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LA MULÁNIMA

La sombra de la mujer se recortó contra la puerta de la comisaría. El sol brillaba a pleno. Su contextura era robusta aunque no muy alta. El comisario la miró extrañado, ¿qué puede hacer una mujer en la comisaría del pueblo a esta hora? Cuando la figura se acercó al escritorio y logró atajar el reflejo que lo cegaba, la reconoció. Era Casilda Morales. Tenía la ropa y las manos sucias con sangre, traía aferrado con fuerza, casi con rabia, un puñal que dejó sobre el escritorio. No dijo nada. Se veía tosca. Su rostro y su mirada sin expresión.
— ¿Qué pasó? ¿Qué hiciste, Casilda?


Hacía tres días que el muchacho estaba tirado en la cama, consumiéndose por una fiebre que lo abrasaba. El médico no pudo hacer nada, la curandera tampoco, pero ésta le había dicho:
—Está embrujao tu hijo. Tiene el gualicho más fuerte que puede haber. Está enamorao…
—¿Pero no puede hacer nada, usté?
—No sé. El amor que él tiene no es natural, está maldito. Lo voy a peliar, pero no te aseguro nada.
El joven se revolcaba en la cama, a ratos gritaba y lloraba.
— ¡Decime qué querés, m’hijo, y yo te lo traigo!
— ¡No, mama, usted no puede!
— ¡Decime dónde está y la voy a buscar!
— ¡No puede, mama! ¡No puede!
Casilda la buscó por todo el pueblo, pero no pudo hallarla. Todos se santiguaban cuando la nombraba. Su rancho estaba abandonado, pero ella sabía que hacía mucho tiempo no estaba allí, desde que su padre murió. Fue a la casa de la mujer que la recogió cuando quedó huérfana.
—Desde que tu hijo le quitó la maldición no la vi más. No sé donde anda esa desagradecida.
El muchacho murió después de cinco días de agonía.


