EL UNICORNIO 
 
Juan Emar  
 
 
Desiderio Longotoma es el hombre más distraído de esta 
ciudad. Se vio obligado a enviar a todos los periódicos el siguiente 
aviso: 
 
"Ayer, entre las 4 y 5 de la tarde, en el sector comprendido al N por 
la calle de los Perales, al S por el Tajamar, al E por la calle del Rey y 
al O por la del Macetero Blanco, perdí mis mejores ideas y mis 
más puras intenciones, es decir, mi personalidad de hombre. 
Daré magnífica gratificación a quien la encuentre y la 
traiga a mi domicilio, calle de la Nevada, 101". 
 
El mismo día recorrí el sector indicado. Tras larga 
búsqueda encontré en un tarro de basuras un molar de vaca. No 
dudé un instante. Lo cogí y me encaminé al 101 de la 
Nevada.  
Once personas hacían cola frente a la puerta de Desiderio 
Longotoma. Cada una tenía algo en las manos y abrigaba la certeza 
que ello era la personalidad humana perdida la víspera.  
 
La primera tenía: un frasquito lleno de arena;  
la segunda: un lagarto vivo;  
la tercera: un viejo paraguas de cacha de marfil;  
la cuarta: un par de criadillas crudas;  
la quinta: una flor;  
la sexta: tina barba postiza;  
la séptima: un microscopio;  
la octava: una pluma de gallineta;  
la novena: una copa de perfumes,  
la décima: una mariposa;  
la undécima: su propio hijo.  
 
El criado de Desiderio Longotoma nos hizo pasar uno a uno.  
Desiderio Longotoma estaba de pie al fondo de su salón. 
Siempre igual, risueño, grueso, con sus bigotitos negros, afable, 
tranquilo.  
Aceptó todo cuanto se le llevó. Distribuyó 
generoso las gratificaciones ofrecidas.  
 
A la primera le dio: un cortaplumas;  
a la segunda: dos cigarros puros;  
a la tercera: un cascabel;  
a la cuarta: una esponja de caucho;  
a la quinta: un lince embalsamado;  
a la sexta: una tira de terciopelo azul;  
a la séptima: un par de huevos al plato;  
a la octava: un pequeño reloj;  
a la novena: una trampa para conejos;  
a la décima: un llavero;  
a la undécima: una libra de azúcar;  
a mí: una corbata gris.  
 
Tres días más tarde visité a Desiderio Longotoma. 
Quería, en su presencia, instruirme sobre varios puntos que no es 
del caso mencionar aquí.  
Desiderio Longotoma estaba en cama. Sobre la cabecera había 
colocado, en una red de alambre que avanzaba hasta la mitad del lecho, las 
doce creencias de nosotros doce sobre su personalidad perdida.  
Bajo el total, Desiderio Longotoma meditaba.  
(Observación al pasar: la muela de vaca quedaba justo 
encima de su esternón).  
Esta meditación cobijada me recordó el consejo que 
el mismo personaje me dio el 1º de octubre del año pasado 
bajo el árbol de coral.  
Después de largo silencio, Desiderio Longotoma me dijo:  
—Deseo contraer matrimonio. Sólo puedo meditar a la sombra 
de algo. Deseo contraer matrimonio para meditar a la sombra de dos cuernos. 
He pensado en Matilde Atacama, la viuda del malogrado Rudecindo Malleco. 
Esta mujer, aparte de ser hermosa cual ninguna, tomó el 
hábito del amor cerebral. Como yo nada conozco de él, Matilde 
no tardará en engañarme. Lo único que me preocupa es 
la elección que haga referente a su amante. Pues hay hombres que, al 
poseer a una esposa ajena, hacen nacer, sobre el testuz del marido, cuernos 
de toro; otros, de macho cabrío; otros, de ciervo; otros, de 
búfalo; otros, de anta; otros, de musmón ...; en fin, de 
todos cuantos nos ofrece la zoología. Y yo quiero meditar bajo los 
grandes cuernos del ciervo. Nada más.  
Insinué:  
—¿Cree usted que yo ...?  
Contestó:  
—De ningún modo. Usted haría crecer el cuerno 
único del unicornio.  
El unicornio habita en las selvas de los confines de la 
Etiopía.  
El unicornio se alimenta únicamente de los pétalos 
fragantes de los nenúfares dormidos.  
Ello no quita que su excremento sea extremadamente fétido. 
 
