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1: Don Fausto Lombarda.

–Lo encontraron muerto –dijo Luciano, tomando la cerveza con la mano. Llevó la coquilla de vidrio a los labios húmedos.
Otros más asintieron con las cabezas.
–Tendido en su cuarto. Según dicen –dice Alfonso mirando por la ventana. La lluvia caía por fin, después de tres meses de sequía. – ¡Hay fiesta en el pueblo! –Dijo sonriente – ¡Hoy por fin cae agua en estas tierras abrazadas por el mismo infierno!
– ¿Llueve? –dijo Faustino, el más viejo, fijando los viejos ojos en el agua que caía. Sonrió, como lo hacen los niños.
– ¡El mismo día que don Fausto Lombarda murió! –dijo Luciano alegre. – ¡Ha muerto el Don!, ¡Ha muerto por fin!, ¡La eternidad de su ruinado ya se lo llevaron las aguas!, Ahora la tierra se aviva con la esperanza de tener un muerto centenario, porque la tierra ya lo reclamaba desde décadas, pero el desgraciado que no se moría, incluso sobrevivió al tiroteo del 14 de octubre, cuando le reventaron quince balas que entraron por el espinazo; dicen que la bruja lo curaba de todos los males, ahora no va a tener a quien dar remedio.
– ¡No seas tonto!, la vieja hace tres años que se murió… o mejor dicho, desde que don Lombarda la despachó para el otro mundo…
– ¡Nada agradeció ese hombre! –dijo la voz de cantinero. – ¡Mató a cuanto le amó!... primero a su mujer, doña Lucía, después a su cuñados, el jovencito Almendro López y para colmo, cuando uno de sus hijos que quiso irse de su lado, él, lleno de furor, que le descarga dos balazos en la cabeza, y dicen que cada bala atravesó un ojo. Los otros hijos… no sé, murieron todos ahogados, dicen que fue una maldición… que se ahogaron con las lágrimas de las familias que perdieron a algún miembro… pero los cinco hijos murieron antes de los veinte, lástima, cargaron con el peso del padre.
–Pero dicen que doña Lucía tenía sus quereres con el arriero, el finado Sandro Jiménez, que por eso mató a la pobre de Lucha. Ni hablar, el hombre desde entonces se volvió en el diablo mismo, dicen que hablaba mucho con la Bruja, pero ella le decía: “Ya hablamos de eso… siempre hablas de lo mismo… me dices las mismas cosas todos los días… hace treinta años que pasó eso” y muchas cosas más. Se tenía que resignar, porque con nadie más podía hablar… ya saben… todos le tenían un miedo atroz…
– ¿Tenían?... ¡Teníamos todos! –dijo el cantinero limpiando un tarro de vidrio con una franela vieja y raída.
–Ya escucharon todos. Muchos aseguraron que la Bruja lo hacía hablar con el mismo Diablo. Que ella se convulsionaba y de la frente le crecía, grandes e imponentes, dos cuernos de toro, tan negros como el alquitrán… pero nada sucedía… después ella cambiaba de rostro y le salían orejas picudas, como de gato… y que hablaba con el “amigo”, largo y tendido, por horas y horas.
– ¡Por eso se hizo tan rico! –Se atrevió a aventurar el viejo Nogales, un viejo de blanca melena que acababa de entrar a la cantina. Y se retiraba el abrigo mojado y lo colgaba, tranquilamente y con ceremonia de un clavo de la pared. – ¡Si yo lo sabré! –El viejo acercó un banco al grupo y pidió una cerveza. Nadie habló, seguros que el viejo daría algo bueno a la conversación. –Les digo eso… miren, fue hace veinte años… Mi hermano, Lucio, Carmelo, Demetrio, el finado Sandro y yo entramos a trabajar con él. Quería que revolviéramos la tierra, negra como la noche, y llegamos de mañana, cuando los gallos no entonaban aún sus cantos. Entramos y él nos esperaba en la sala, con una taza de café en la mano. Nos miró e instruyó en nuestro trabajo. Sin más, partimos, con las herramientas al hombro y un poco de comida en contenedores, algunas tortillas. Nos fuimos al trabajo y no descansamos más que un cuarto de hora, cuando comimos… después, a las nueve, descendimos, extenuados por el calor y el cansancio. Íbamos a despedirnos del señor, así que tocamos a la puerta, y al no recibir contestación alguna, disponíamos a partir cuando los vimos. Entre las sombras negras de los viejos árboles… apenas alumbrados con velas de endebles luces, luces que se perdían en el mar de negrura. La Bruja encadenada a los árboles, ataviada con sus chales y sus trapos de bruja, cuando empezó a recitar algo, con murmullos, susurros y chasquidos. Después las velas de apagaron, por uno o dos minutos. Todo era helados, el viento estancado parecía palpable… entonces las velas se encendieron a viva luz, el fuego las consumió en un instantes y las llamas, ingrávidas ante nuestra vida, refulgía con un furor de otro mundo. La mujer chistó… después, los cuernos… se le abrieron dos incisiones en la frente y de allí, lenta y aterrador emergieron los dos apéndices negros. Sacaba de las fauces la negra lengua, con reptil, y una baba verde y maloliente rozaba y quemaba el pasto. Entonces las orejas se llenaron de pelo tupido, negro, más negro que la noche… y hablaron… pero no en idioma conocido… parecía un lenguaje viejo, perdido y que algunos pocos sabían hablar. No pudimos movernos porque la impresión pesaba sobre nosotros. Ya salimos del sopor cuando los cuernos se hundieron y las luces menguaron hasta desaparecer en motitas de luz diáfana. Corrimos en desbandada, a trompicones hasta llegar al valle, donde, asombrados y temblorosos nos dejamos caer en el suave pasto. Ya la luna, menguada, se mostraba entre los nubarrones… pero jamás volvimos a trabajar con él. No importaba qué, el recuerdo permaneció tan vivo y el terror tan presente, que al verlo era como volver a vivir aquella noche.
