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Tengo miedo a los perros. No a los perros pequeños, que se desplazan convulsivamente por el suelo como pájaros con las alas cortadas tratando de levantar vuelo. Tampoco a los de abundante pelo, orejas y hocico puntiagudos y elegantes colas. Sino a los de contextura maciza, patas fuertes, hocico chato, dientes fieros y pelo corto; pero que sobre todo deben su aspecto salvaje a una mutilación incomprensible: les han cortado la cola.

La vista de una de esas fieras revela mi miedo de conejo: temo que si huyo, la fiera me va a morder; temo que si me quedo quieto, la fiera me va a morder; temo que si vivo, la fiera me va a morder. Temo incluso que si la evoco, la fiera me va a morder.

No estoy enfermo, porque las enfermedades tienen cura y esto no lo tiene. No busco ayuda, porque esta debilidad pertenece al ámbito privado; además, me da vergüenza: ¿quién va a respetar a un hombre que le tiene miedo a los perros sin cola? Más que apoyo, encontraría incomprensión, cuando no burlas o desprecio. La única solución es bastante simple: sólo basta con mantenerme alejado de los perros sin cola. Es cierto que hace mucho que no voy a los parques ni a las playas, pero hay multitudes de lugares libres de fieras sin cola a los que todavía puedo ir. Así, soy un poco feliz.

Pero mi nuevo vecino ha traído el terror junto a mi casa. Tiene un enorme perro, y lo deja correr libre por mi calle, sin cola, sin bozal y sin correa. No le puedo pedir a su dueño que se los ponga, porque no lo conozco. No puedo explicarle mi caso: imposible confesarle, de pronto, algo tan íntimo. Además, pensar que va a aceptar ponérselos simplemente porque yo se lo pida, presupone que mi vecino es bueno; pero, si es bueno, entonces, ¿por qué no se los ha puesto? ¿Por qué no ha pensado que esa fiera que él suelta todos los días podría lastimar a alguien? Evidentemente, no le importa. Además, si fuera bueno, ¿por qué le cortó la cola a su perro, cuando era perrito? Si le cuento mi miedo de conejo, lo más probable es que mi vecino me explique que no hay motivos para temer a los perros sin cola, como se explica a un niño que el cuco no existe. O peor, que se ría de mí, que piense que soy menos hombre que él. No hay nada que pueda hacer. Y no tengo a dónde más ir.

Vivir me resulta más difícil cada día. No puedo salir de casa, porque mi vecino suelta a su perro muy temprano; y tan pronto como me siente abrir la puerta, la fiera corre hacia mí, haciendo retumbar el mundo con sus grandes patas; y parada junto a mi puerta, ladra furiosamente hasta que siente que ya estoy agazapado en un rincón de mi cuarto, sudando frío, sin casi poder respirar. Y se queda parada allí, saciándose con el olor de mi miedo, como si fuera una droga. No puedo comer, no puedo descansar; el silencio viscoso es roto de vez en cuando por los ladridos de la invisible fiera…

El fruto de tan prolongada ansiedad sólo puede ser una resolución macabra. Espero que sea muy tarde en la noche para salir, como un criminal, disfrazado con un perfume inusual; es una estratagema inútil, porque siento ladrar a la excesiva fiera dentro de la casa contigua, impaciente por salir a la calle y destrozarme. Pero tengo éxito y logro evadirme. El taxista que me lleva a ese hueco me cobra muy caro por su complicidad, pero al regresar a casa acaricio un revolver de gran calibre. El sensible animal siente mi regreso, y sus ladridos quiebran la noche; sin embargo, yo coloco el arma cargada junto a mi almohada, y, por primera vez en muchos días, puedo dormir libre de las pesadillas de un perro descomunal que destroza la puerta de mi habitación. Mañana… no, más tarde solamente, todo volverá a ser como antes.

Todavía es temprano cuando me despierto, y simultáneamente, el enorme perro empieza a ladrar. La mañana es fría, y me pongo un buzo sobre la ropa de dormir. Me lavo la cara, pero no es hasta que me lavo los dientes cuando me siento completamente despierto. De vuelta en mi cuarto, miro el arma que me va a devolver la paz. Nunca he utilizado ninguna, pero recuerdo nítidamente las instrucciones del criminal que me la vendió: pararse firme, con las piernas un poco separadas, esperar que el blanco esté cerca, apuntar, poner duro el brazo, y jalar. Es hora.

Los ladridos son cada vez más feroces, mientras salgo a la calle desierta. Parado en la húmeda vereda, escucho unos chasquidos secos, que resuenan como truenos: mi vecino está desechando llave. Después de un tiempo que me parece eterno, la puerta se abre, y veo dos sombras borrosas: mi vecino, sonriendo; y el ingente perro, que se abalanza sobre mí. Levanto el revolver, y apunto; luego, disparo. El ruido es ensordecedor y el humo no me deja ver, inmediatamente, si he acertado el blanco. Poco a poco, el agudo zumbido en mis oídos se disipa y escucho al perro gemir despacito, casi llorar. En ese instante, lo compadezco. Cuando por fin se disipa el humo, veo el cuerpo tendido en el piso, en medio de un creciente lago de sangre. He dado perfectamente en el blanco: por delante, sólo se ve un pequeño agujero, pero por detrás, seguro que ha saltado un gran pedazo de cráneo. Se lo tenía merecido.

El perro sigue llorando, junto al cadáver de mi vecino. Lleno de compasión, me acerco a él y lo acaricio. Pobrecito, tú no tienes la culpa. El pobre animal me mira como si me comprendiera, y me lame las manos. Cuando llega la policía, algo extraordinario ha sucedido: ya no les tengo miedo a los perros sin cola.

Texto agregado el 24-08-2010, y leído por 174 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
20-02-2011 tenia ganas de leer nuevamente tus textos y me encantó , gracias ******* shosha
24-08-2010 Oreja y rabo con el disparo. Lo leí con entusiasmo porque a mí me ladran hasta los perros conque afirman la ropa recién lavada. Yo he empleado pistolas a fogueo, eso sí. ¡Bien! simasima
 
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