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2: La zopilotera.

Veníamos, cansados y de bajos ánimos. Andando por esa loma de difícil subida y de bajada peligrosa. Los muslos de nuestros pies se compactaban por el esfuerzo, allá, muy arriba, en lo alto de la loma verde, el sol que se despide del día con un llanto de luz sangriento. Cargábamos los fardos llenos de ropa, envueltos en plásticos, porque la llovizna se hacía presente. Loa zapatos húmedos y chorreantes, posándose con desgana en el negro del asfalto, ahora más negro por las aguas. La neblina, como fantasma amorfa, de presencia gélida se nos venía encima, y nosotros lamentábamos más nuestra suerte, puesto que la neblina tapaba el sol que muere. Pero nos alegró ver en lo alto, no muy definida, la luna, que esperaba su turno de imperar en el cielo. Ya las primeros luceros de la noche se hacían presentes y el cielo era gris y plomizo, las nubes, revueltas en brumas calurosas se hacían añicos en los picos altos y lejanos. Se escuchaba, a lo lejos, un canto espectral, pero con letra alegre… allá, donde las primeras casas se divisan entre la neblina. Pasaron volando sobre nosotros, rozándonos las matas de los cabellos, negros y veloces los tordos, los cuales partían a los nidos secretos en el hondo de la arboleda. Los ecos de nuestras pisadas eran vueltas por las paredes de vegetación. Escuchábamos el susurro de las hojas mecidas por el viento, un viento helado que veía de las montañas. Ya sobre la cumbre de la loma, extenuados y con hambre (solamente habíamos desayunado y la comida ni hablar, no hubo tiempo para ello), y era otra de las razones de nuestro lento andar; donde la esperanza de la cena era pensada por nosotros tres.
Ramón llevaba ese sombrero blanco que siempre traía, con una chamarra de cuero negro azabache, y, algo rotos, unos pantalones azules desvaídos. Daniel, por su parte, completamente de negro: negro el abrigo como lo era el pantalón y el calzado, lo único más negro que sus vestimentas eran los ojos, que se veían bajo las tupidas cejas entrecanas. Y yo, que no recuerdo la vestimenta, solamente recordaba el peso de las maletas, tirando hacía debajo de mi hombro izquierdo.
Esperamos a que pasara un auto y nos llevara más cerca del poblado. Pero nada.
Los autos pasaban, derechos sin hacernos caso alguno.
–Ni modo –dijo Ramón volviendo a echar a caminar.
Íbamos inclinados por el peso.
–Acabamos de llegar del otro lado… ¡Y nadie nos fue a recoger! –Le oí decir al viejo Daniel. Otra vez ceñudo, con el coraje que pigmentaba sus mejillas de escarlata.
La música estaba más cerca.
–Tengo sed –dije entre mí, pero los otros me escucharon.
–Falta poco, aguántate –y me aguanté.
Mas la boca seca me sabía a pasto viejo, a ese viento de octubre que seca las lomas, me sabía a cosa muerta. Entreabrí la boca, esperando que entrara un poco de la llovizna. La poca agua que caía me retiraba, poco a poco, aquel sabor de acidez. Cada gota que caía era agradecida por la lengua, el paladar y las mejillas.
Daniel iba delante. Siempre delante.
–Ahora solamente es bajar, no sé por qué, pero bajar es más difícil que subir en estas tierras –dijo y descendió, a paso veloz, la empinada. Sus pasos se oían, pegando duro en el asfalto –Con cuidado, el cemento está resbaloso.
Ramón y yo le seguimos, apretando los pies dentro de los zapatos.
Al descender, las sombras nos envolvieron. No había esperanzas de ver el rojo dejado por el sol, puesto que la luna imperaba, dejando atrás el recuerdo caliente del día. Mis ojos extraviados dieron con Orión, y su cinturón me recordó el cinturón descarapelado de mi padre, aquel cuero viejo que trajo siempre.
Descendimos más.