El unicornio, para sus horas de reposo, fabrica con su cuerno 
único vastas grutas en la tierra muelle de los pantanos. De lo alto 
de estas grutas cuelgan estalactitas de ámbar y arañas 
velludas de un hilo de plata.  
El unicornio no se domestica. Cuando divisa al hombre se 
volatiliza todo él, salvo su cuerno que cae a tierra y queda recto 
sobre ella. Luego echa hojas dentadas y frutos encarnados. Se le conoce 
entonces con el nombre de "El Arbol de la Quietud".  
Sus frutos, mezclados a la leche, son el más violento 
veneno para las muchachas en flor. Esto, Marcel Proust lo ignoraba. De 
haberlo sabido, se hubiese evitado varios volúmenes.  
Las muchachas muertas así no se descomponen. Quedan 
marmóreas hasta la eternidad. El hombre que las contempla en su 
mármol pierde para siempre todo interés, por toda muchacha 
que hable, respire y se traslade en el espacio.  
No veo por qué causa cuanto se refiere al unicornio sea 
contrario a las intenciones de Desiderio Longotoma.  
Desiderio Longotoma insiste:  
—¡Cuernos de ciervo! ¡Nada más!  
 
Golpearon a la puerta. Entró una dama anciana. Entre sus manos 
traía un pedazo de arcilla en el que se hallaba enterrado, por el 
tacón, un viejo zapato de mujer conteniendo un verso de Espronceda. 
 
Desiderio Longotoma agradeció vivamente, obsequió 
como gratificación un pergamino y una ostra y, cuando la dama se 
hubo marchado, ensartó el todo en la punta de¡ paraguas de 
cacha de marfil. Luego repitió:  
—¡Cuernos de ciervo! ¡Nada más!  
 
Desiderio Longotoma ha contraído matrimonio con Matilde Atacama.  
Matilde Atacama ha tomado un amante que ha hecho crecer sobre la 
nuca de Desiderio Longotoma dos enormes cuernos de ciervo. El hombre puede, 
pues, meditar en paz.  
 
Después de sus meditaciones hizo lo siguiente:  
Compró una máquina trituradora, modelo XY 6, ocho 
cilindros, presión hidráulica. En ella echó los trece 
hallazgos que le remitimos cuando la pérdida de su personalidad. Y 
los trituró.  
Los trituró y los molió hasta dejarlos convertidos 
en un finísimo polvo homogéneo. Este polvo lo guardó 
en una retorta que cerró herméticamente y que expuso cinco 
minutos a la luz de la Luna.  
Mientras esto hacía, Matilde Atacama estaba en brazos de su 
amante, y yo terminaba los preparativos de viaje a los confines de la 
Etiopía.  
 
Me embarqué en Valparaíso en el S. S. Orangután y 
treinta y siete días más tarde desembarqué en 
Alejandría.  
Sigo a El Cairo. Visita a las Pirámides.  
Por la noche, visita al observatorio astronómico. 
Contemplé largo rato los magníficos resplandores de Sirio y 
los reconocí de cuatro años antes desde el observatorio del 
San Cristóbal. Luego contemplé la Luna. También 
reconocí sus montañas y; sobre todo, uno como enorme 
monolito, solo, desamparado, en medio de un inmenso desierto al parecer de 
hielo o de leche.  
Al reconocer así, me toma súbitamente la duda de la 
veracidad de El Cairo y de Santiago como dos diferencias en el espacio. 
Primó la idea de simultaneidad espacial. Se insinuó con Sirio 
y las montañas lunares; se acentuó, me llenó, mientras 
aquel monolito blanco pasaba a través de mi ojo.  
Al día siguiente, segunda visita a las Pirámides. 
Con el extremo del bastón golpeé repetidas veces una piedra 
de la base de la pirámide de Cheops. De este modo, con cada golpe, 
fue deshaciéndose la idea enviada por la Luna, y El Cairo y mi 
ciudad natal se desprendieron por entre océanos y continentes.  
Sigo en bote a la vela por el Nilo, luego en camello por toda 
clase de altiplanicies y, tres meses después de haber salido de 
Santiago, llego a los confines de la Etiopía.  
Dos días de ejercicios rítmicos para habituarme al clima y 
¡listo! He aquí cómo:  
Me coloqué en cuclillas al pie de un abedul teniendo a un 
lado una jarra con agua, al otro unos panecillos de la región, sobre 
la cabeza un despertador automático que sonaba apenas tenía 
sueño y, a mis pies, el retrato de una mujer desnuda que previamente 
atravesé con un colmillo de lobo y que coloqué sobre una 
casulla del siglo XVI. Y esperé, esperé, esperé... 24 
horas, 48 horas, 96 horas, 192 horas, y ...:  
Grácil, ágil, esbelto, silbante, luminoso, 
apareció por entre los verdes de la selva un soberbio ejemplar de 
unicornio.  
Ahora era menester lanzar un grito para llamarle la 
atención, me viera y se volatilizara. Grité:  
¡¡Presenten arrr...!!  
El unicornio se volvió hacia mí, me miró y se 
volatilizó. Y mientras su cuerno caía a tierra, se 
arrugó el retrato de la mujer desnuda y un guacamayo cantó.  
Cayó el cuerno y enterró su base. Minutos más 
tarde echaba hojas dentadas; horas más tarde echaba un hermoso fruto 
encarnado. Con unas largas tijeras lo corté, lo envolví en la 
casulla y, terminada mi misión, a grandes pasos me dirigí 
hacia el Mar Rojo.  
Allí un submarino me aguardaba. Regresamos por las 
profundidades de los océanos, pasando bajo los continentes, lo que 
me permitió hacer dos observaciones. Una: ningún continente, 
ninguna tierra del planeta, está adherida; todas flotan. Otra: la 
Tierra no gira sobre sí misma; la Tierra misma está 
completamente inmóvil respecto a su eje; lo que gira es esta capa de 
agua que la envuelve y sus continentes flotantes; pero su núcleo (es 
decir casi todo ella) —repito— no.  
Al participarle esta segunda observación al Primer 
Ingeniero, me miró un rato, sonrió, luego me golpeó el 
hombro y se marchó a su cabina. Un minuto después 
volvía con una pelota de tenis que hizo girar sobre sí misma 
entre sus dedos. Me preguntó:  
 
