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PAN DE ARROZ
Ramiro Bello


Nunca me imagine al llegar al Chapare los sucesos que vengo a relatarles.
Todas las mañanas salía de la casa blanca de cercas de alambre tejido, me subía a la camioneta todo terreno y después de recorrer unos diez kilómetros, me paraba delante del mercado del pueblo. La primera vez que hice aquel viaje encontré a la niña más bella que había visto, al menos en este ignoto paisaje; con las piernas dobladas sostenía en su regazo una canasta de humeantes panes de arroz, sus ojos verdes y profundos se encuadraban con el cabello suelto y desprolijo que caían sobre su rostro moldeado con delicadeza y dulzura; al pasar por su lado levanto su mirada, y su voz rompió la bruma de las siete de la mañana, ofreciéndome con la mano estirada, un pan de arroz envuelto en un pedazo de papel sabana.

Durante el siguiente año nunca falte a desayunar al mercado del pueblo, más por verla que por alimentarme, tampoco nunca pude hablarle, a más de la pequeña conversación en una transacción para la compra de un pan de arroz, y que al entrar al comedor popular del mercado se lo obsequiaba al muchacho que me servía el desayuno con pan.

Una de esas tarde donde el pavimento de la carretera expira vapores, al finalizar el primer año de mi estadía en aquel trópico, la vi por primera vez parada, era alta y su cabello libre y brilloso llegaba a la cintura, la belleza de su imagen de cuerpo entero confirmaba la de su rostro, la vi conversando con un “leopardo” y una punzada de mal presentimiento me estropeo el día.

A los pocos días, en la mañana no estaba ella sentada en su lugar, no se sentí el olor a pan de arroz, no se oía en la bruma el eco de su vos, no vi el resplandor de sus ojos verdes; volví al día siguiente y al subsiguiente y continué yendo durante seis días más y nada de ella. Al séptimo día decidí desayunar en mi cuarto, un café casi frió con un pan duro, casi ya enmohecido.

Ya estaba más dos años y nunca salía de mi cuarto al anochecer, los compañeros de trabajo oriundos del lugar desaparecían tras el monte a los minutos de cerrar la oficina y no quedaba nadie con quien conversar. Me sentaba en una mesa solitaria de la única pensión del pequeño pueblo, cenaba y a los pocos minutos me retiraba a dormir. En ese estancamiento de mi vida social, se acerco un parroquiano, a un metro de la mesa donde cenaba un pollo escuálido. Era robusto, las perneras del pantalón dibujaban la musculatura de sus piernas, sus manos colgaban con peso bajo su camisa sucia, su mirada delataba las ojeras naturales. Se quedo un par de segundos mirándome, hasta que me dijo.
– Quien eres?.
Quise tartamudear de susto, pero me compuso la libertad que nos damos los citadinos.
- Soy Reynaldo y disfruto de este pollo riquísimo.
- Y que haces aquí? me dijo con un tono que entreveraba torpeza y cierta curiosidad.
- Nada en especial, trabajo para una empresa constructora.
- Ah, bueno, me invitas las papas fritas? me señalo con el dedo, más grueso que una buena morcilla, las papas fritas que las había orillado en mi plato, y que las había dispuesto para comerlas al final, pues era lo que más me gustaba del aquel plato, pero no pude negarle la solicitud, no sé si por condescendencia a su hambre o a mi temor. Las alzo con los dedos y en un solo bocado desaparecieron detrás de sus verdes dientes. Se dio la vuelta y salió de la pensión. Tome un trago largo de mi jugo de limones, trague la saliva que la tenia estancada entre el esfínter y la lengua y, salí del lugar.
Me monte a mi todo terreno, prendí el motor y las luces. Y la oscuridad verde de monte se descubría junto al hombre de las papas fritas, delante mi coche. Los alógenos envolvieron su silueta de leñador, su rostro resplandeció con dureza, sus ojos se clavaron en el parabrisas. No supe a primeras que hacer, lo primero que se me ocurrió fue bajar e increparle, pero medite que eso podía ser un suicidio; tocarle bocina, podía causarle algún susto y no sabía cómo iría a reacciona. Ósea que no me quedo otra que bajar para saber que quería, lo hice despacio, calculando sus movimientos, calculando la distancia, controlando mis pensamientos, mis temores.
- Necesitas algo. Le dije con la vos trémula pero intentando darle confianza y familiaridad.
- Quiero que me lleves al Balde Rojo de Entre Ríos
- Pero eso está a más de 100 km, tardaremos más de dos horas
- Quiero verla a La Mariela, su tono de vos se trasformo de ligero, como rogando un favor, a autoritario, imperativo.

