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HASTÍO.






Ella estaba convencida de que en aquel pueblo la gente se aburría mucho más que en cualquier otro de la Isla entera. La monotonía era carcelaria. Sentía que el tiempo se aletargaba y condensaba en sus entrañas con la lentitud e impertinencia de un gotero de mínimo caudal, desesperante, agobiándola, revolviéndole la sangre y el estómago y la vida entera. Y añadida a las altas temperaturas que no daban un minuto de sosiego en aquel verano devastador, esa sensación de vacío en sus adentros era la causa de muchas de sus debilidades y fatigas. Su pensar también se hacía lento y pesado. Vivía convencida de que si no fuera por la costumbre de enfrentarse a la escasez de cada día, tratando de conseguir hasta lo más insignificante, lo mejor sería borrarse, aniquilarse, desaparecer de una vez por todas.
-¡Qué horror! - pensaba. Y frunciendo el ceño se decía: -No hay nada que hacer. Esto es una maldición que no termina-.
Todos los días pasaba horas en el portal de la casa, cuando quedaba protegida del sol, sentada en una mecedora o recostada a la baranda de madera y metal. Allí sudaba la canícula viendo pasar a las personas de siempre. Podía percibir las vibraciones de la radiación en la distancia y el calor y el bochorno en el aire de todo el espacio que la rodeaba. Las ramas de los árboles, sedientas, con sus hojas polvorientas, apenas se mecían. Y podía recordarse en esa escena viéndose y viendo a los demás como espantapájaros imprecisos moviéndose entre un ambiente de sopor y abulia, todos sudorosos y cansados, con la eterna tristeza y el mismo desaliento dentro de la acostumbrada ropa de a diario. La gente desfilaba frente a la casa caminando por la calle o montados en bicicleta, con sus necesidades, con sus desilusiones, con sus caras de resignación. A las diez y media, inexplicablemente, como si las ruedas tuviesen un reloj, pasaba el hombre que empujaba el carretón que nunca llevaba carga alguna, saludando a todos, culminando lo absurdo, barbudo, con el sombrero de campo hundido hasta las cejas y los zapatos rotos y muy sucios. Siempre saludaba sin voltear la cara, riéndose, hablando solo, como si fuese un fantasma que recorriera las calles sin sentido alguno. Era el portador de la nada dando vueltas y vueltas por todo el pueblo.
Y como él, pasaban otros muchos que no se sabía de qué vivían. Estar en el portal, limpiar la casa, salir al patio y escuchar la música en la radio era lo único que hacía durante el día para supuestamente distraerse. Prácticamente el radio funcionaba sin parar llenando la casa de música y noticias y sólo lo apagaba al final de la noche. Lo sentía como un apoyo que hablaba sin cesar, no importaba de qué. La música era lo importante. Saludaba a los viandantes y hablaba con ellos para intercambiar quejas y comentarios sobre los últimos rumores. Cada cual traía un chisme diferente. Los comentarios contra el Gobierno se dictaban a poca distancia de los oídos y en voz muy baja, siempre mirando a los lados. No había otra cosa.
Pero en un final, cuando en verdad meditaba sobre ello, quizá con un dejo de resignación, sabía que estaba equivocada de plano en cuanto a la magnitud del aburrimiento de su pueblo: en todas partes ocurría lo mismo. Las expresiones de la gente que veía adonde fuese se lo decían en el desagrado y el hastío que callaban en un tragar de nudo y de tristeza que, más que con las palabras imposibles, se gritaba con los ojos y la actitud. Y se rió de su torpeza al mantenerse a diario en aquel pensar reiterativo de la negatividad de su pueblo. Lo sabía demasiado bien. Cuando visitaba el vecino caserío donde vivía su hermano mayor con aquella diabetes mal atendida a cuestas, también sucedía igual en el ambiente. El mismo fastidio. Lo que ocurría era que ella se descargaba de esa manera porque aquella porquería de pueblo en que vivía era el suyo y lo aborrecía a más no poder. Lo odiaba porque había nacido en él y en él se había quedado como una estúpida, reprochándose y respirando ahogada toda aquella furia que la enfermaba y que no podía manifestar ni contener. Y sabía que el pueblo y ella iban envejeciendo y deteriorándose juntos, como fundidos en una misma condena. Pero más que eso, muy por encima de todo, y muchas veces se reía al admitirlo porque quizá nadie lo entendería, permanecer allí sin nada que hacer era el mayor de los castigos. A veces mayor que muchas de las necesidades que habían nacido de la maldita Revolución.