—¿Gira o no sobre sí misma?  
Respondí:  
—Ciertamente. 
 
—Pues bien —prosiguió—, es lo mismo con la Tierra: puesto 
que gira aquí en la pelota la goma y la badana que la envuelve, 
¿que importa lo que haga el vacío interior? La pelota 
gira y no hay más. Alegar lo contrario, amigo, es caer en demasiadas 
sutilezas.  
—Permítame usted, señor Primer Ingeniero. Si esa 
pelota fuese en su interior, pongamos una bola de madera y usted, al mover 
los dedos, hiciese girar y resbalar sobre tal bola la badana exterior, 
¿giraría el total? Yo digo: no. Y tal es, creo, el caso 
de la Tierra.  
—Se equivoca usted, amigo mío. La Tierra es como esta 
pelota y no como la que imagina usted. Dentro de ella no hay nada, dentro 
de ella es el vacío.  
—¿Es posible?  
—Muy posible. Dése usted el trabajo de pensar un poco: 
piense que si dentro hubiese algo, ese fuego de que se habla, o esas capas 
con demonios y sabandijas gratas a su amigo Desiderio Longotoma, o lo que 
fuese, ¿cree usted que seríamos, nosotros los hombres, 
los tristes y malogrados seres que somos? ¿Cree usted que 
iríamos, como vamos, penando entre los dolores, las miserias y el 
amor? No por cierto, amigo mío. Tenga usted la certeza que una luz 
brillaría en nuestras frentes altivas. En el interior de la Tierra 
es el vacío.  
Me dirigí al Piloto Primero. Me dijo:  
—Tiene usted razón. El interior de la Tierra está 
inmóvil respecto a su eje, no gira. Lo que gira es esta capa de agua 
con sus sólidos en flotación.  
—Sin embargo —me atreví a insinuar— hay quienes dicen que 
más allá de estas aguas no hay absolutamente nada.  
—Error —respondió—. Todo el interior está formado 
por un metal oscuro, compacto, imperforable, un metal duro y mudo. Si 
así no fuese, si existiese allí un inmenso hueco capaz de ser 
recorrido y atravesado por aves y por espíritus, ¿cree 
usted que seríamos, nosotros los hombres, los pesarosos y 
angustiados seres que somos? No, señor. Una sonrisa divina 
acompañaría siempre nuestros rostros y la mueca del pesar nos 
sería totalmente desconocida. En el interior de la Tierra 
sólo hay un metal negro y pesado como el destino.  
—Haya lo que haya —dije—, desearía saber otra cosa, 
señor Piloto Primero: ¿por qué en un submarino 
como éste hay una pelota de tenis?  
—Eso, señor mío —respondió—, no lo 
sabrá usted jamás.  
Dicho lo cual se alejó.  
Siguió nuestra navegación. Veintiocho días 
después de habernos despegado de las costas del Mar Rojo, pasamos 
bajo los Andes. Vimos desde el fondo el enorme cráter del Quizapu 
como un tubo lóbrego y carcomido. Como era de noche en aquel 
instante, vimos arriba, coronándolo, un cometa que pasaba.  
Al penetrar en las aguas del Pacífico, salimos por primera 
vez a superficie. A media milla de nosotros pasaba, rumbo al sur, un bote 
del Caleuche, tripulado por tres brujos muertos de pie. Sobre el tomo del 
submarino se formó una discusión. Aseguró el Primer 
Ingeniero:  
—Esos tres cadáveres son de sexo masculino, pues han de 
saber ustedes, que desde que el Caleuche existe, es decir desde que Dios 
separó los mares de las tierras, quedó formalmente 
establecido que jamás ninguna bruja muerta podría ocupar 
ninguno de sus botes.  
El Piloto Primero hizo una mueca y, pidiéndole el catalejo 
al Capitán, dijo solemnemente:  
—Un momento.  
Miró largo rato. Luego prosiguió:  
—Señor Primer Ingeniero, se equivoca usted. El tercer 
cadáver, el que va a popa, pertenece al sexo femenino. Amigo (se 
dirigió a mí, confírmelo usted.  
Y me alargó el catalejo.  
En verdad aquel cadáver era más pequeño que 
los otros dos, de su cráneo raído colgaban algunas largas 
mechas que hacían pensar más en la cabellera de un ser que 
hubiese sido femenino al pasar por este mundo, y bajo los harapos se 
adivinaba en su pecho materia blanda, de jalea, y no recias costillas como 
en los otros dos.  
Tales observaciones no pusieron fin a la discusión. El 
Primer Ingeniero exclamó:  
—Señor Piloto Primero, no me contradiga usted. Mi ciencia 
sobre el Caleuche es total. Y prueba de ello, vea usted: son en este 
momento las 2 y 38 minutos. Pues bien, siendo que sopla un viento noroeste 
fuerza 3 y siendo que hay sólo dos nubes en el cielo y ningún 
pez a la vista, el Caleuche debe pasar dos horas diez y siete minutos 
después que una embarcación suya tripulada por tres 
cadáveres.  
Esperamos.  
En efecto, a las 4 y 55, vimos a babor las puntas de los palos del 
barco y, bajo las aguas, el resplandor de sus luces submarinas.  
La ciencia del Primer Ingeniero era, sin duda, profunda. Sin 
embargo el Piloto Primero no dio su brazo a torcer. Sonreía con 
malicia solamente. Después me llamó a un lado y me dijo al 
oído:  
—El señor Primer Ingeniero sabe mucho, una enormidad, 
respecto a la relación de tiempo y distancia entre el Caleuche y sus 
embarcaciones, pero en lo que se refiere al sexo de los cadáveres 
que tripulan estas últimas, créame usted, es un perfecto 
ignorante.  
Y sin más, nos metimos submarino adentro para sumergirnos 
nuevamente.  
Dos días más tarde aparecíamos en 
Valparaíso.  
 
