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A mí nadie me va a venir a contar lo que es una calle. Y menos lo que es una calle bañada de sangre. Nadie me lo va a enseñar. Porque yo estuve ahí, detrás de los árboles. Viéndolo todo. Y luego llegué acá. A esta ciudad que tiene mucho de promesa y muy poco de verdad. ¿Qué importa si fue en barco o en avión? ¿Si acá me dieron de comer asado, o de tomar vino, o de vestido la pollera de una mujer bailando el pericón un 25 de mayo? A mí me preguntaron el nombre, que anotaron como se les antojó porque no es lo mismo llamarse “Sabiha” que “Sabrina”, o “Josefa” en lugar de “Safeta”, pero no les importó. Había que hacerme creer que estaba en casa, o que de donde venía era la peor casa del mundo, y acá estamos: con las cosas más fáciles porque aprendí rápido la lengua. Porque tomo el mate más amargo del mundo y llego a las lágrimas con las canciones de León Gieco. Que me canta a mí. Me enamoré de ese búsquenme, me encontrarán, en el país de la libertad. Que para mí fue este, aunque mi libertad estuvo muerta desde el momento en que alguien me dijo que me correspondía. Porque una no se hace libre, y si no mirame ahora, sentada abajo de esta autopista. La Josefa de Constitución. Que una se pueda hacer libre es una mentira tan grande como esas montañas siempre húmedas que ya no volveré a ver. Ni los bosques de ramas que rayan los brazos si los llevás descubiertos. Ni los tierras abiertas de par en par a la espera de las semillas que mañana matarán al hambre. Que se colarán entre la nieve más blanca para un día secarse y después calentar las paredes frías de las casas. Los mismos muros que jamás pintaron ni mi padre, ni mi hermano, ni mis tíos. Pero que yo sí. El día que al final me dejaron sola con la criatura cubierta con un trapo y yo cerré la puerta. Y la agarré bien, bien fuerte del pañal de tela para después darla contra la pared. Bien contra la pared. La cabeza deshaciéndose contra los ladrillos ásperos y luego el resto de los huesos crujiendo como galletitas, hasta que me pelé la mano con la misma pared. Porque ya no había nada que golpear; porque los pedazos estaban en el piso, mezclados en parte con la tierra. Pero no me sentí aliviada. No me dio paz ni me la había dado lavarme con agua hirviendo ni bien pasó. Con alcohol. Haberme puesto sal. Haberme comido esa misma sal. Haberme puesto un ladrillo caliente sobre la panza que creció tan rápido. Tan rápido... Nada me devolvió ni me iba a devolver las carreras con los chicos del pueblo atrás de los caballos que, sin hacer ruido, soltábamos de los corrales de los vecinos. Nada me iba a devolver la posibilidad de escabullirme entre los árboles hasta ganar el río. Para después nadar y nadar a través de mis Balcanes. Vestida o desnuda era lo mismo. Nadar lo suficiente como para que todo quede atrás, bien atrás. Incluso nadar fuera de las aguas en las que una tarde pasaron flotando los mismos caballos que tanto me gustaba espantar. Huir fuera de la misma tarde en que me encerraron en ese galpón y se fueron turnando de a uno. Todos vomitados y ensangrentados. Buscando el final de las polleras que yo no iba a defender porque todavía las caras que había visto antes, detrás de los alambrados y las púas, me seguían hablando. Aunque ya no estaban. Yo vi las quijadas huesudas de mi tío pidiéndome a través de los cercos alguna corteza de árbol para comer. Las costillas a punto de apuñalar la piel transparente del pecho. Yo vi a la mujer junto a la fábrica que llevaba un cuadro con la foto de su hijo. Y al hombre en blanco y negro que dijo Esos y esos. Pero que a mí nunca me vio, porque yo estaba tan bien escondida que casi me había vuelto árbol. Él se interesó en la gente que cocinaba en tachos de basura. En las mujeres sentadas en las calles de tierra que olían a meada y mierda de personas. En sus cabezas con pañuelos. En las niñas con cabezas con pañuelos. Hacia ellas, hacia las que ya tenían más de 10 años, mandó a los de boinas moradas, a los Škorpioni que no estaban del todo borrachos. Y los pocos que se quedaron sin ninguna niña se volvieron contra los alambrados y eligieron a los hombres. Los pusieron uno detrás de otro y marcharon para el campo, y se entremezclaron entre las hayas y los castaños, como osos grises con un panal de miel entre las garras, como buitres y lobos hambrientos. Desesperados pero