Ya estaba demasiado tiempo y nunca tuve la oportunidad de estar con ninguna mujer, manteniendo un celibato alegre. Si bien las circunstancias, ni la compañía eran las ideales, quizás por lo menos vea una mujer que me pueda interesar para saciar mis mas humanos deseos, pensé.
Mire el reloj y eran las siete con treinta y siete minutos, si salíamos ya no mas, y corriendo en un promedio de noventa a cien kilómetros por hora, podíamos llegar a las nueve, permanecer en el antro una hora o máximo hora y media, y quizás estaríamos acá de vuelta once y media, a más tardar las doce, porque de retorno no podría manejar a la misma velocidad.
- Pero nada de tragos, le dije, tratando de imprimir también autoridad, pero ya era tarde, ya me había ganado la voluntad, y ya estaba sentado en el asiento, con la mirada fija en la oscuridad.

Tome la carretera asfaltada, el peso de mi pie cayó sobre el acelerador y el todo terreno tomaba las curvas con estabilidad, haciendo chirrear los neumáticos.
- Cómo te llamas
- Me dicen Sucha , con eso basta. Sentenciaba.
- Ya creo. Le dije, no quise indagar mas, quizás saber mas era peligroso.
- Y quien es Mariela. Trate de saber más de la mujer por quien viajaba a un pueblo a mas de 100 km, sin saber ni para que, ni porque. Me miro y enfatizo la “La”, como si se tratase de “La Mujer”.
- La Mariela. Dijo, yo pensé “La Puta”.

Me prendí un cigarro, y cuando estaba por guardar la cajetilla en el bolsillo de la camisa, con la mirada me dijo, me ordeno, invitarle uno. Le pase la cajetilla junto al encendedor.
- Ella era mi mujer. Destapo el silencio
- Y?, que paso? Dije con entusiasmo
- Un leo me la robo
- Un leo?. Le pregunte, sin acordarme el diminutivo de los estimados Leopardos.
- Un Leopardo. Me contesto
- Y que paso?. Yo preguntaba, como si se tratase el relato de una novela.
- Lo mate. Me dijo, sin ni si quiera alterar el tono de vos, como si se tratase de lo mas común de hacer. Al escuchar el dictamen al que sometió al leo, y a mi curiosidad, la saliva que seguía jugando entre mi esfínter y mi lengua la trague, mientras levantaba el pie de acelerador, para poder girar y mirar su rostro.
- Se la robo en abril, lo mate en mayo, ella se fue de casa en junio. Desgloso en un calendario los sucesos. Pensé “estamos en julio, y si seguimos los sucesos mensualizados, le tocaría matarla en julio?”, el pánico se filtro por la comisura de la ventana en forma de humedad, o quizás había mojado los pantalones?.
- Lo mataste?. Se me salió, casi como un alarido ronco, imperceptible, al menos eso quería pensar, ojala no me haya escuchado pensaba.
- Si, lo mate en el rio, le rompí el cuello con mis manos. Giro la cabeza, levanto las manos que empezaron a resplandecer con la luz de la luna, me mostro el arma del homicidio. Las mantuvo en alto, como si quisiera que las vea más de cerca, pero yo sentí que me amedrentaba con esos dos yunques.
- Y? Trataba de recomponerme, de estabilizar el miedo, de causarle una sensación de complicidad, por lo menos hasta que pueda huir.
- Nada, se murió el muy desgraciado. Cortante su oración.
- Y ahora que harás?. Además quería preguntarle si ahora quedría matarla, pero era mejor no darle ideas.
- Quiero verla a La Mariela. Otra cortante afirmación
- Para que, se puede saber?. Dije, con la voz algo entrecortada, esperando una respuesta, si bien no agradable, pero tampoco criminal. Me iría a convertir en cómplice de un doble crimen?
- Solo quiero verla. Me dijo.

No quise preguntar más. La secuencia de preguntas y respuestas no había tardado más de treinta minutos, y era suficiente con lo que ahora sabia, no necesitaba saber más. Pensé que en cuanto llegáramos a Entre Ríos, y entremos al balde rojo, huiría, me colare aunque sea por las ventanas del baño, y al diablo con mi celibato alegre. No por alegre, perdería la vida.
Manejaba aun con más prisa, el promedio que había calculado no fue respetado, el velocímetro marcaba entre 120 y 130 km por hora. En menos de una hora llegamos.
Al entrar al pueblo se divisaba con presencia conspicua el balde rojo sobre la silla de madera. Me estacione en la misma puerta, planeando la huida.

