verdad?. Este relato está muy bien conducido, muy bien escrito Loreto, felicidades. Estrellas. maria_eleonor
11-01-2011 Me duele y me encanta este texto, pues conozco muy bien la problemática, pues al fin y al cabo yo también soy medio "Boche". auiles
16-12-2010 Un texto muy bien narrado, un placer leerlo. ***** arielariadna
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