De repente vimos en lo alto algo que nos extrañó. Muchos zopilotes sobrevolando el aire, describiendo con sus vuelos círculos perfectos. Formaban un cono perfecto, sobrevolando y graznando como diablos. Algunos zopilotes descendían en picada y después resurgían para volver a hundirse.
–A de ser una vaca muerta –aventuró a decir Ramón.
A mí no engañaron esas palabras.
Sentí en el pecho un peso. Como si de repente a mi camisa le hubieran cargado piedras. El corazón se aceleró, algo raro, algo raro pasaba.
Pero no quise alarmar a los otros con mis cosas.
eso me dije.
Las casas estaban con sus luces extintas.
Solamente nos llegaba el rumor de las hojas meciéndose, o de alguna gota empachada que cae en la tierra y hace: plas, plas y otro plas.
No se oyen los mugidos de vacas, ni sus respiraciones pedregosas cuando duermen, tampoco el ladrar de perros, o la huida sigilosa de algún gato negro, tampoco el batir de alas de las gallinas que espantas con sus aleteos los malos sueños. No se oye nada, solamente ese chillido que es el silencio, que de tanto escucharlo, uno piensa que el sonido le quiere agujerar el cráneo.
Los autos están estacionados.
Tomo el celular y alumbro la carretera. Se ven marcas de neumáticos, negros que pronto se van diluyendo con la lluvia. Nada más eso. Esas marcas, que son muchas, y que nos desconciertan a todos.
– ¿Pues qué pasa aquí? –oigo decir a Ramón, mirando debajo de sus pies las huellas.
–Nada, nada –dice Daniel sin convencerse él mismo –Nada –vuelve a repetir y los tres, pasmados, viajamos las miradas a lo alto, a lo zopilotes que bajan y suben, con algo rojo entre los picos, como carne cruda…
Andando, largo rato, a paso intranquilo, llegamos al pueblo.
Entramos por la carretera, cautelosos.
Y entonces lo vimos.
Muchos, muchos cuerpos tendidos en el suelo…
Unos con los rostros hacia la luna, con ojos abiertos que reflejan las estrellas, otros bocabajo, con rostros compungidos; algunos caballos regados, junto a sus amos, y los hombres y mujeres, desparramados, con sus miembros sin fuerzas y fríos: era la frialdad de la muerte.
A cada cuerpo lo rodeaba una mancha amplia de sangre.
Vemos entre los ropajes que visten machas de sangre y agujeros.
Vemos los cuerpos regados que son, uno por uno, comidos por los zopilotes.
Vemos aterrados que los zopilotes son cientos, y descienden desvergonzados a tomar otro pedazo de carne.
Ya algunos cuerpos no tienen ojos, (pues los ojos son lo primero que comen los zopilotes). La iglesia al costado derecho, el sacerdote muerto, con la sotana negra revuelta con el negro de la sangre. Me asombró ver como un hombre se arrastraba y exhalaba, el último aire de vida en su pecho, dejándose ir con la muerte.
También hay perros que comen la carne de las pantorrillas y los brazos, donde hay más carne, algunos otros hundiendo los hocicos en las entrañas; mascando con los blancos dientes los hígados oscuros, los estómagos rígidos y el corazón aún rebosante de sangre.
Ahí están, los muertos que dejaron los narcos y militares que pasaron por allí.
Al día siguiente llegaron muchos autos, y echaron los cuerpos dentro y de los llevaron a donde, porque solamente ellos y dios lo saben. Los vimos desde nuestro escondite. Llegaron con sus uniformes verdes y gorras del mismo tinte. Se los llevaron, teniendo que disputárselos a los zopilotes, quienes viendo que se les arrebataba la comida, arremetían, batiendo las alas, tratando de hundir los picos en los ojos de los militares. Intentaron hasta que un hombre descargó una nueve milímetros al aire, derribando cuatro aves de rapiña, las cuales descendieron y se impactaron con sonidos secos, sin eco.
Los vimos, y se fueron… dejando alguna oreja perdida… y las lagunas de sangre, ahora endurecidas se pegaban al asfalto como doloroso recuerdo.

Texto agregado el 09-02-2011, y leído por 186 visitantes. (1 voto)


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