Viajé a Santiago en auto esa misma noche.  
A las 2 de la madrugada estoy frente a mi casa con la casulla y el 
fruto encarnado bajo el brazo, mientras el coche se aleja presuroso.  
Y empieza otra historia.  
 
No corría aún un minuto, cuando un deseo me cogió: 
abrir mi puerta con otra llave, entrar en puntillas en el más 
absoluto silencio, aguardar largo rato tras cada paso, temblar con el ruido 
de las ratas y robar, robar cuanto pudiera en mi propia casa.  
Así lo hice.  
De un armario saqué un gran trapo negro para ir echando los 
objetos robados. Tengo en mi escritorio la calavera de Sarah Bernhardt: me 
la robé. En el hall tengo un cuadro de Luis Vargas Rosas, me lo 
robé. En el comedor tengo dos viejos saleros de oro, me los 
robé. Y en todos los rincones de la casa tengo las obras completas 
de don Diego Barros Arana, me las robé.  
Así llegué a mi dormitorio.  
A esa hora y ese día —si Desiderio Longotoma no me hubiese 
hablado del unicornio— debería yo estar en cama durmiendo. A esa 
hora y ese día, si un ratero hubiese entrado a mi habitación, 
después de desvalijar media casa, debería yo despertar y, 
alzándome bruscamente de entre las sábanas, gritar: 
"¿Quién vive?". Así es que 
desperté y grité.  
Si saqueando alguna vez el dormitorio de un ciudadano honesto 
oyese yo en la noche su voz de alarma, debería agazaparme tras un 
ropero y esperar ansioso, corriendo la mano hacia un arma, en este caso, 
hacia las largas tijeras que allá en los confines de la 
Etiopía me sirvieron para cortar el fruto del árbol de la 
quietud. Así es que me escondí y mi mano se armó. 
Silencio.  
Ante el silencio, volví a gritar: 
"¿Quién vive?".  
Apreté las tijeras. Mi respiración jadeante 
rebotó contra las tablas del ropero que me ocultaba.  
Desde mi cama, oí su jadear. ¡Ni un momento que 
perder! Salté al suelo, cogí del cajón del velador mi 
revólver y, ¡luz!  
Al verme iluminado y sorprendido, no vacilé. Salté 
corno un leopardo, altas las puntas de las tijeras.  
Al verme así acometido, apunté y disparé.  
Al ver la boca de] revólver hice un rápido gesto 
para esquivar. La bala me rozó la sien derecha y fue a incrustarse 
en el espejo de enfrente. Entonces pegué con las tijeras con toda la 
fuerza de mi brazo, hundiéndolas en el vientre.  
Herido, tajeado así, el revólver se me escapó 
y caí cuan largo soy.  
Fue lo que aproveché para ajustar un segundo tijeretazo y, 
esta vez, escogí el corazón.  
Con el corazón perforado, fallecí.  
Eran las 2 y 37 de la madrugada.  
Ante mi cuerpo muerto y sanguinolento, retrocedí con paso 
cauteloso. Recordé entonces el cuerpo yerto de Scarpia mientras 
Tosca retrocede.  
Volví a cruzar, de espaldas, el umbral de casa. 
Volví a respirar la humedad del asfalto. Un nombre resonó en 
el silencio de mi cabeza: ¡Camila!  
Me guarecí aquella noche en un hotel cualquiera. 
Repetí: ¡Camila!  
Dormí.  
Al día siguiente la prensa anunciaba mi muerte con grandes 
letras, encabezando los artículos con estas palabras:  
 
 
ESPANTOSO CRIMEN 
 
Al día subsiguiente la prensa daba cuenta de mis solemnes 
funerales. 
 
