Estos seres extraños nos invadieron sin nave espacial ni rayos superdestructores. Aparecieron a principios de siglo, junto con los autos y la electricidad. Empezaron así, sutilmente, uno por aquí otro por allá a desplegar sus intenciones. La gente se fue acostumbrando a verlos enhiestos en las esquinas, con sus grandes ojos luminosos pestañando calculadamente. Mas tarde se hicieron necesarios y se reprodujeron. Miles de ellos salieron a la calle a dirigir y a controlar nuestros actos. Hoy pocos se atreven a desafiar su voluntad, y, cuando lo hacen, generalmente sufren terribles consecuencias.


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Ambos con futuro promisorio. A punto de egresar de una buena carrera profesional y con una vida social muy activa. Ese viernes, en la noche: fiesta. Bailaron, bromearon, besaron apasionadamente a sus novias y tomaron varias copas.
En la madrugada se despidieron de sus amigos y salieron riendo a carcajadas. Dejaron a sus compañeras con la promesa de irse a dormir inmediatamente. El día se anunciaba lleno de tareas.
El “flaco” cruzaba la calle con las manos en los bolsillos, tratando de recordar el chiste de un perro. El “loco”, venía en su auto a 140 K/h., semidormido y con música black metal de fondo.
La calle fue sacudida por el rugido de un motor y el chillido de neumáticos. El loco cerró los ojos y vomitó; el flaco no alcanzó a recordar el final del chiste.
Tenían muchas cosas en común; no obstante, en esa esquina, una confusión de luces lo cambió todo.


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El grupo formaba un círculo alrededor de algo. Pensé que podía ser un accidente o un desmayo. Al acercarme noté que nadie hacía comentarios ni emitía sonido alguno, todo era silencio y contemplación. Traté de meterme, pero no pude a la primera, el montón estaba demasiado compacto. Ante la indiferencia de los mirones y con algunos empujoncitos logré acercarme al centro. Ya mejor ubicado, y lleno de curiosidad, alcé la mirada; sin embargo, por mas que busqué no vi nada extraordinario. El motivo que congregaba a esa gente era la nada, un completo vacío sin interés para mí. Esta ciudad es un semillero de locos metafísicos.


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La escalera mecánica se nos hizo interminable. Le dije a la Fabi que algo no andaba bien; era imposible que existiese una estación de metro tan abajo. No me contestó.
Mientras descendíamos, el aire se iba enrareciendo y una sensación de extravío nos hacía temblar. Estábamos solos. Casi llegando al final quedamos cegados por un resplandor. Protegí mis ojos con la mano y avancé dos pasos, dubitativo. Apareció bajo nuestros pies otra escalera que seguía bajando y se perdía en una oscuridad más espesa. Nos succionaba. Quise mover las piernas, pero igual que en una pesadilla, una fuerza inexplicable me paralizó. En un intento desesperado por recuperar algo de normalidad busqué la mano de mi amiga. Fue inútil, la Fabi había desaparecido.