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EL DELITO DE CUCA FORTUNATTI

Jamás me olvidaré de Cuca Fortunatti, con aquel gesto de picardía iluminando su rostro de abuela bonachona, con sus poderosas caderas de yegua y sus enormes tetas de hembra en extinción, bamboleándose de un lado a otro en su tránsito doméstico como aquellos viejos buques de guerra que anclados a orillas de los puertos se resisten a capitular. La recuerdo tan blanca como el pan árabe, tan robusta como una modelo de Botero y tan fronteriza a la razón y la locura, siempre quejándose del marido – Ed llevás tanto tiempo allí ¿Ché porqué no me contestás? Llevás tanto tiempo allí viejo puto y aun no me perdonás - Nuestro inicios no fueron muy buenos, la convivencia a la que nos conminaron los demás, en principio, la vislumbre como el título de una mala película de acción, una sátira circunstancial del destino - pero el tiempo, artesano del espíritu humano como muy pocos, se encargó de moldear aquel devenir circunstancial hasta convertirlo en la esencia innata de la supervivencia conjunta: la simbiosis. A Cuca la alimentaba mi efervescente juventud desaforada como un atisbo de la vida que se le extraviaba a segunditos, al ritmo de un tic tac de reloj de pared, y yo me alimentaba de su sabiduría ajada para apremiarme en tomar de la vida todo cuanto estuviera a mi alcance antes que los años se me vinieran encima y no me quedará tiempo, siquiera, para arrepentirme por haber sido, también, mala. Ambas, de una u otra manera, nos amamantábamos las ganas de vivir.

Dicen que las relaciones son sustentables bajo el ejercicio de la tolerancia - ingrediente primordial en el oficio de la convivencia - pero a pesar que Cuca y yo lo sabíamos muy bien y lo intentábamos llevar a la práctica, a la desmesura de nuestras particularidades y nuestros ardorosos temperamentos nunca estuvimos exentas de alguna que otra riña. En aquellos tiempos sospechaba que todos tenemos un poco de majaretas, pero Cuca me llevaba al borde de la histeria con su manía de rebuscar las llaves de la casa – su casa – como un sabueso que rastreaba el móvil del delito, husmeaba hasta en el doblez de mis orejas. Un día, cansada por el acoso nocturno, tuve la brillante idea de irme a la cama con las llaves enlazadas a mi tobillo - siempre el derecho, porque en el izquierdo me brotaba un salpullido carnicero que no me dejaba dormir. Y era en esos momentos cuando encontraba a Cuca empuñando su bastón en lo alto y amenazando con estrellarlo contra mi cabeza – Sos mala, mala, negra de …. dame las llaves ¿No me vas a dar las llaves? Los voceros me han dicho que te mate, que te mate – Algún demonio andino debe haberme poseído en aquellos instantes, ya que en lugar de correr despavorida ante las amenazas de Cuca, mi corazón se agitaba, la adrenalina fluía por mis venas a velocidades estratosférica, mis ojos se desorbitaban y se inyectaban de sangre caliente mientras mi pequeño y delgado cuerpo se retorcía como contorsionista de circo. Es raro, no recuerdo bien como acababan nuestras trifulcas, que gracias a Dios, fueron muy pocas -la memoria es muy ligera con nuestros reveses, nos abarca una vergüenza innata – pero en nuestro caso era perdón y olvido, podríamos decir que: antes que se suscitara cualquier ofensa ó afrenta Cuca y yo ya nos lo habíamos perdonado todo.