Ya una vez sepultado, largo a largo bajo el pasto, las cucarachas y las 
hormigas, volvió a resonar en mi cabeza vacía aquel nombre 
idolatrado de ¡Camila, Camila, Camila!  
Entonces pensé que el fruto del árbol de la quietud, 
mezclado con leche, fue lo que ignoró Marcel Proust.  
¡Camila!  
Marqué su número de teléfono: 52061.  
¡Camila!  
 
Lo que siempre a Camila le reproché, entre risas y sarcasmos de 
ella, fue su absoluta ignorancia. Camila, hasta hace pocos días, 
creía que las cáscaras de las almendras eran fabricadas por 
carpinteros especialistas para proteger el fruto mismo; que Hitler y Stalin 
eran dos personajes íntimamente ligados a nuestro Congreso Nacional; 
que las ratas nacían espontáneamente de los trastos 
acumulados en los sótanos; que Mussolini era ciudadano argentino; 
que la batalla de Yungay había tenido lugar en 1914 en la frontera 
franco-belga. Camila vivía fuera de toda realidad, fuera de todos 
los hechos. Camila ignoraba, pues, el espantoso crimen y la triste 
sepultación. Así es que, al verme llegar a su casa, 
corrió alegre hacia mí y me tendió sus brazos con una 
soltura de animalito nuevo.  
Luego, riendo de buena gana, indicó la casulla bajo mi 
brazo y me gritó:  
—¿Tú de fraile?  
Entonces, ante sus ojos atónitos, la desenvolví y le 
mostré el magnífico fruto encarnado.  
—¿Se come?— me preguntó.  
Tras mi afirmación lo cogió entre sus manos y, con 
una caricia larga, suave y húmeda, le pasó de alto a bajo su 
lengüita palpitante. En seguida quiso enterrar en él sus 
dientes. La detuve.  
—Así no. Podría hacerte daño. Hay que 
mezclarlo con leche.  
 
Cuando se está sepultado largo a largo bajo las hormigas y las 
cucurachas de un cementerio, todo sentimiento de responsabilidad 
desaparece.  
Este sentimiento se hace activo y clava cuando los demás 
hombres le muestran a uno con el dedo, por las calles, al pasar.  
Pero si uno se halla largo a largo, no hay dedo que logre perforar 
una lápida funeraria.  
 
Comimos ambos del fruto encarnado. Sólo que ella era una muchacha 
en flor. 
 
Sobre la misma mesa recosté el cadáver de mármol de 
Camila y, muy lentamente —por fin—, lo desnudé. Tal cual ella 
había hecho momentos antes con el fruto, hice yo ahora desde sus 
cabellos hasta sus pies. Luego quedó envuelta en el gran trapo negro 
que saqué del armario. Trapo vacío. Pues los objetos robados 
fueron cayendo a lo largo de las aceras mientras de mi casa me 
dirigía al hotel murmurando el nombre idolatrado de Camila.  
Nuevamente por las aceras, bajo el peso de su mármol. 
Allá en su casa, en los diferentes sitios ocupados por ella cuando 
vivía, han quedado pedazos de la casulla del siglo XVI y, sobre su 
cama, las largas tijeras.  
 
Desiderio Longotoma hace gimnasia todas las mañanas. Luego se 
baña en agua a 39 grados. Luego, durante no menos de media hora, se 
fricciona el pecho y las extremidades con el finísimo polvo 
homogéneo que le proporcionó su máquina xy 6, ocho 
cilindros, presión hidráulica.  
—Esto es magnífico para la salud —me dijo apenas me 
apercibió—. Lástima que usted no vaya jamás a gozar de 
estas fricciones porque su memoria es admirable. Yo, gracias a la debilidad 
de la mía, ya ve usted, desafío como si tal cosa los rigores 
del invierno, los calores estivales, las grandes comidas, las bebidas 
fuertes, el tabaco y el amor.  
Terminadas sus fricciones, se vistió y se acicaló 
con marcado esmero. Se puso una flor en el ojal. Pasó a su 
salón. Encendió un habano. Echó la pierna arriba. Se 
frotó las manos. Me preguntó:  
 
—¿Qué lleva usted ahí?  
Cayó el trapo negro.  
—¡Camila! 
 
Blanca, fría, dura en su desnudez hecha de este modo indecoroso 
hasta el grado máximo del placer. 
 