Luz mortecina nos esperaba en el zaguán, un olor combinado entre coca escupida, alcohol de quemar y sexo sin pudor ni aseo, revoloteaba entre los mosquitos que se estrellaban en el foco de color azul. Los pisos grasientos retenían la suela de los zapatos. Al entrar al salón se perdía la vista en la oscuridad, había que retenerse por algunos segundos, hasta que los ojos se acostumbrasen. Ahí descubrías una nueva dimensión de la venta de sexo, en un estado casi rural, casi cosmopolita, casi imaginario. Los feligreses y cristianos confundidos en el entusiasmo de la piel fácil y el alcohol barato, sobre unas tarimas dispuestas paralelas al aparejo lateral, sentados y dispersos como mistura en atrio de iglesia, en mesas plásticas multicolores. Se adivinaba gracias a la luz negra los muros pintados con imágenes de macanudas mujeres desnudas, mostrando senos y genitales balbuceantes.
El Sucha entro sin precisar detalle alguno, entro como entra uno a su casa o a su prisión, con la mirada entrenada para detenerse en un único lugar, en un único rostro. Se detuvo en la tercera mesa, y en una actitud casi teatral, casi militar, giro todo el cuerpo, no solo la cabeza, sino en una especie de escuadra termino de frente a la única mesa que le interesaba, la mesa donde estaba seguramente La Mariela. La sangre se detuvo en mis venas, que estaba excitada, y no precisamente por las señoritas semidesnudas que al pasar clavaban sus ojillos nocturnos en mi rara humanidad. Los minutos se desquiciaron al ver que El Chacal, se acercaba como gato montés a la mesa, como si el volumen de su cuerpo fuera imperceptible. De sorpresa la tomo de la muñeca con firmeza, pero solo con la suficiente como para no dañarla. Ella a verlo y sentir la presión se paró de inmediato, sus ojos se desorbitaron, y en el susto su alma se desprendió resplandeciendo con la luz negra. Yo expectante, acogido por la imagen de postal de Litinski, pensé en huir ese momento. Y no se porque diantres me quede pegado con las suelas sobre el piso grasoso.
El inocente y mal ubicado del acompañante de turno se paro y cometió el error de quererse poner a la altura de las circunstancias, pero no llegaba a la altura física del Chacal, ni seguramente al de sus antecedentes. Solo basto un golpe que estropeo su nariz, ahogándole en sangre, para que el infortunado se retirara improperando a la cortesana y a su brutal victimador. Mis piernas seguían estancadas en el piso, mis ojos deliraban por el singular juego de sombras y penumbras. El local de puterio tenia vida propia, al menos de sus entrañas se emitía ruidos, indecisos, imprecisos, entre cumbia argentina, risas guturales, llantos lastimeros, palabras esquivas. Ni el, ni ella dijeron nada por largos segundos. Sin soltarle de la muñeca, la acomodo de nuevo en su silla, el se sentó frente suyo. Clavó con dulzura la mirada sobre los ojos de La Mariela, y sobrecogiendo el rostro con las dos manos, se puso a llorar. No creía lo que veía, que ese envuelto de músculos se quebrantara al verla de frente, que rompiera en llanto amordazado. Se quedaron unos minutos quietos, en silencio.
Ante tal encuentro y terciando como mirón, desprendí los zapatos de las cerámicas descoloridas, gire en torno a mi eje, paneando todo el local, escrutando a las chicas de fosforescente dentadura, y minifaldas transparentes. Halle un par de ellas, solas, sentadas con las piernas cruzadas, exhibiendo las carnes robustas, y cigarros en las manos, botando humo serpenteante. Es obvio en este tipo de locales, que no necesitas invitación para sentarte en una mesa, tan solo se requiere contar con unos cuantos billetes para gastarlos rápidamente con las compulsivas consumidoras de alcohol estirado. Me miraron y sonrieron al percatarse que jalaba una silla y me sentaba frente suyo. Antes que pueda presentarme, llamaron con un grito al garzón, el cual apareció saliendo entre el humo plomizo, con tres vasos que bailaban sobre una charola que la mantenía con solo una mano, sobre la cabeza. El trago de ellas según dijeron era champagne, no tuve la valentía ni el cinismo de preguntar si era francés. Mí bebida por su puesto era más fuerte seguramente que de la de mis dos compañeras. La conversación se convirtió en una especie de interrogatorio: que me llamaba, de donde era, que hacía por esos lugares. Hasta que salió la pregunta de la noche, sin muletillas, ni abreviaturas, me preguntaron si quería ir a los cuartos de atrás, y que decida con cuál de las dos, o si lo deseaba me hacían un precio especial por pasar con amabas, que no me arrepentiría. En lo que pensaba, no solo en mi capacidad monetaria, sino en mi capacidad de poder cumplir con las dos deseosas, me di la vuelta para ver al Sucha y a La Mariela, pero