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Llega inevitablemente la noche, y empieza el ritual de todos los días. Con recelo, una a una, enciende las luces de todas las habitaciones, empezando por la sala, en la que ha estado en silencio, contemplando por las ventanas abiertas la lluvia melancólica. Va dejando tras de sí una estela de puertas abiertas, en la que las sombras no tienen dónde ocultarse. Afuera, la lluvia persistente de la tarde empieza a convertirse en tormenta.

Empieza ahora a cerrar las ventanas, comprobando meticulosamente que los cerrojos hayan quedado hacia abajo. Se detiene un instante antes de cerrar la última, antes de aislarse del aire y los sonidos del mundo exterior. La oscuridad afuera ya es total; sin embargo, un relámpago le muestra su rostro reflejado por un instante en innumerables espejos. Casi hubiera preferido ver otro rostro junto al suyo, comprobar que lo que siente es real, en vez de la incertidumbre… Cierra la última ventana, en cuyo vidrio viene a morir, como una vibración sutilísima, el horrísono trueno. Con cuidado, va corriendo todas las cortinas, que el viento hace flotar como níveos espectros cuando alguna ventana se ha quedado abierta. El ruido de la lluvia le llega ahora atenuado, un ruido de fondo que pronto olvida.

El silencio que reina es perturbado por el ruido de los pesados cerrojos de la puerta principal, que ahora está corriendo. Sin oposición alguna, el eco recorre todas las habitaciones, vuelve a rebotar y choca consigo mismo en la sala, componiendo un sonido que es al estruendo original como la fotografía borrosa de un rostro amado, en el que ya se ha posado la muerte, a su serena sonrisa. Mira desde la puerta hacia el fondo de su habitación, el refugio en el que pasará el resto de la noche, pero el eco de su mirada no le trae el rastro de ninguna evasiva presencia. Ahora, la cocina.

Caminar se le hace difícil, como si el piso estuviera lleno de los sedimentos del aire estancado. Va doblando los cuadraditos de papel, y los inserta al cerrar cada repostero, sucesivamente ocultando a su vista la vajilla, las ollas, las conservas. Es imposible que se abran por sí solas, aún aceptando la mala calidad de las cerraduras. Sabe que los cajones no pueden abrirse solos, sin embargo, también los asegura con papelitos. Por la tarde, ha tenido el ánimo suficiente para limpiar el caos del almuerzo, y la cocina luce ordenada. Ahora, la sensación de que todo es inútil le quita las ganas de comer. Se está haciendo tarde.

Desde la puerta de la cocina, contempla la disposición de los objetos en la sala. Trata de fijar en su memoria la posición de cada recuerdo, cada cuadro, cada cojín; trata de asociarlos en grupos que correspondan a un lugar geométrico, a una secuencia de colores, a una vivencia. De pronto, su corazón late con violencia: ha vuelto a escuchar la lluvia. Cierra los ojos, pero las palpitaciones que hacen vibrar todo su cuerpo no permiten que la imagen de la sala se forme con nitidez. Renuncia una vez más; después de todo, sabe que en la mañana, aun si nada se hubiera movido, va a tener la perversa sensación de que alguna cosa ha cambiado de lugar.

Dejar ahora la seguridad de la cocina y atravesar el amplio espacio abierto de la sala le parece un esfuerzo sobrehumano. Al fondo, la puerta de su habitación deja pasar una luz brillante, que contrasta con el pasadizo mal iluminado. Casi desea ver cruzar una sombra, una forma que materialice la presencia. Gritaría con todas sus fuerzas el grito guardado tanto tiempo; rompería una ventana y saltaría a la lluvia y al vacío; pero estaría bien, todo lo que siente no sería alucinación o locura suya. Respira profundamente, y atraviesa rápidamente la sala. Al pasar por la puerta abierta del baño del pasadizo, brevemente distingue un rostro que mira de reojo: es su propio rostro, reflejado en el espejo. Entra en su habitación y cierra la puerta sin mirar atrás; el estrépito es un alivio del silencio.

Con desaliento, recuerda justo ahora que ha olvidado comprobar si la puerta de la refrigeradora ha quedado con llave. Sin embargo, abrir la puerta de su habitación y cruzar de nuevo la sala es demasiado. La terrible duda va a corroer su tranquilidad mientras llega el sueño, pero ya sabe qué hacer. Por la mañana, si la puerta de la refrigeradora está abierta o cerrada, simplemente es que la dejó así, aunque su memoria juegue con la retorcida idea de que es exactamente lo contrario. Las pesadas cortinas han atajado el brillo del relámpago, pero apenas opacan su ruido compañero. La tormenta está empeorando. En silencio, se recuesta contra la puerta, sin atreverse casi a respirar.

Pronto, se sentirá casi a salvo en su cama, aunque fume con ansiedad mientras el sueño le huya. Tal vez se despierte alguna vez durante la noche, y trate de oír algún ruido, la indicación de alguna presencia actuando en alguna de las otras habitaciones... o tal vez a su lado. Más tarde, despertará con los ojos enrojecidos a causa de su mal e iluminado sueño, y con buenos ánimos por la llegada del día, se preparará para salir, premeditadamente evitando mirar los objetos de la sala. Mientras toma su frugal desayuno, tratará de convencerse de que los cerrojos de los reposteros están mal, de que olvidó cerrar el cajón de los cubiertos, de que dejó abierta la puerta de la refrigeradora. Y luego, llegará la felicidad de olvidarse de todo por unas horas en el tedio del trabajo, la única felicidad que ya le queda. La felicidad de alejarse de aquí.

Texto agregado el 07-08-2010, y leído por 209 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
07-08-2010 Muy bueno, transmites muy bien la angustia del personaje. Bien escrito, me gustó. gamalielvega
 
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