Pasada la medianoche, como dos granujas misteriosos, Desiderio Longotoma y 
yo, salimos del 101 de la calle de la Nevada llevando, él por los 
pies, yo por la cabeza, los restos de Camila. Las aceras por tercera vez.  
A mitad de camino, a pedido mío, cambiamos de 
posición. El tomó la cabeza, yo los pies. Pues yo siempre he 
encontrado en los de Camila tema mucho más hondo de 
meditación que en sus cabellos.  
Una hora más tarde entrábamos al cementerio.  
Diez minutos después hallábamos mi tumba y 
adivinábamos a través de la lápida la sórdida 
descomposición de mis vísceras.  
Desiderio Longotoma oró largo rato con voz menuda y 
precipitada.  
Luego arrancamos de mi tumba la cruz y nos dirigimos a la de 
Julián Ocoa que fue siempre hombre bueno y violinista distinguido. 
Sobre ella la colocamos ya que él nunca creyó en Dios ni en 
Jesucristo su único hijo.  
Recogimos después a Camila, quedada momentáneamente 
en el césped; la alzamos; y enterramos sus piececitos en el sitio 
en que, momentos antes, se enterraba el de la cruz.  
Esta vez oramos los dos y un grillo.  
 
Al día siguiente los artistas discutían la nueva escultura, 
 
Hubo quienes hallaron aquello de un naturalismo demasiado osado; 
hubo quienes, de una estilización exagerada. Hubo quienes la 
emparentaron a Atenas; quienes, a Bizancio; quienes, a Florencia, quienes, 
a París. Hubo quienes consideraron ultrajante hacer brillar el 
cuerpo púber de una virgen sobre los que ya no son; hubo quienes 
aseguraron que la desnudez de una muchacha en flor redimía, con su 
presencia, todas las faltas de cuantos duermen bajo tierra. Hubo quien 
arrojó a sus pies un cardo; quien, una orquídea; quien, un 
escupitajo; quien un puñado de corales y madreperlas.  
Yo observaba todo aquello tras un ciprés; Desiderio 
Longotoma, agazapado en una fosa vacía.  
Tres días más tarde ningún artista 
volvió a opinar palabra sobre los mármoles de Camila. Vino 
entonces el invierno y la lluvia corrió helada sobre sus formas 
puras frente a las nubes.  
 
Dos horas antes de aparecer el Sol tras los Andes, voy, diariamente, con 
pasos lentos, al cementerio.  
Me coloco frente a mi tumba y a Camila. Inmóvil, medito.  
Quiero hacer mi meditación profunda. Quiero que abarque la 
muerte toda y todos sus arcanos. Pero una imagen flotante me distrae. Una 
imagen que quiero imitar, reproducir allí mismo para que entonces, 
sí, pueda mi honda meditación no dejar arcano sin penetrar.  
Es la imagen de Hamlet junto a la fosa. No; es la imagen colgada 
en el muro de la casa de mis padres representando a Hamlet junto a la fosa. 
 
Por imitarla, porque todo aquel cuadro, mi cuadro, sea semejante 
al otro, al del muro, no penetro arcano alguno de la muerte.  
Sólo veo a Camila. Sólo me pregunto quienes estaban 
en la verdad y quienes erraban: Atenas o Bizancio, Florencia o 
París. Sólo llego a la conclusión que el yerro era 
general y que era causado porque todos ignoraban lo que realmente 
representaba la estatua que se erguía ante sus ojos. Entonces 
—igno-rantes y para substituir tal ignorancia— querían aproximarla a 
una verdad cualquiera: Atenas, Bizancio, Florencia, París.  
Ignoraban que aquello era Camila, mi adorada y desdichada Camila; 
que aquello era su cuerpecito siempre resistente al amor y hoy a la 
intemperie de las miradas; que aquello era mi total irresponsabilidad 
protegida por una lápida mortuoria y hecha mármol por el 
crimen.  
 
Un mes que, a diario, repito mis visitas.  
Durante los primeros veinte días fui solo. Al partir del 
vigésimoprimero me hizo compañía Desiderio Longotoma. 
 
Ya ese polvo homogéneo de su máquina trituradora se 
había consumido poros adentro y el buen hombre empezaba a sentirse 
atraído por la calma oscura de los camposantos.  
—Usted será mi público, Desiderio Longotoma. 
¡Nada de halagos precipitados! Quiero su opinión franca, 
su opinión espontánea, Desiderio Longotoma.  
—De acuerdo, amigo, de acuerdo.  
Esto, noche a noche.  
Tomo en mi izquierda un gran trozo redondo de arcilla. Desde la 
visita de la dama anciana, los trozos de arcilla en las manos me 
obsesionan. Entierro en él un zapatito femenino imaginario. No de 
Camila, no. Entierro el zapatito de charol negro con tacón rojo de 
Pibesa. Porque a Pibesa la beso, sobre todo cuando se calza así. Y 
como nunca Camila me dio sus labios, ahora, a través de la imagen de 
los taconcitos de Pibesa, beso, mudo, a la que ya no es de este mundo.  
Alargo un dedo hacia la estatua, y, al tocarla, exclamo 
despachado, altivo:  
—"Aquí colgaban esos labios que no sé 
cuántas veces he besado. ¿Dónde están 
vuestras bromas ahora? ¿Y esos relámpagos de 
alegría que hacían de risas rugir la mesa?".  
—¡Bravo! ¡Bravo! —grita frenético 
Desiderio Longotoma—. ¡Eso es arte!  
Y ríe, pues Desiderio Longotoma demuestra su entusiasmo 
sobre todo riendo. Se oye su reír dulce, de cascada. Yo entonces 
envalentonado:  
—"¡Qué! ¿Ni una palabra ahora 
para mofaros de vuestra propia mueca?".  
Hago luego un amplio gesto circular con mi diestra, mientras cae, 
deshaciéndose, el trozo de arcilla y vuela por los aires la imagen 
del zapatito ahora de ambas. Mi tragicismo llega a su máxima 
intensidad. Profiero:  
—Alas, poor Yorick!  
 
