Mirarse en el espejo se había vuelto una necesidad apremiante, sobre todo para admirar el flequillo que crecía lacio sobre su frente, haciendo parecer sus ojos más grandes y brillantes.
En la esquina superior del espejo del baño, había pegado el papel donde un resultado de laboratorio aseveraba: “dislipidemia”, y el refrigerador en un rincón de la reducida habitación había sido bien provisto de lechugas, zanahorias y otros vegetales destinados a suplir su alimentación junto al preciado saco de avena que yacía recostado a la pared. “Alimento para caballos”, pensó, sonriendo. Mas allá, los nuevos zapatos deportivos, listos para las largas caminatas que poco a poco habían ido tornándose recios trotes matutinos y la hamaca para la siesta ligera. “Pero ahora me gusta más el suelo”, recordó. Todo a la mano en la cabaña, su preciado refugio.
Fue difícil acostumbrarse a la exigua dieta, pero tres meses después le había agarrado el gusto y ahora, luego de desayunar las hojuelas remojadas en leche, se iba en alegres saltos por la fresca orilla del río. Se sentía casi feliz, salvo por el preocupante detalle del flequillo, cada vez más espeso sobre su frente.
Esa mañana al lavarse la cara, le pareció que los dientes le habían crecido. “He adelgazado”, se consoló, al mirarse las mejillas alargadas. Pero el incipiente vello que mostraba su piel era absurdo, y con prisa buscó en la literatura de las medicinas un posible efecto secundario… quizás debería consultar nuevamente al médico para tranquilizarse.
Al almuerzo, la lechuga antes aborrecida le pareció exquisita e intentó cantar un poco, pero la sorpresa le paralizó al notar que sólo emitía un bufido. El inesperado temor se apoderó de ella cuando se vio las manos que parecían cascos… o que de verdad eran cascos que la obligaban a inclinarse para poder caminar nuevamente al espejo, donde se reflejó la clara imagen equina.
El grito que intentó fue un potente relincho que se perdió a galope por la llanura inmensa, bajo una tenue llovizna salpicada de mastranto.