Desde el portal veía a los hombres y mujeres sentados por todas partes, sin hacer nada, carentes de todo, tan sólo esperando, en la neblina de no saber qué se esperaba. Y ella, con sus más que abandonados cuarenta años, estaba en peor estado que cuanto la rodeaba. Así se sentía, vieja, desaliñada y fea, sin deseos siquiera de arreglarse, cuadrada y lineal desde los hombros hasta los huesos de las perdidas caderas, con la ropa de frecuentes batilones que parecían colgarle más que vestirla. Y se había quedado en el país por sus hijos, y por su esposo, que hastiado también y pensando en ellos y en sus padres ya ancianos nunca quiso irse. Inútilmente, porque el varón se había escapado por mar en una balsa y la niña estaba en África con sus diecisiete años en una misión de las llamadas Brigadas Revolucionarias Internacionalistas que la desmadrada Revolución había inventado para alimentar de sangre joven a los ejércitos que había enviado a Angola.
-Quién sabe cómo regresará de allá- se decía una y mil veces. Y añadía, como deshaciéndose de un pensamiento venenoso: -Posiblemente venga con una barriga levantada por cualquier extraño personaje, o con alguna de esas raras enfermedades con que la gente llega de esas estúpidas misiones.
Y añadía, con rabia no contenida:
-Vaya para el carajo Angola y su maldita guerra. !!No sé qué coño tenemos que hacer nosotros metidos allá!!
Pero, como siempre hacía al estar en ese camino de quejas y reproches hacia sí misma, después de aquietar su agitación, desistió de estos pensamientos para más que sonreír con amargura y dolor desencajarse en una mueca de desprecio. Y de nuevo se dejó llevar por la corriente de sus pensamientos. Sabía demasiado bien que tampoco se trataba de esas aceptadas tragedias por muy dolorosas que fuesen. No, no era el pueblo, ni el abandono total, ni los que se fueron o los que se quedaron, ni la pérdida de los hijos, ni la necesidad siempre presente, era ella que estaba hasta el tope de tanto fastidio. Y el tedio, además de lento y pesado, era sucio, porque no podía comprar jabón ni ningún otro artículo de limpieza. Y eso sí que lo entendía muy bien, o escaseaban o ella no tenía dólares para comprarlos. Y para colmo, la monotonía y toda esa suciedad se conjugaban con el hambre porque no conseguía lo suficiente para alimentarse decentemente, ni ella ni su marido, que trabajaba como un buey de sol a sol y que cada día se ponía más envejecido. Su marido, flaco y cansado, siempre en silencio, aguantando, con aquella mirada que más que un mirar era un dolor y una tristeza, también le resultaba un peso de preocupación a sus espaldas. A ella el asma la estaba matando y tampoco conseguía el Salbutamol tantas veces prometido que la aliviaba en sus frecuentes crisis. Esa opresión de los pulmones no la dejaba trabajar ni moverse libremente.
Pero con estar soberanamente aburrida, y eternamente encerrada en la casa, era suficiente. Lo demás, a esas alturas, con el asma, con su marido y con todo lo demás, casi sobraba. Y el Gobierno decía que pronto terminaría la crisis y habría abundancia de todo lo necesario. Según sabía, tenían cuarenta años diciendo lo mismo. Y la gente aguantaba, quejándose sin levantar la voz, siempre con cuidado, sobre todo renegando por la falta de alimentos y de artículos de aseo. Pero ella no, para ella lo peor era estar confinada en el limbo del fastidio. Y la película que habían anunciado para el esperado jueves de Cine en la televisión ya la había visto cinco veces y en dos oportunidades la habían cortado a mitad de camino para pasar las noticias más desagradables del Mundo y para pasar la interminable bazofia de propaganda del Gobierno. Y cambiar de canal era inútil, las dos emisoras que salían al aire transmitían la mayor parte del tiempo la misma programación.