No se piense, por el bendito tema de las llaves, que yo hubiera querido coartar la libertad de Cuca, por mi espíritu liberal – bordeando lo absurdo – abogo por la libertad en todas sus formas de expresión y géneros, por ello, fiel a mis convicciones, nunca le puse trabas o restricciones ni al vuelo de un mosquito o la travesía de una cucaracha – detesto a las personas que matan cucarachas ¿sabrán esas personas de la odisea que les acontece a la pobrecitas por tratar de ir a un lado a otro con miles de ojos, arcadas de asco, zapatazos y escobazos apremiados por caerles encima? - Nunca olvidaré el día aquel que durante la única misa a la que asistí en Argentina, el sacerdote de la iglesia del Pilar, muy pulcro – sólo de cuerpo - realizaba las peticiones matutinas frente a una fervorosa multitud bonaerense, cuando al divisar a una pequeña y cobriza devota acercándose al altar, apresuró el paso y de un puntapié aplastó su crujiente y gelatinoso cuerpecito contra el piso, luego, inconmovible volvió al altar y finalizó con las peticiones - ¡Por todas las criaturas del señor. Te lo rogamos señor¡ - Cuca y yo habíamos observado aquel acto malvado desde la primera banca de asientos, sentimos oprobio. Horas más tarde acordaríamos no atentar contra la vida de bicho alguno en los días que restaran de nuestras vidas. Hasta ahora me pregunto ¿Quién habrá dado aviso de nuestro pacto secreto? Cuca decía: los voceros, porque a los pocos días teníamos a todas las cucarachitas del edificio conviviendo con nosotras. Eran nuestras huéspedes cobrizas, eso sí, las acostumbramos a tomar el baño diario en un plato de losa que acondicionamos especialmente para ellas en el jardincito al filo de la terracita – todo era tan pequeñito – les prohibimos volver a los desagües y comer porquerías, las alimentábamos de maíz y miel de abeja. Las cuchis, como las llamábamos, hacían piruetas y saltos ornamentales para nuestro deleite, de ello aprendimos que nadie nace para martillo a menos que se le den los clavos. Nuestras cucarachas eran más limpias y leales que un perro, hasta inteligentes, sabían muy bien donde debían esconderse si por casualidad alguien llegaba a la casa.

En mi caso no fue ni la casualidad, ni la suerte, las que provocaron mi encuentro con Cuca. Fue causalidad, la causalidad de la mano negra de mi madre y sus decisiones de peso, de peso del pezón. Era el Verano del 96, cursaba yo el tercer año de Economía en la Pontificia Universidad Católica del Perú - que de pontificia solo tenía el nombre ya que estaba infestada de gusanos pensativos de derecha e izquierda que se enfrentan entre si en su intento de gobernar el Perú - cuando me enteré, por la boca de jarro del cabezón Egusquiza, que se podía cursar - gracias a un convenio estudiantil - un semestre académico en la Universidad de Palermo. Estaba muy entusiasmada, me sentía como Américo Vespucio a punto de arribar al “Río de la Prata” durante dos semanas tramité todos los documentos necesarios para el traslado e hicimos planes con el cabezón para hospedarnos en una residencia universitaria en la Av. Callao en pleno centro de Buenos Aires, cerca de numerosos pubs, teatros, bares, todo lo que ofrecía la famosa noche porteña. Pero, así como lo presagió Cesar Vallejo en uno de sus poemas “Como el pan que al filo del horno se nos quema” todos mis planes se hicieron ceniza. Mi madre ajustando el hierro de la teta ya lo había planificado todo con Federico, el hijo único de Cuca, todo por una módica mensualidad, una ganga – Pichuquita te vas a quedar con la mamá de Fico, tienes suerte, es un bonito departamento en el barrio norte de Buenos Aires, cerca de la Universidad de Palermo - Bramé en silencio y se almacenó espuma en mi boca - lo último que me esperaba - era mi primer viaje fuera del país y a pesar de ser un viaje de estudios no podía creer que tuviera tan mala suerte como para tener que compartir mi estadía con una abuela septuagenaria – Pórtate bien Pichuquita, Fico y yo hemos sido amigos toda la vida, no me hagas quedar mal, no me metas en problemas…ah y otra cosita más, está prohibido fumar - ¿Pórtate bien Pichuquita? Tenía yo 22 años y mi madre aun pensaba que me tenía alojada en su andorga, cuestiones de madres que la razón no entiende.

