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El juego de la pelota © Javier Vásquez Aguilar Esa noche de verano, Tito corrió hacia la casa de Jorge para jugar. Coqui, con la boca llena, llegó a balbucear algunas palabras. -Ñam, ñam, ñam, ¿qué quieres? -Oye sabes qué, la gente va a jugar fulbito en la pista, ¿vas? -Está bien, chévere. Los amigos del barrio fueron en busca de unos ladrillos para colocarlos como arcos en la pista. Uno fue colocado en la casa de la Huevera –era una señora que durante veinte años vendió huevos- y el otro, en la casa de la loca Castillo. La llamaban así porque carajeaba y correteaba a cualquiera con pistola en mano. Al cuarto de hora, el partido se tornaba arduo e intenso, casi se agarran a golpes –muy parecido a una final de campeonato de segunda división. -Vamos pásame, carajo. -Foul, foul, cobra pues tarado… -La pelotaaaa… -¡Huy mierda! ya cayó en la casa de la loca Castillo. Nadie se atrevía a sacar la pelota del jardín. El flaco Larry, el más aventado del grupo, fue a sacar la redonda. -¡Yo lo saco!, ¡esa bruja me llega!, ¡van a ver!, yo sí soy macho, no maricones y gallinas como ustedes. Larry se acercó al borde de granadas del jardín y cogió la pelota con sus pequeños y lúdicos dedos cuando una luz intensa hizo presa del cielo. El flaco pensó que eran sus nervios; sin embargo, el grupo quedó impresionado con el espectáculo de luz sobre sus cabezas. El flaco Larry olvidó el balón, retrocedió hasta el gran pino de la cuadra donde su patota estaba observando lo sucedido, aún sorprendidos. Observaron cómo una franja multicolor se desplazaba sobre sus casas. Cuando cubrió todo el cielo, la inmensa raya de colores se detuvo y se abrió –era como si el cielo fuera abierto por dos fuertes manos. La luz fue cegadora, no pudieron ver nada. Era una luz intensa acompañada de un estruendo que dejó sordos a los del grupo. Larry, ante la desesperación, mojo su pantalón de miedo y corrió a casa en busca de su madre. El resto del grupo no salía de su asombro. El cielo nulo, blanco dejó de ser puro. Ya no era virginal. La noche volvió a ser el paraíso de los demonios. Después de ver aquel espectáculo, los muchachos volvieron en sí. Juntaron sus ladrillos y fueron a casa raudamente. En sus casas, nadie dio fe a lo que comentaron. Aquella noche, ningún adulto creyó en los diez niños de la calle Sixtina que, con el correr del tiempo, fueron creciendo con el miedo y la desazón de la noche.

Texto agregado el 09-09-2010, y leído por 60 visitantes. (1 voto)


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