Todos quedaron suspensos, con las botellas en las manos, asombrados hasta lo más hondo del alma.
Nadie bebía.
Entonces la iglesia entonó los bronces. Las campanadas haciendo eco en las paredes rocosas aledañas al pueblo, y las casas se llenaron de incertidumbre, porque todos esperaban su muerte, y al llegar no sintieron el gozo, ni un ápice de alegría. Todo era confusión. Era tan extraño que él ya no estuviera allí, mirando desde el balcón, como un rey que ve su reino y dicta las leyes desde un trono alto y dorado. No hay más rey… solamente el pueblo dolido por la pobreza.
–Se puede decir mucho de él –dijo el cantinero. –Verdaderas o falsas… es indudable…
– ¿Qué? –dijeron todos.
–Muerto él, ya no hay nadie que disponga a los peones a realizar un trabajo, ya no más de: “quiten eso de allí y me lo pones por acá, no, que me quiten la cúpula de la iglesia que no me deja ver la puesta del sol, y la cúpula se quitaba, no, que no importa que se vea feo, que mi rostro debe estar a la entrada del pueblo, en una estatua o algo. ¡No me oyen!, quiero que cambie el curso de las aguas, que el río corra hacía las montañas y no de montañas al valle. ¡Que ese alcalde es un pendejo!, No vale la paga que le dan. ¡Ven esas flores desperdigadas en todas las afueras del pueblo, quiero que las trasplanten dentro, en un rincón amplio para que los visitantes se entretengan y dejen caer el dinero!, ¡Que los primos no se casan, que salen los hijos enfermos, todos descoloridos!, nada, nada. Padre, padre… ¡Que sermón tan idiota!, ¡No sea pendejo y dígales que el cielo no existe!”. Eso se acabó. No importaba todo lo que hizo. De alguna u otro forma evitaba que falleciéramos de hambre. Fue por él que los campos estaban sembrados, por él que se trajo la escuela, por él que trajeron el museo, por él, sin duda, que llegaron las putas al pueblo… sino, cuanto muerto habría ya, con eso de: “Te cogiste a mi mujer, ahora te voy a matar”. Sin duda el pueblo ya va para abajo, se volverá como el pueblo vecino… un cascarón vacío… y no habrá quien nos recuerde… porque a los miserables nadie los recuerda.
La lluvia cayó hasta que por fin el muerto estuvo enterrado, irónicamente, como si el cielo mismo lamentara la muerte de “El Terrible Lombarda”, como le decían todos a espaldas del señor. Después del entierro, se desperdigaron los conglomerados, cada uno a sus casas. Las familias avivaron los fogones, prepararon la cena. Todos aún con la imagen del ataúd delante de los ojos, como una imagen que se superponía a la realidad.
Sonaron por la noche, de nuevo, con triste lamento, los bronces de la iglesia. El sonido asustó a las aves, y ellas se elevaron con sus vuelos, diciendo adiós con las alas al muerto centenario.
Solamente una persona le lloró de verdad…
Se dice que fue un ánima que llegó al pueblo preguntando por él.
Era una mujer delgada, de tez pálida y de vestido negro para el luto.
–Se murió Fausto Lombarda, ¿Verdad? –cuestionó a un velador.
El velador se quitó la gorra del rostro y la vio. Era la difunda Lucía López, la mujer del finado.
–Es que no sé donde está –dijo el ánima.
– ¿Por qué? –dijo el velador, con la voz vuelta en un hilo apenas audible. Le temblaba la quijada.
–Es que no está en el infierno, ya era hora para que llegara, quizá se extravió y por suerte fue a dar al cielo…
–Tal vez esté penando –dijo el velador.
–No, eso no… ya lo habría encontrado… ¡Pobre! ¿Dónde andará?, un ánima sabe de otra ánima en pena, nos sentimos apenas se comienza a penar, cuando uno llega a ese estado, avisa a todos los demás, y dice con su presencia: “Soy tal, hice esto y esto otro, por eso ando penando”, lo sentimos sin palabras, pues lo dice en la lengua de las almas –dijo la mujer.
–No… no lo sé –balbuceó el velador. Pero al tratar de verla, la mujer se transparentó y desapareció lentamente, aún lamentándose:
–Quería pedirle perdón… -dijo el ánima antes de difuminarse en el aire.
En el pueblo, la lluvia que había menguado retornaba, y el agua se colaba por las paredes, por las ventanas cerradas, por los tejados… y, como lágrimas, recordaban a todos el muerto grande que se había ido.




Texto agregado el 08-02-2011, y leído por 263 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
08-02-2011 Fantasmal historia,¿Un nuevo Juan Rulfo?***** Rocxy
 
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