Desde pequeña fui muy juiciosa y no comprendía la vocación maternal compulsiva – Abrígate, come, estudia, hazme caso, no hagas esto, eso es malo, eso es bueno – Esa posesividad compulsiva por los hijos – Esta es MI hija, saluda hijita MIA - ¿Para que nos ponen nombres nuestras madres si siempre terminamos siendo - más que una extensión ellas- una posesión ellas? En esos tiempos, enardecida por los hechos acontecidos, pensaba que por el bien de la especie humana todas las mamás deberían tener, como todo en la vida, una fecha de expiración, ni bien los hijos cumplieran los quince años, tendrían que quedar automáticamente obsoletas, porque algo debe pasarles a las mujeres que alguna vez han entregado generosamente sus pezones para amamantar críos, todas, exactamente todas, en mayor o menor grado, sufren la patología del pezón. Y Cuca no era la excepción, a falta de nietos – que no pudo darle el roñoso de su hijo - no pasó mucho tiempo para que afloraran sus patologías maternas conmigo – Nena ¿Qué estás haciendo? ¿Nena ya salís del baño? ¿Te paso una revista, el diario nena? – Y algunas noches se transcurrían interminables entre sus delirios y los míos:
- Nena ¿Estás bien?
- ¡Abrime la puerta nena¡
- Cuca estoy bien, déjame dormir.
- ¡Nena abrí la puerta¡
- ¿Qué te pasa Cuca? Son las 3 de la mañana, por favor déjame dormir.
-¡Abrime la puerta Nena¡

Yo terminaba cediendo a las peticiones de Cuca, cuando, sacándose la “pata de madera”, amenazaba con tumbar la puerta de la habitación de un solo mazazo.

- Enseñame las mano nena, enseñame las manos¡
- Ya Cuca ¿satisfecha? ¿me dejas dormir?
- Son esos malditos enanos nena, pasa que no voy a dejar que te hagan daño, los voceros me han dicho que esos enanos te han quemado las manos nena. Los voceros son buenos, ellos son buenos, ellos nos cuidan nena.
- ¡Voy a matar a esos voceros Cuca, lo juro, mañana los mato a todos¡ y no van a ser esos enanos los que quemen la casa, yo la voy a quemar carajo, la quemo yo, la quemo Cuca.

Luego Cuca se alejaba rengueando, como una sombra que se pierde entre la penumbra, arrastrando la misma pata de palo que desde hace 20 años, después de aquel accidente de tránsito, le servía de soporte a su inmensa humanidad cana, haciéndome “Shus nena” y pidiéndome que hablara más bajo, que los vecinos se iban a quejar de la bulla que estaba haciendo. Fue a través de esas experiencias que entendí que aquella casa no solo estaba habitada por Cuca y yo, como le había asegurado el estafador de Fico a mi madre. Además de las dos docenas de bichos cobrizos y alados que habíamos adoptado, y de la enfermera que cuidaba a Cuca durante el día, también convivían con nosotras dos voceros que daban hasta la hora y dos enanos pirómano fetichistas que no cesaban en su intento por quemar la casa o lo que en ella hubiera, aunque tenían una gran predilección por las manos, a Cuca varias veces se las habían quemado.

Por eso nunca me voy a olvidar de Cuca Forttunati, de lo buena compañera que era a pesar de todo el desborde emocional, de los sábados a la tarde cuando salíamos juntas a jironear por las calles del barrio, por el Shoping de Palermo, viendo chucherías que no comprábamos nunca, a un ritmo pausado que a ambas nos tranquilizaba. En ocasiones nos encontramos con los chicos de la universidad y a veces nos acompañaba el cabezón Egusquiza, que me sorprendía hasta el hartazgo con su nuevo acento gaucho. Cuca era amable, atenta y cariñosa con todos y a todos les parecía una abuela adorable. Antes de emprender retorno a casa parábamos en la panadería del gordo Ignacio para comprar “facturas” que, luego, en la terracita del departamento 303, de la Av. Paraguay 303, nos dedicábamos a engullir con apremio – Pasáme las de manteca nena, tomá estas de miel que te encantan –siempre acompañando el mate que Cuca cebaba con el arte y destreza de un maestro. Aquellas tardes fueron todo un disfrute para mi alma inquieta, nadie me hubiera podido quitar la cara de cojuda que ponía al escuchar las historias sobre su vida, sobre don Edmundo, sobre su terruño. Yo también le contaba - con plena libertad - las cosas que me pasaban, ella de inmediato tomaba una actitud hosca cuando presentía - por mi tono de voz - que algún chico me interesaba en sobremanera, celos natos, pero cuando entrabamos al plano erótico, entonces el brillo de la malicia le afloraba de sopetón y una sonrisita de complicidad disimulada se dibujaba en su rostro sonrojado. En esos momentos me parecía tan viva, tan lúcida, tan humana en el pellejo curtido, que llegué a la conclusión de que el olvido puede enloquecer a cualquiera.

