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Señor Juez:

Entonces miré su vida y miré aquella otra vida y no, le juro que no, el impulso fue más. ¿Cómo pueden? ¿A qué juegan cuando se entristecen y esconden la cara y entonces toda su vida gira entorno del escondite?
No hay respuestas ni estadísticas ni verdades absolutas que aseguren que esa forma de estar triste sea más válida o más de verdad que ésta de acá, yo persona y mi adentro. Pero no, señor. No pude aguantar levantarme y sacudirle los hombros, agarrarles la ropa y desacomodárselas todas, despeinarlos, moverles la mandíbula hasta que griten y pregunten che qué te pasa.
Nada de eso estaba pasando. En realidad, yo sencillamente miraba. Miraba sus pasos delicados en la vereda, su presencia indetectable, su postura arrollada sobre sí mismo como diciendo acá no estoy. Y no quería, Señor Juez. No quería que se consumiera pasivamente dentro de su propio cenicero, echando un humo tenue que nadie ve, nadie huele y nadie prohibe porque no molesta.
Ahí, acabo de encontrar el problema: no molesta. ¡Si por la calle camina una persona triste y nadie lo nota, si no irradia una energía de las que pegan cachetadas y patean las partes bajas del cuerpo, entonces no sirve! No podemos aceptar la pasividad de entristecernos en silencio, apretados contra la ropa y tras la bufanda. No podemos girar y girar en un espiral interminable, siempre con los mismos recorridos y siempre con la misma cara muerta.
Yo quería que todos sepamos explotar como se debe explotar. Sin manchar paredes no sirve. Sin ensuciar empapelados no sirve. Sin arruinar blancuras no sirve. A cambio de nuestro silencio recibiremos una cuota más de sumisión, hundidos y sin saber porqué no estamos en otra parte, con otro ánimo y otra gente que sí nos vea.
Por eso, Señor Juez. Por eso no me banco los grises cómplices, su actitudes de justificarse mutuamente el lenguaje inentendible, las indirectas, esos intentos de grito que solo son susurros roncos, intentando parecer sutiles y queriendo, por dentro, arrancarse la garganta de furia y de rabia, de odio y frustración. Romper tímpanos como cincelando esculturas, golpear estómagos como acomodando la almohada, como despertando de una noche larga, como abriéndose camino en una negrura que a gritos se pudre y se derrama sin que nadie pueda salvarse.
Y la gente alrededor recibe todo eso, se mancha y se enoja, patea y putea, se contagia de fiebre y gritamos todos, nos acomodamos mil veces en la cama hasta encontrarnos en el grito y en la palabra.
Por eso no me banco girar en torno a la misma pregunta y la misma cosa implícita que no se entiende. No me hablen más en dos letras, en puntos suspensivos, en espacios en blanco, en gestos sacados de lugar, en suspiros de puesta de sol. No. Agarren los pinceles y vengan a pintarme la cara y las manos. Corten los cables, muévanme las ruedas de la silla y giremos, dejen de autocompadecerse y veamos qué tanto podemos gritar y qué tan alto llegaríamos si voláramos de rabia. Nunca lo sabrán si no lo intentan. Yo tengo los brazos gastados de aletear impotencias y enojos.
Señor Juez, nadie se entera si llueve debajo del acolchado. Con la almohada en la cabeza nadie duerme y todos callan. Señor Juez, si no nos despertamos, si no los despertamos, nos vamos a acostumbrar a estar tristes y a llorar en silencio. Y el mundo, Señor Juez, es un terrible lugar impune a sus habitantes si no se le raja la tierra de puños y patadas que lo muevan, lo sacudan y le cuenten cuentos de rabia y rebeldía.
Ya nos dijeron y pocos escucharon: ...después de todo, tú eres tu única muralla. Si no te saltas nunca darás un solo paso.*

Que así sea.


*Luis Alberto Spinetta, La búsqueda de la estrella, 1972.

Texto agregado el 03-08-2010, y leído por 168 visitantes. (0 votos)


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