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Héctor Incháurregui estaba a punto de cerrar "La Papusa" cuando vió a Leo avanzando lentamente hacia el restaurante. Tirando la escoba corrió hacia donde Leo, haciendo un alto en su via dolorosa hasta la bodega de La Papusa se había recostado contra la pared esperando que disminuyera la intensidad de las punzadas de dolor de su tobillo inflamado.
Al ver su rostro hinchado, la ceja partida y los pómulos amoratados lo alzó en vilo, lo metió al restaurante y de una patada abrió la puerta del sótano que daba a la bodega donde le permitía dormir en una colchoneta entre los bultos de arroz y las cajas de tomate y un constante trajinar de ratas, arañas y cucarachas en frenético e interminable noctivagar.
Delicadamente lo tendió sobre la sucia colchoneta y tras terminar de barrer el andén, botar la basura y cerrar el negoció empezó a curar el cuerpo lacerado y violáceo de su joven amigo.

Superando en un año y contra todo pronóstico la edad de Cristo, a sus 34 años Héctor sobrellevaba con sofisticada discreción una certificada fama de músico, poeta y loco, y un pasado legendario de condottiero, domador de fieras, trapecista, malabarista, saltimbanqui, prestidigitador, caferata de zonas rosas y lateríos, piloto de pruebas, mercenario de varias guerras patrocinadas por el Departamento de Estado y los Skulls and Bones del planeta, y miembro de sectas, cultos y cofradías tan esotéricos como clandestinos.
Había sembrados muchos árboles, escrito varios libros y tenido gran cantidad de hijos putativos que agotaban la escala desde el más puro y sublime amor platónico hasta el más furibundo culipandeo.

Conoció a Leo la noche que este, vencido su orgullo de pituco venido a menos le había mendigado aunque fueran las migajas de los sobrados que dejaban los epulones del lumpenproletariado que constituían la clientela mayoritaria de La Papusa.

Llevaba, dijo, tres días sin probar bocado.

Después de un reconfortante baño caliente y en un rincón, tras las persianas de marfil y caoba del restaurante había devorado en calzoncillos el banquete que Héctor le preparó a toda prisa en un menu disparatado y caótico de spaghettis con broccoli en salsa bechamel, Pap Thai con ensalada de aguacate y pudín de chocolate con arepas.
Héctor, un salteño más que había emigrado inmediatamente después del fiasco de Las Malvinas, evocando sus días de cachorro perdido deambulando por los crudos inviernos de Europa, le ofreció un colchoneta y refugio permanente y gratuito en la bodega de La Papusa.
Cuando al fin, sólo para aplacar la creciente obsesión de venganza de Héctor, Leo le contó sobre el abuso policial del que había sido víctima, el salteño supo al instante que en ese momento cientos de miles de personas andaban desesperadamente buscando a su protegido para cobrar la recompensa ofrecida por el Sr. Zanetti a quien le ayudara a localizar al buen samaritano que le había salvado la vida.


El Doctor Buonpetti, cardiólogo de fama mundial y encargado de llevar el sistema cardiovascular del poderoso magnate industrial a una recuperación total se había opuesto rotundamente al empeño de su paciente de encontrar a su providencial salvador.
Por los últimos días los diarios locales habían publicado en primera página el anuncio del Sr. Zanetti, un típico hombre de éxito quien se imaginaba el infierno como un lugar abominable y atroz donde nunca había absolutamente nada que hacer.
CONTINUARA

Texto agregado el 23-10-2010, y leído por 188 visitantes. (0 votos)


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