contentos. Empujan hacia el bosque a mi tío y a mi hermano, que me adivina los pelos enredados asomando de entre los pastos y gira la cintura con las manos atadas. Para hacerme con un dedo un gesto que allá, en mis montañas siempre mojadas, significa Andate bien a la mierda. Andate bien a la mierda, Safeta. Pero yo no me voy y me quedo para ver al tío, que se pone de espaldas mientras los Škorpioni terminan sus cigarros y apuran los últimos tragos de una petaca. Suena un gruñido y el tío cae de espalda, como electrocutado, con la boca entreabierta y los labios estirados hacia un costado. Como a punto de escupir algo que se acaba de sacar de los dientes y le molesta. Mi hermano vuelve a descubrirme entre la gramilla y después me deja los hombros para que no los olvide. Siempre con las muñecas unidas con su propio cinto vuelve a mover el dedo. Su dedo. Andate bien a la mierda, Safeta. La metralla repica y le llena de botones rojos la espalda. Se entierra de boca, entre los pastos que ojalá haya alcanzado a saborear como cuando eramos chicos y, en el trayecto de vuelta de la escuela, jugábamos a que teníamos hambre. Y que nos podíamos comer cualquier cosa. Hasta las plantas. Después veo las piernas y los brazos de mi hermano, de mi tío, de los que no conozco pero sé que tuvieron un nombre, unos arriba de otros, apilados como troncos. Ocultos entre la gramilla y la alfalfa, que en mi tierra crece salvaje. Ocultos como yo, que no aguanto el grito y dejó de ser árbol para ser una niña casi mujer. Que es manoteada de los pelos que se ocultan bajo el pañuelo y arrastrada hasta los galpones donde me llenarán la panza una y otra vez. Que un día, muchos meses después, será sacada en un auto por holandeses y subida a empujones a un avión. Para luego despertar en un hogar con gente que me dice cosas que no entiendo. Buenos Aires. La gente me viste. Me enseña a hablar. Me da de comer. Me toca. Me toca. Me toca. Y un día me escapo y llego a una plaza donde unos niños me hacen un lugar porque yo sé cocinar; prender fuego con ramitas. En tachos de basura. Y no me asusta el olor a meada y a mierda de personas. Hasta que llueve y junto las pocas porquerías que tengo y me vengo abajo de la autopista a pensar. Hasta que justo pasa esto, con la sangre saliendo de los agujeros del asfalto. Y pienso. Si esa sangre que brota no es sangre de la tierra. Que circula abajo de nuestros pies. Un arroyo hecho con la sangre de todos los que murieron matados. Que se fue uniendo, la sangre, porque no es un líquido como los otros, que por lo general se secan. Imagino a la sangre igual que los recuerdos: llamándose gota a gota. En un idioma que sólo hablan las sangres, pero que ignoran las personas. Las veo a las gotas deslizándose a través del barro. Los pastos. La corteza de los castaños de mi tierra. Para después juntarse en un torrente rojo que fluye a una profundidad imposible de imaginar. Que nadie puede ubicar. Pero que es tan cerca que a veces pasa que la sangre brota. Y sale al aire como si se escapara de un caño roto. Ahora que veo esto pienso y pienso. Hago cuentas. La sangre del tío llegó primera a ese mar, estoy segura. La sangre del tío llegó primera y después llamó en esa lengua que sólo hablan ellas a la sangre de mi hermano. Estoy segura. A la de mi hermano, que goteó por la espalda. Por la boca. Por los oídos. Por la nariz. Yo a eso lo vi, como cuando el dedo que me decía Andate bien a la mierda, Safeta, Andate bien a la mierda, rebotó al mismo tiempo contra las plantas y el barro para ya no volver a doblarse. A eso lo vi como lo vuelvo a ver ahora. Mientras, pienso en esto que ahora brota ahí, en la calle. En si esa es la sangre que ya no aguanta engordar bajo la tierra. En si es la misma sangre que se derramó allá, en Srebrenica. O es apenas un caño roto. Apenas otro.

Texto agregado el 13-12-2010, y leído por 283 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
11-05-2014 Imposible, tras lo leído, dejar un comentario que no suene trivial... Es durísimo, pero no pocos horrores guardan en el alma aquellos que sobreviven las masacres y salvajadas del hombre contra el hombre... Ikalinen
14-12-2010 "Imagino a la sangre igual que a los recuerdos: llamándose gota a gota." Me ha impresionado mucho esta expresión literaria, amigo. maravillas
13-12-2010 . santacannabis
 
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