Indiferencia, ingratitud y abandono son sinónimos, yo voy a postular uno mas: “Fico”. Como amigo de mi madre Fico nunca me hizo nada malo, sin embargo me caía muy mal, era como si al verlo hubiera visto a través de un gran hoyo negro que se tragaba toda la luz que hay a su alrededor, su alma sombría. Fueron muy pocas veces las que me encontré con él, de no ser por esos últimos e insólitos días ya me hubiera olvidado de él por completo. Todo empezó dos semanas antes de mi retorno a Perú, cuando tuve que llamar a Fico para darle el aviso de mi partida, a partir de ello lo encontraba a todas horas entrando y saliendo de la casa, revisando el estado de los electrodomésticos, los muebles, los adornos, en fin, haciendo un inventario de todo. Me sentí un poco incomoda por su comportamiento, pensé que lo hacía enviándome un claro aviso “por si se me ocurría llevarme algo de la casa como recuerdo” o tal vez pensaba cobrarle a mi madre alguna tasa final por la depreciación del inmueble o los enseres. Cuan equivocada estaba, lo supe el día en que Fico, adelantándose de una buena vez la herencia materna, bajaba las escaleras a tropezones cargando el enorme Reloj de pared donde Cuca contaba los segunditos de la vida que se le escapaba, una fina herencia familiar, que descaro.
No sé si Cuca habrá escuchado la llamada telefónica que hizo Fico, sin respeto alguno, al sanatorio donde pensaba internarla. Cuca estaba sentada en la terraza, más apacible que nunca, ya no tenía su reloj donde contaba los segunditos como una niña que cuenta ovejas antes de dormir eternamente, se pasó toda la tarde distraída con el ronroneo que hacía el viento al chocar contra las rejas de los primeros pisos. Lo cierto es que desde esa noche los delirios de Cuca se hicieron más frecuentes. Al siguiente día, cuando llegué a casa después de clases, encontré a Cuca totalmente vestida de negro, apenas me vio entrar me abordo en la puerta diciéndome que teníamos que salir de urgencia, que los voceros le habían dado el aviso que algo muy malo había pasado, algo grave, terrible, con lágrimas en los ojos, y acercándome un pequeño papel doblado en dos, me rogaba que la llevara a aquella dirección, que por lo ininteligible de las letras parecía haber sido escrita por el diablo. Yo me quede impresionada, aunque suponía que todo era un desvarío de Cuca, pero ante su insistencia no tuve otro remedio que hacer lo que siempre hacía cuando la situación me era inmanejable: llamar a Fico. Cuca debe haber sido una santa, porque a pesar de todo, escuchar la voz de su hijo era lo único que calmaba. A través del auricular Fico fue directo como siempre:

- Mamá, dejá de andar rompiéndome las pelotas, tus voceros son unos pelotudos del carajo, andá a dormir que no ha pasado nada.

Como si alguien hubiese frotado la lámpara de Aladino, Cuca, convencida por Fico, desistió en su idea y se fue a dormir como los bebes tranquilizados por el arrullo materno. Las noches siguientes las cosas no mejorarían, sino, todo lo contrario, empeorarían. Una noche encontré a Cuca llamando por teléfono a todos sus familiares y amigos, entretenida a más no poder, dando la mala noticia que había sucedido una tragedia, de la cual, sólo podía decir era terrible, gravísimo, esa madrugada no pude dormir, tuve que contestar todas las llamadas de amparo, que en su mayoría las hacían ancianas de la edad de Cuca a punto de sucumbir a un infarto. Otra noche, ante mi negativa de llevarla ó dejarla ir sola a la dirección endemoniada esa, Cuca amenazó con matarme varias veces, debo confesar que me dio miedo, sus amenazas parecían muy serias, entonces, ante el menor de sus descuidos le robaba su pata de madera hasta la mañana siguiente. Sentía pena y vergüenza de verla allí sin poder moverse, arrastrándose sobre la alfombra o la cama, recordándome a toda mi familia con apelativos del más alto calibre, pero era la única forma de evitar que fuera yo la verdadera y única tragedia producto de esa historia.

