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En memoria de
Mario Benedetti
autor insigne,
cuentista sin par,
con toda mi admiración
y todo mi respeto.


Diario de un cabrón ordinario 1

I

El encargado de las luces acababa de dirigir un foco blanco sobre ella. Eran las instrucciones para los bailadores que sobresalían de la masa.

Llevaba gafas oscuras que le comían media cara, pero de ella toda emanaba un aura que atraía las miradas como los rayos solares el girasol. Bailaba sola al compás de la música del Twenty Four y a su alrededor se había formado un coro de admiradores que se agitaban con la esperanza de ser atrapados en su círculo de luz.

Yo era uno de ellos.

Ella llevaba un vestido corto, recto, de tela blanca, sin mangas y con escote discreto que hacía resaltar los tonos dorados de su piel, así como su pelo largo de un castaño claro.

Rodeado de cuerpos masculinos, el suyo, menudo, absorbía las ondas de la música para traducirla en movimientos, ademanes, ondulaciones en perfecta armonía con el ritmo propuesto, fuese latino o rockero.

Era un encanto mirarla.

Había venido con una amiga, pero, desde que llegaron, ésta había puesto los ojos en un chico rubio - camiseta y tejanos ajustados - y le estaba tirando los tejos sin cuidar más de ella.

Cuando cambió la música de ritmo, permaneció unos momentos en la pista, como desorientada, y yo, recordando que la ocasión es calva, acudí a tomarle la mano para llevarla a la mesa donde había dejado chaqueta y bolso.

Nos sentamos, llamé al camarero para que nos trajera de beber, nos apuntamos los dos por una cerveza y entonces me dijo :

— Me preguntaba cuándo ibas a abordarme.

Yo no daba crédito.

Cruzaba las piernas en el sofá bajo y su vestidito revelaba buena porción de unas piernas ahusadas admirables. Me ardía la mano más próxima a su rodilla derecha, pero no me atreví, a pesar de la claridad de la señal que me acababa de dar.

Apuramos las cervezas con bastante prisa, porque entre el calor sofocante del local y el del baile nos había entrado una sed elefantina. Yo iba a proponerle otro trago, cuando me puso una mano en el muslo y me dijo :

— Vámonos de aquí. A mi casa ¿te apetece?

Vaya que sí, pensé.

Fin del acto primero.

II

— ¿Queda lejos?
— Dos manzanas. Podemos ir andando.

Me había cogido del brazo, como si fuésemos pareja vieja.

Era noche negra y las farolas dispensaban poca luz. Yo le había rodeado la cintura y ella se dejaba besar caminando. Pero distraídamente diría, como si tuviera la atención puesta en otra parte.

Al cabo de unos centenares de metros, me dijo : "Aquí es" y del bolso sacó dos llaves atadas por un cordoncito. Me tendió una :

— ¿Quieres abrir? La cerradura es un poco dura.

Era un portal con verja de un inmueble moderno, con ascensor.

— Segundo derecha.

A estas horas de la madrugada, venía vacío y como teníamos ya mucha prisa, empezamos a quitarnos la ropa mientras subíamos. Sus manos se deslizaron hacia min cinturón, las mías le buscaban el bajo del vestido.

Abrí el estudio con la segunda llave sin darme cuenta de lo que hacía realmente, porque ya se había apoderado de mí la parta baja de mi individuo y en vano hubiera tratado de reunir dos pensamientos ajenos a nuestro ajetreo. Y creo que ella también
.
Sin alumbrar, cerrada la puerta con una patada, rodamos por la moqueta hasta dar con el borde de algo que resultó ser la cama.La izé en ella, volaron nuestras últimas prendas y... nos perdimos el uno en la otra.

Fin del acto segundo.

III

Me daba un martillo neumático por las sienes. Demasiadas mezclas alcohólicas - gin-tonic, mojito, cerveza. La luz que se filtraba por las cortinas medio corridas me parecía otra enemiga ensañada contra mí. Tenía la garganta y la lengua rasposas como papel de vidrio. Las once y diez, marcaban los dígitos fosforescentes en el despertador.

Me volví y entonces la vi.

Reposaba boca arriba con los ojos abiertos en la penumbra.

Me dio un vuelco el corazón. Un instante, la creí muerta. Mi mano fue por ella y comprobé de nuevo el contacto de su carne firme y tibia.

La llamé dulcemente mientras recorría con los labios la punta de los senos ya serenos, el ombligo diminuto, el vello claro, los pies de uñas lacadas de carmín.

Se desperezó lentamente, moviendo suavemente las caderas bajo los besitos.Emprendí el recorrido inverso, demorándome en el sexo tumescente hasta que gimiera un poco.

Entonces fue cuando di la luz y la miré a los ojos por primera vez : de un azul algo desteñido seguían abiertos, fijos, muertos. Me quedé espantado, en silencio.

Lo sintió sin duda y dijo :

— Te enteraste ¿verdad, amor?

Sin respuesta mía, al poco rato alargó la mano en mi dirección. Pero sus dedos no encontraron más que la seda negra de sus sábanas.

A pesar de mis precauciones, resonó un poco la puerta. Ya estaba, desnudo, en el pasillo, con mis trapos recogidos a toda prisa entre manos.

La chica que dormía con los ojos abiertos era...ciega y se llamaba Cecilia*.

Demasiado para mí.

FIN

*del latín "cæcilia", femenino de "cæcilius", derivado de "cæcus" uno de cuyos sentidos es "ciego".

©Pierre-Alain GASSE, julio de 2010.
http://pierrealaingasse.fr/esp/

Texto agregado el 30-07-2010, y leído por 130 visitantes. (0 votos)


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