Ligorio había quedado solo con su hija, cuando ella tenía nueve años. Su mujer murió escupiendo sangre por la boca. El rancho estaba en una orilla, casi afuera del pueblo. Él se entregó a la bebida y vivían en una pobreza extrema. La niña tuvo que ocuparse de la casa y atender al padre que volvía todas las noches borracho, perdiendo pie. Se desayunaban con chicha, arrope y pan duro que conseguía la chiquita pidiendo. La vida era miserable y así fueron pasando los años.
Una vez, al regresar, Ligorio no vio a su hija, sino a una mujer mugrienta y desgreñada, pero mujer al fin. Ella no se negó, ni siquiera sabía cómo hacerlo. Él, ahogado en alcohol, le arrancó los harapos y la poseyó. Ese fue el amor que la pobre muchacha recibió de su padre. A partir de ese momento, era común que Ligorio repitiera el incesto cada vez que su alma perdida encontraba a la joven esperándolo en la penumbra del rancho.
Una noche Ligorio no volvió. Se cayó de su caballo y se desnucó contra una piedra. Rosita quedó sola hasta que apareció una mujer y le ofreció su ayuda.
Poco después, ella comenzó a sentir un fuego quemándola por dentro, era de madrugada; no aguantó y salió corriendo desesperada hacia los montes. Una luz amarilla e intensa la envolvió y su cuerpo se fue transformando en una mula pequeña que llevaba un bocado de oro y arrastraba cadenas, quiso gritar y escupió fuego por la boca y por los ojos. Comenzó a correr nuevamente tratando de huir de sí misma, de soltarse las ataduras; pero en su intento las pisaba provocándole un terrible dolor que la hacía lanzar gritos escalofriantes y agudos entre humano y animal.
Así vivió incontables noches de horror. Veía al diablo que la perseguía y se la pasaba corriendo de un lado a otro sin poder librarse de aquel castigo. Cuando se cruzaba con algún caminante ocasional, lo atacaba a dentelladas y furiosas patadas, y lo hacía huir despavorido. Finalmente, después de vagar toda la noche, encaminaba sus pasos hacia la iglesia y allí, en su puerta, caía agotada volviendo a su forma natural. Herminia la esperaba entre las cinco y seis de la mañana, la ayudaba a bañarse para aliviar el fuego y quitarle la tierra. Luego la acostaba y dejaba descansar. Hasta allí llegó Lisandro Morales una mañana. Herminia necesitaba hacer unos arreglos en su casa y se lo habían recomendado como un hombre trabajador y responsable.
Después de varios días, conoció a Rosita, que casi no salía de la casa, no iba más allá del alero. Se sintió atraído por ella. Una tarde, la patrona le pidió que le llevara un refresco al obrero. Empezaron a conversar aunque ella era dura y en su rostro no había un solo gesto de alegría. Cuando terminó los trabajos, Lisandro habló con la dueña de la casa.
—Quiero que me permita visitar a su hija.
—¿Mi hija? ¿Quién, Rosita? —la mujer lanzó una estruendosa carcajada— No sabés lo que estás pidiendo. Tomá, acá tenés tu pago, volvé a tu casa y a tu vida, y no te acerqués a ella si no querés terminar mal.
Lisandro quedó confundido. Se fue pero no pudo olvidar a la muchacha, a su rostro triste. Y volvió varias veces a hablar con la tutora.
—¿No entendés? Ella no es mujer para nadie. No soy yo quien te la niega. Si la conocieras bien, solito saldrías disparando.
—¿Por qué?¡ Dígamelo!
Cansada de su insistencia, le contó la historia.
—Rosita está condenada. Cuando su cuerpo no aguante más, se va a morir consumida por su propio fuego.
—No es cierto. Está mintiendo.
—¿Por qué no venís esta noche y lo comprobás vos mismo?
Al anochecer esperaba escondido entre los arbustos y la vio salir corriendo, se asustó de verla tan desesperada, la llamó pero no hizo caso. Se perdió en la luz amarilla y salió transformada. Él se quedó paralizado; cuando reaccionó, regresó a su casa, pensando que debía haber una solución para ella. Preguntando aquí y allá, encontró la respuesta.
—¿La mulánima? —le sonrió el herrero— Sí, dicen que un hombre muy corajudo, si logra montarla y sacarle el bocao la puede librar de la maldición. Pero hay que tener mucho coraje. Yo no lo haría. Y no es porque sea cobarde. Pero quien se mete con el diablo nunca sabe como termina.
—Porque no estás enamorado, José.
Muchas noches la esperó, pero era casi imposible seguirla cuando comenzaba su loca carrera. Alguna vez se salvó de que lo matara subiéndose a un árbol, donde a duras penas se sostenía tapándose los oídos para no enloquecer con su llanto y gritos espeluznantes. Pero él no se daba por vencido. Su madre quería detenerlo cuando se marchaba cerca de la medianoche. Nunca la escuchó. Regresaba con las manos y la ropa quemadas o con lastimaduras que se hacía al trepar, pero a la noche siguiente volvía a salir.
Una vez la esperó agazapado sobre un árbol y al pasar pudo saltar sobre su lomo. Se agarró fuerte del pescuezo y se aguantó el dolor. Peleó duramente hasta que al fin pudo sacarle el bocado y dejarse caer. Pocos minutos después, Rosita apareció tirada y exhausta a muy pocos pasos suyos. Aunque malherido, Lisandro se acercó a ella.
—Llevaré las marcas de este fuego como recuerdo de haber salvado este amor.
La mujer se alejó arrastrándose y gruñendo.
—Soy yo, Rosita. Lisandro. Te salvé de tu condena porque te quiero. Quiero casarme con vos.
Ella lo miró con odio.
—¡Gaucho zonzo! ¿Quién te dijo que yo te voy a querer porque me salvaste? ¡Prefiero seguir condenada, prefiero morirme, ¿entendés?
Él temblaba dolorido y casi sin fuerzas.
—Pero yo te salve, Rosita. ¡Por amor, ahora sos libre!
—No te pedí que lo hicieras, yo odio a los hombres, nunca me voy a enamorar. Un hombre me concibió y ese mismo hombre me quitó la inocencia convirtiéndome en esto. ¡Maldito sea mi padre que se está horneando en el infierno! ¡Maldita sea mi madre que me parió para luego morirse! ¡Malditos todos los que me despreciaron, los que se rieron de mi desgracia, malditos todos, y ojalá se mueran como vos!
Se levantó, escupió el suelo y se fue; él la llamó inútilmente. Lo dejó allí, malherido, abandonado a su suerte. Y allí lo encontró su madre dos días más tarde, y lo llevó a su rancho.
Después de hacer todo lo posible por salvarlo y buscar a Rosita por todas partes, Casilda enterró a su hijo.


El comisario la hizo sentar, le dio un vaso de agua y un trapo mojado para que se limpiara la sangre.
—Ahora contame, Casilda.
—Mi hijo murió quemado, comisario. Por fuera y también por dentro. Ella estaba en la iglesia. Finalmente la encontré. El padrecito la protegía, yo no podía hacer nada allí, es sacrilegio. Pero la esperé. Día y noche. Y un día salió. Se lo dije, para que supiera por qué. No me contestó, ni se defendió. Me miraba con odio. No tenía miedo. La golpié muy fuerte y la tiré al piso. L’enterré el puñal en el corazón, tres veces. La maté, comisario.
—¿A quién? ¿A quién mataste, Casilda?
—A la mulánima…

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Texto agregado el 13-01-2011, y leído por 90 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
29-01-2011 saludo la buena prosa, el cuento que envuelve y está cargado de magia, lo humano y divino, pero más que nada de talento. NeweN
16-01-2011 Muy buena recreación de esta leyenda folclórica, un gusto =D mis cariños dulce-quimera
 
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