Desiderio Longotoma casi en éxtasis:  
—¡Magnífico, amigo, magnífico! Y ríe 
interminablemente.  
Esto, noche a noche, durante diez noches.  
Y empieza una tercera historia.  
 
 
Cirilo Collico es pintor. Es un pintor distinguido, meritorio. Sin tener 
ni haber tenido jamás audacia alguna, sin que se pueda esperar de 
él ni un milígramo de novedad, no es posible negarle una 
cierta sensibilidad dulce, casi femenina, es decir, casi como se ha 
acordado —no sé por qué— que debiera ser la sensibilidad 
femenina. Cirilo Collico gusta de los colores suaves, de los azulinos, los 
violáceos, los esmeraldas glaucos. Pasa largas horas contemplando 
las tonalidades esfumadas que dejan sobre los guijarros el tiempo y la 
lluvia. Una tela de más de medio metro le asusta. Durante los 
días de sol se encierra en su casa. Durante los días helados 
va por las calles humildes de los extramuros y a cada momento abandona en 
el aire gris una lágrima de emoción. Su ideal, su supremo 
ideal, es pintar alguna vez la luz de un relámpago diurno. Los 
relámpagos nocturnos le erizan los nervios y los detesta tanto como 
al Sol, como a Rembrandt, como a Dante, como detesta las armas de fuego y 
los labios de sangre de las mujeres de mirar sostenido. En cambio, solo en 
su taller, bajo la claraboya lluviosa de un mediodía invernal, 
Cirilo Collico vibra como una nota de laúd si, de súbito, sus 
muros se iluminan un instante con el verde hueco y lavado de un 
relámpago perdido. 
 
Cirilo Coltico es detective. Es un detective agudo, sagaz, de ojos 
de lince y velocidad de liebre. Durante estos últimos años 
casi no hay escándalo ni crimen en cuya dilucidación no haya 
intervenido Cirilo Collico. Cuando los policías oficiales 
están ante un asunto sin hilo que seguir, siempre hay uno de ellos 
que llega a su taller a pedirle una posible orientación. Cirilo 
Collico escucha, anota, estudia, husmea, sale, corre, interroga, atisba, 
deduce, sorprende y encuentra. 
 
Hace ya varios días hablaba yo sobre el personaje conjavier 
de Licantén, el inmenso vate. 
 
—¿Cómo te explicas —le pregunté— tal 
dualidad en un hombre? Pintor fino, delicado, alméndrico, a la par 
que detective apasionado ante las infamias y la sangre.  
—No hay tal —me respondió—. Cirilo Collico es, ha sido y 
será siempre un detective, nada más que un detective y 
sólo una cierta pecaminosa vergüenza interior —al constatar que 
fuera de infamia y sangre nada le interesa— sólo ella, le hace 
parodiar en su taller de invierno a un ser sutil y exquisito como las 
almendras.  
Poco después hablé del mismo asunto con el doctor 
Linderos, eminente psiquiatra. A mi pregunta respondió:  
—No hay tal. Cirilo Collico es, ha sido y será siempre un 
finísimo pintor y nada más. Y lo es a tal extremo, a tal 
extremo es finísimo y a tal extremo se afina más y 
más, que él mismo ha llegado a sentir que, de seguir 
así, va a convertirse en un ser totalmente ajeno a la realidad, y a 
esto le teme grandemente. Entonces, ante el peligro, aprovecha sus momentos 
de ocio para sumergirse en esa realidad y la busca desnuda y cruel, es 
decir, con sangre y con infamias.  
— Sea como fuere —dije—, desearía saber una cosa, doctor: 
¿por qué Cirilo Collico insiste en verme?  
—Eso, mi amigo —respondió—, ya lo sabrá usted, ya lo 
sabrá.  
Y se alejó sonriente.  
 
