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Hacía semanas ya que esperaba la carta de su nieto. Se la había prometido el último día de visita cumplida el verano pasado. Pensaba todos los días en el chico y se deleitaba en recordar los muchos ratos amables que habían vivido juntos. No podía dejar de sonreír cuando evocaba esa imagen infantil seria e inocente al mismo tiempo, siempre interrogativa, y sus palabras y dichos escuetos, de una lógica simple y sencilla, aplastante. Con profunda tristeza lo vio alejarse cuando terminaron las vacaciones. Dudaba que la escuela pudiera agregarle algo más que información; probablemente sí bastante deformación. Había insistido ante su hijo para retenerlo el año entero, y el niño estaba entusiasmado con la idea. “Padres separados encuentran la mejor solución internando los hijos en un colegio”, pensaba ahora con amargura.

Esa tarde salió de la casa luego de un frugal almuerzo, trajinó con los animales de corral, limpió pesebres, ató los caballos en el arado y probó la docilidad de la tierra. Unas dos hectáreas serían suficientes para plantar el maíz que necesitaba. Después limpió de yuyos la quinta, viendo cómo los retoños sembrados apuntaban decididos buscando la luz del sol. Las papas, cebollas y ajos maduraban allá, bajo tierra y su memoria todavía buena los vigilaba. Más allá, las plantaciones de ajíes y tomates reclamarían en unas semanas su tiempo. Del otro lado de la cerca, los frutales siempre vulnerables a los bichos, las plagas y los pájaros demandaban también su atención con voz propia. Su nieto le había asegurado contarle no bien pudiera las novedades de la ciudad y de la nueva escuela. Estaba muy nervioso cuando lo acompañó a la estación de ómnibus para su regreso. Entonces prometió escribirle. En eso pensaba, y en la original y a veces especial manera de enfocar ciertas cuestiones que compartían con curiosa sintonía las edades extremas, cuando oyó el silbido del cartero. Estaba contemplando con atención y muy de cerca unas manchas oscuras en las hojas de los limoneros, y partió raudo hacia la casa. Atardecía. No percibió el ligero desprendimiento de los anteojos, que quedaron enganchados en una rama del árbol, espinosa y adhesiva.

En el buzón exterior encontró un sobre blanco, escrito con letras que apuntaban un poco hacia abajo, como suelen hacerlo los chicos. Instintivamente llevó la mano derecha al bolsillo de la camisa. Lo encontró vacío. Nerviosamente rebuscó en los otros bolsillos, sin resultado. Era el único par que tenía, y sin ellos no podía leer. Se sentó en el suelo, resoplando con fastidio. Golpeó varias veces con la mano distintos sitios del cuerpo, buscando con esa maniobra una mágica aparición. El sol ya se había ocultado detrás de las lomas que se elevaban más allá de sus terrenos. Pronto sería de noche. Entró con pasos fatigosos a la casa. Buscó por todos los rincones hasta que recordó el último uso que les había dado a los anteojos. “Fue en la quinta”, pensó esperanzado, y hacia allá salió presuroso, aprovechando los últimos minutos de luz. Limoneros había unos seis o siete, y el suelo no estaba limpio.

La noche lo encontró en cuatro patas, rebuscando entre los yuyos. Regresó cansado y ya definitivamente de mal humor. Entró en la casa, encendió las lámparas de querosén y se lavó en la pileta de la cocina manos, cuello y cara, refregándose la piel con rabia. “Más tarde me cocinaré algo”, pensó siguiendo una rutina. Se sentó en el sillón de cuero, gastado por el uso de años, y estiró las piernas. Entonces se desprendió de las botas con movimientos bruscos, descargando una vez más su frustración. Volvió al sobre y lo acercó a la luz. Manchas de tinta borrosas prometían una comunicación que así no llegaría a ser. Abrió el sobre con el filo de un cuchillo y extrajo dos hojas blancas, llenas de letras negras ilegibles. Formaban líneas que también apuntaban hacia abajo. Algunas parecían perderse más allá del borde del margen. Forzó la vista, sin lograr corregir el defecto de su visión. Se tomó la cabeza con las manos y de pronto se dejó llevar por un llanto que comenzó a sacudirlo desde los hombros. La impotencia y la realidad de sus limitaciones le inundó como un aluvión que todo lo cubre.

Se incorporó y arrojó las hojas sobre la mesa. Se acercó a la cocina con la vista empañada, que no quiso distraer con el puño de la camisa. Como siempre, la ilustración del almanaque pinchado en las tablas de la alacena atrajo su atención. Bajó hasta las letras y números, borrosos, solo reconocibles ahora con ayuda de la memoria. Acercó la vista a esas manchas oscuras, entrechocando los dientes con rabia. Casi tocaba el almanaque con la cara cuando otro mundo se le abrió súbitamente. Veía. Veía con nitidez letras y números. Parpadeó varias veces, molesto por la humedad de los ojos, y la visión borrosa regresó, dueña de su sitio. Entrecerró los párpados y con la mirada fija en la luz de una lámpara volvió a lagrimear. Entonces tomó la carta y empezó a leer esas letras enormes que se le iban apareciendo una tras otra, aumentadas y centradas por la lupa que el agua sobre las corneas le producía al llorar.

“Querido abuelo: No sabés el trabajo que tengo en la nueva escuela y lo que me ha costado encontrar el momento para poder escribirte. Recién he terminado mi tarea y apenas tengo luz suficiente para escribir. Lo hago de memoria, porque casi ni veo las letras, así que vas a tener que disculparme por los errores y la letra, que seguro no te va a resultar nada fácil de leer…”



Texto agregado el 24-10-2010, y leído por 275 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
01-10-2012 Te confieso que más que la historia de la carta, me gustó tu estilo de escritura, con las acertadas descripciones de la vida agrícola. Parece que no haces esfuerzo alguno en llevar la pluma y encontrar las palabras necesarias y justas. remos
20-12-2010 Me trasladó a los parajes de mi sur querido a mi viejo lindo que esperaba impaciente noticias de los hijos, escribes con una naturalidad abismante sencillo pero poderoso, mis ***** sureñas!! sureana
24-10-2010 No sabes la alegría que me da volverte a encontrar en la página. Tu texto ,impecable, está iluminado por el resplandor de Chékov. Felicitaciones Yvette ninive
24-10-2010 Excelente cuento. Buen trabajo! VincentValmont
 
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