Faltaba solo una semana para mi retorno a Perú. Cuca parecía haberse calmado, ese día la encontré sentada en el único sillón de terciopelo rojo que se había salvado de las uñas de Fico, esperándome en aparente tranquilidad, más hermosa que nunca – ó tal vez así quise almacenar su imagen en los anaqueles de mi memoria – el sombre de frufrú, el vestido boleado estampado con flores, ni muy corto ni muy largo, la altura exacta como para exponer con malicia sus robustas rodillas, el aroma de organza escapándose de sus mejillas e inundando todo el ambiente. Me acerqué para darle un beso en los mofletes, se ruborizó como una quinceañera en su primera cita. Me pidió - con un tono sumamente dulce y tierno -que la llevara a la feria artesanal que por esos días se había instalado a pocas cuadras de la casa. Acepté pensando sería uno de nuestros últimos paseos por aquellas calles empedradas, nos vendría bien, podríamos pasar por alto los últimos sucesos, además, yo aprovecharía para comprar algunos souvenirs que llevaría a Perú.
Estábamos a punto de salir cuando empezó a chillar la pava, Cuca había puesto a hervir agua para el mate, corrí a apagar la cocina. Cuando volví ya no encontré a Cuca, hice una requisa maratónica en los cuartos y en el baño, intenté salir a la calle para buscarla, el pestillo de la puerta no giraba, Cuca me había encerrado con llave. Corrí hacía la terracita, desde allí la observé cruzando la pista, grité su nombre una y otra vez, la llamé desde mi encierro, Cuca volteaba de cuando en cuando y respondía a mis llamados haciéndome gestos obscenos con las manos, mientras sus ojos se desbordaban en furia. Esperé su regreso voluntario, nunca llegó, la vi alejarse impasible como una pequeña sombra moribunda apoyada sobre su bastón, hasta desaparecer al final de la calle - maldita sea la hora en que dejé las llaves sobre el recibidor–
Fui hasta la mesita del teléfono, allí donde guardábamos el directorio - tan necesario en aquellas épocas en las que no existían los celulares ni el internet - necesitaba llamar a quien sea, tal vez Fico, tal vez los bomberos, tal vez al mismísimo Lucifer, quien sea que pudiera ayudarme. Vacié el cajón, el directorio no estaba, en su lugar encontré una nota:

- Y que querés que te diga Nena ¡Sos una Hija de las mil putas, hace una semana que mi hijo se ha muerto y vos no me dejás ir a su entierro¡


Volví a Perú en la fecha pactada, por tierra, para evitar cualquier denuncia por tráfico ilícito de especies exóticas, ya que lo único que traje de la argentina fueron dos docenas de bichos. Parece que la dieta de maíz y miel les hizo muy bien a las cuchis porque a los pocos meses se transformaron en los más hermosos insectos alados que han visto mis ojos, seguro a Cuca también le hubieran parecido sumamente hermosas. Fico murió unas semanas después de mi regreso, eso me comentó mi madre, en situaciones sumamente extrañas, han pasado muchos años ya, y los hechos aun no han sido del todo esclarecidos ¡sabrá Dios que paso¡ De Cuca nadie supo nada más, por más que la buscaron por todos lados: bomberos, la Policía Federal y videntes – bruja - no la han encontrado. Hace unos años las cuchis también partieron, revelándose en el cielo como EL ala de una cometa que apunta hacía el sur - ¿Dónde estará Cuca? - ellas también son brujas.

Texto agregado el 13-11-2010, y leído por 326 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
15-06-2011 Bien narrado. lindero
03-05-2011 -- continúo--- aunque creo que la historia da para más, me gusta también así como está. Mucha "textura" en la creacion del personaje de Cuca. ***** walker
03-05-2011 Muy buen relato. Disfrutable el vistazo a ciertas calles y esquinas de Buenos Aires desde la perspectiva de una joven peruana, con peruanismos incluidos. Aunque tengo la impresion de que la historia da para m walker
14-01-2011 Un texto que se siente cercano pese a la distancia de espacio y cultura. Dibujaste un gran personaje y lo hiciste 'volar', como a esas adorables cuchis. Una delicia de texto. walas
20-12-2010 He disfrutado mucho con tu texto, me gustó mucho. ***** arielariadna
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