Ayer me encontré con Cirilo Collico. Paseamos largo rato por las 
calles hablando de pintura, nada más que de pintura. No hablamos ni 
una sola palabra de sus actividades detectivescas.  
En la calle del Zorro Azul, entre el barullo de los 
transeúntes, nos cruzamos, de una acera a otra, con Desiderio 
Longotoma. Al verme, me hizo un signo de inteligencia y después, 
riendo me gritó:  
—Alas, poor Yorick!  
Enrojecí. Cirilo Collico me detuvo. Luego con acento grave 
me preguntó:  
—¿Qué ha dicho ese hombre?  
Respondí vacilante:  
—Ha dicho una tontería, no sé; creo que: Alas, poor 
Yorick. Es un tío un tanto chiflado, ¿sabe usted?  
 
Cirilo Collico entonces:  
—Está bien.  
Una pausa.  
—Por la noche tendrá usted noticias mías.  
Otra pausa.  
—Por el momento, ¡adiós!  
Y se alejó con pasos lentos.  
 
 
Apenas terminé de comer y mientras encendía un cigarrillo, 
sonó el timbre. Era el cartero. Me alargó un pequeño 
sobre.  
 
Lo abrí y leí:  
 
 
"CIRILO COLLICO saluda atentamente a su amigo Juan Emar y te 
suplica ir, sin tardanza, a casa de su señor padre, tomar su 
sombrero de copa y ver lo que hay en su interior". 
 
Obedecí. 
 
Minutos más tarde le decía a papá:  
 
—¿Dónde está tu sombrero de copa?  
—Allí, sobre la cómoda.  
—¿Permites que mire dentro de él?  
—Mis hijos, en mi casa, pueden mirar cuanto quieran.  
Avancé. 
 
Miré.  
Dentro del sombrero de copa de papá no había nada, 
absolutamente nada. ¿Qué broma o necedad era entonces la 
tarjeta de Cirilo CollIco? Cuando de pronto sentí un vuelco en el 
corazón y noté que palidecía. Al fondo, grabado sobre 
el forro de seda, el sombrero inscribía su marca: arriba, su nombre; 
abajo, su dirección en Londres; al centro, el escudo de Gran 
Bretaña. Eso era lo que debía ver.  
El escudo de Gran Bretaña tiene a un lado un león 
coronado; al otro..., un magnífico y altivo ejemplar de unicornio!  
Anoche no dormí.  
 
Hoy, a la hora del aperitivo, ha venido Cirilo Collico. Nos sentamos junto 
al fuego. Llamé al criado. Estuve a punto de pedirle whisky. Sin 
embargo, juzgué que era acaso preferible algo de otra tierra, 
sí, de otra tierra.  
 
—Viterbo, dos oportos.  
Bebimos en silencio.  
De pronto Cirilo Collico me dijo:  
—La Edad Media fue una época extraordinaria.  
—Por cierto —respondí.  
Nuevo silencio. Ladró un perro en la calle. Llamé:  
—¡Dos oportos más!  
Cirilo Collico bebió. Cirilo Collico me dijo: 
 
—Lea usted las desdichas de Dragoberto II, príncipe 
soberano de la Carpadonia, allá por los años de 1261.  
Y me alargó un pequeño libro de tapas de cuero viejo 
abierto en la página 40. Leí:  
 
"Y es el caso que Dragoberto II, ebrio de sangre, quiso 
seguir devastando cuantas comarcas hollaran las pezuñas de su potro 
indómito. Mas al cruzar las cumbres de los montes Truvarandos y 
entrar al verde valle de Parpidano, apareció de súbito, alta 
en la diestra la cruz del Redentor, el más anciano de los monjes de 
la Santa Hermandad del Unicornio, y..."  
 
 
La voz se me atajó en la garganta. Tosí. Moví los 
pies.  
—Demonios! —exclamó Cirilo Collico mirando su reloj—. Ya es hora de 
comer. Me marcho, me marcho.  
Desde el umbral me dijo: 
 
—Mañana seguiremos la lectura. Mañana a primera 
hora.  
Y se marchó.  
 
Apenas sus pasos se perdieron, escapé de casa como un demente. 
Corrí, corrí.  
Llegué al cementerio. Llegué frente a Camila. 
Oré por última vez en mi existencia. Esta vez un 
escorpión y una paloma llevaron el coro. Amén.  
Alcé la lápida. Y dulcemente me recosté sobre 
mis entrañas en putrefacción.  
 
Las putrefacciones tienen tendencia a subir hacia los cielos.  
Suben las mías con ritmo de siglos. Suben 
inconteniblemente. Suben, llenándolos, por los intersticios 
intraatómicos.  
Ya han pasado ataúd arriba. Ya han pasado la lápida. 
Ya tocan las plantas de los piececitos de Camila.  
 
Y suben siempre.  
Inundan a Camila. 
 
Camila se cubre, de dentro hacia afuera, de las putrefacciones 
mías.  
Camila cubre su cuerpecito idolatrado de una pátina de 
suave y límpida fetidez.  
Los artistas de la ciudad entera la contemplan arrobados.  
 
Uno ha dicho:  
—Es la pátina de París.  
Otro ha dicho:  
—Es la pátina de Florencia.  
Otro:  
—Es la pátina de Bizancio.  
Otro:  
—Es la pátina de Atenas.  |