En ocasiones, cuando cortaban la película para pasar el horrendo noticiero adoctrinador que tanto detestaba, se quedaba esperando, sumida en sus pensamientos, sentada frente al televisor sin prestar atención a lo que decían. Oía los comentarios del locutor del enorme bigote y la voz más que engolada como si estuviese en un sueño, pero nada más. No se interesaba en descifrar lo que supuestamente informaban. Meciéndose en el sillón, con los ojos cerrados para pasar ese tiempo de espera, se imaginaba esa misma película con otra continuación y otro final, como resultado de los cambios que ella inventaba para alterar la trama. Esto le encantaba. Se imaginaba la película desarrollándose en otro país, con el intérprete masculino feo y no hermoso como siempre sucedía, libre y libertino en lugar de casado y fiel, o la imaginaba con la mujer lesbiana, o con el policía suicidándose, o con el bueno de la película muerto y el malo triunfador, o como si todos fuesen fantasmas que deambulaban a placer entre ciudades increíbles donde sólo ella lo dirigía todo. Imaginarse la película totalmente absurda era lo que más la satisfacía. Esas ensoñaciones de descomponer el tiempo y algunas escenas y personajes importantes de las películas interrumpidas la ensimismaban en un recorrido hacia un mundo soñado y totalmente diferente a su realidad. Era quizá lo que más disfrutaba de aquellas transmisiones de tan poca calidad. A veces pensaba que hasta podría hacer una película con todos los argumentos que había fantaseado en esas largas horas. Pero que va, se despertaba, y se reía de sí misma con los ojos aún cerrados. No, que va, ella no podía hacer nada, ni podría hacerlo jamás, porque ella era una nada también, una nada perdida en aquel pueblo.
Y de estos pensamientos emergía a su habitual aburrimiento con la inútil pantalla repitiendo la misma cantaleta. Ni un solo cambio. Y no sabía si resignarse o enfurecerse. Ya se veía a la mañana siguiente, sudando en el portal, como siempre, despidiendo a su esposo que se iría al trabajo, quedándose recostada a la baranda, esperando sin saber qué, viendo pasar a la gente que no iba a parte alguna. La monotonía seguiría siendo igual a la de todos los días. Sí, no sabía cómo lo soportaba y seguramente un día cualquiera se suicidaría de verdad para no amargarse más ni sudar tanto entre aquella necesidad y abandono. Sí, se suicidaría. Se ahorcaría en el baño, como hizo el negro viejo y bueno que desde siempre vivió en la pequeña casita de madera y cartón en la esquina de la cuadra y que nunca dejó de saludarla con un gesto de su mano. Sí, se ahorcaría, o bebería veneno de ratón, o saldría a la calle dando gritos y vociferando contra la Revolución y el eterno Comandante para ver si la acababan de fusilar de una vez. El paredón, eso era lo que ella necesitaba, sí, el paredón.
Pero no, se rió de nuevo de su ridícula imaginación. Se rió imitando a la locura porque no quería volverse loca. Y terminando de reír pensó que todos aran unos estúpidos, que quizás con una televisión distinta la vida valdría la pena vivirla, al menos por tres o cuatro horas al día. Estaba convencida de que una buena y entretenida programación de televisión para pasar la tarde resultaba imprescindible en cualquier tiempo y bajo cualquier sistema, aún en aquel pueblo maligno y olvidado. No entendía cómo era posible que los que mandaban en el país no se dieran cuenta de algo tan sencillo. Una agradable televisión sería un gran alivio para el espíritu de todos. Pero no, no era así. Lo importante era alimentar la soberbia del Gobierno.
Y así pensaba mientras iba hacia la cocina con su paso ligero para tomarse un vaso de agua y una nimiedad de café, repitiendo, ya rozando con la crudeza y el abandono de la locura:
-! Mi madre, hasta cuándo será este fastidio!
Después, ya tomándose su café a intervalos mientras revisaba la pobreza de su vestido desde el pecho hasta los zapatos, lo repitió en voz alta, esta vez con simpatía y como si estuviese representando una obra de teatro:
-!! Hasta cuándo, coño, hasta cuándo !!

Texto agregado el 10-01-2011, y leído por 125 visitantes. (0 votos)


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