ya no estaban en la mesa. Me corrió por la frente una gota de sudor cargado de un mal presentimiento. Me pare y revise el muro del fondo, intentando descubrir una puerta que conduzca al patio trasero, en eso veo abrirse las piernas de la pintura del fondo, y de ahí salir a una rubia oxigenada que después de terminar de contar sus billetes bien ganados, se los guardaba en el sostén descubierto, mientras el hombre de atrás se terminaba de subir la bragueta. Antes que se cierre la puerta, me deslice entre las piernas del mural. Era un patio escarpado, sin árboles ni flores, tan solo tierra que conducía a tres habitaciones, con bombillas encima del umbral. No había gente, tan solo un perro ladraba desesperadamente tratando de zafarse de la cadena que lo ahorcaba. Di media vuelta para entrar por la parte trasera de las piernas. En eso escucho un estallido de madera, y veo como la puerta de una de las habitaciones se deshace al tiempo que una mujer sale volando entre las astillas. Un hombre corpulento, como todos de la zona, se le acercaba y la alzaba al vilo de sus cabellos, levantándola y arrojándola de nuevo contra el muro de bloques de cemento, el golpe se escucho sordo en la noche. Nuevamente el hombrote se le abalanzo, le tomo de la polera (pulóver) y de un solo jalón la convierto en girón, dejándola a la mujer solo en calzones. Enrosco el trapo por el cuello de ella y empezó hacer presión, ella en intentos vanos trato de zafarse, pero no solo era la presión sobre el cuello, sino los 120 kg del hombre sentado sobre su humanidad. No me salieron palabras de auxilio, y mis ojos no podían dejar de ver aquella escena grotesca, gire en busca de la manilla de la puerta y, entre que la buscaba y miraba, choque con lo que adivine una pala. La tome e instintivamente sin pensar, corrí y propine el golpe justo en la nuca de individuo, rogando que lo haya desmayado, sino seriamos dos los ahorcados. Y el hombre cayo desplomado hacia atrás, sin saber ni si quiera quien o con que le golpearon. La muchacha se acurruco sobre si, respirando con dificultad, cubriendo su humillación y desnudez. Nadie salió, el perro aun seguía ladrando. Primero comprobé que el neandartelesco estaba bien desmayado, pateándolo en un costado, luego me acerque a la muchacha tratando de darle auxilio, protección o cobijo. Me puse de rodillas delante de ella, intentando no asustarle, levante los cabellos revueltos que cubrían su rostro y me encontré con unos ojos verdes, y sentí que de su cabellera se desprendía olor a pan de arroz. El hombre empezó a gruñir de dolor, seguramente en minutos mas ya estaría de pie buscando al cobarde que le propino el golpe por detrás. Antes que aquello fuera a suceder, decidí huir como lo había planeado desde que llegue. Me levante y entre que corría, la miraba, la reconocía, la olía, la amaba nuevamente. Entre a la habitación, jale a toda prisa una frazada y se la puse encima. Ella era más alta que yo, pero el miedo a que termine de invernar el oso, me dio la suficiente fuerza para alzarla en brazos. Trate salir por el lado derecho, pero una cerca de alambre de púas nos impedía, corrí al otro extremo, pero el perro y su larga cadena franqueaba todo el franco. La única alternativa era pasar por medio del salón. Pero una vez más la manilla de la puerta se escondía de mi mano, en eso vi que el gigante oriental se ponía de pie, cogiéndose la cabeza, pero inmediatamente sus ojos nos ubicaron cerca de la puerta de escape. Trastabillando, mudo y furioso se puso a nuestra caza. Dos metros antes que llegaran sus brazos a tocarme, encontré la manilla y aparecimos con el impulso en medio del salón. Quede parado con ella en brazos en el centro del jolgorio de música y carcajadas. El entro tomándose de las jambas de la puerta, y con la luz mortecina, pero suficiente, pude recién distinguir el uniforme de UMOPAR que llevaba. Se lanzo sobre nosotros, y caímos los tres al suelo, en medio de gritos, risas y silbidos, era comprensible, una escena de carnaval: una mujer desnuda, un militar y un citadino con lentes. Lo vi rápidamente pararse sobre nosotros, con una reacción de comando de selva, intente poner mi cuerpo sobre ella, en una actitud suicida, pero digna de un caballero en estado lamentable. Pero una sombra de su taco, de su percha, se le abalanzo por detrás tomándole con todo el brazo el cuello, sometiéndole. Era el Sucha que gritaba que corramos. La tome de la mano y olvidándonos de la frazada salimos del lugar.
Conduje sin parar durante doce horas hasta llegar a la ciudad. Ahora le mimo todos los días, y a cambio ella desayuna conmigo panes de arroz.

Texto agregado el 20-07-2010, y leído por 114 visitantes. (0 votos)


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