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Ese día habíamos decidido hospedarnos en la casa de campo de Maximiliano, la cual había sido re-construida luego del terremoto del año pasado y ahora la pintura blanca estaba más reluciente que nunca. En el antejardín, el cual carecía de rejas, ahora había una gran rueda de carreta que le daba el toque rural a la retirada casa y las grandes plantaciones de maíz que estaban alrededor hacían que fuera difícil divisarla desde la carretera, lo cual consistía un perfecto escondite para nosotros dos y nuestro amigo Felipe.
Debo decir que alguna vez Felipe fue una persona llena de aspiraciones y deseos de aprender. Había pasado varios años de su vida instruyéndose en ciertas enseñanzas orientales en el interior de la India y desde que volvió al país había estado muy activo transmitiendo sus conocimientos a las siguientes generaciones, incluso había fundado un centro para la meditación, la reflexión y el uso de la música como terapias alternativas para manejar el estrés que produce el estilo de vida occidental, no obstante, yo tenía algunas cuantas discrepancias en cuanto a sus métodos ya que como el hombre occidental que soy, y hombre de razón además, sentía era menester mío tratar de aterrizar sus ideas más disparatadas y algo impulsivas, pero bueno, esa no es la verdadera razón de por qué relato estos acontecimientos. El asunto es que hace un par de meses mi amigo cayó en una extraña condición mental. Parecía haber perdido toda capacidad para sentir y comenzó a delirar exóticas ideas enfocadas en torno a recuperar la capacidad para “sentirse vivo” ya que afirmaba ser un muerto viviente y así de pronto, de manera abrupta, la vida dejó de tener sentido alguno para él. Pasaba días en vigilia mirando como el sol y la luna pasaban frente a sus ojos. En ocasiones vagaba por las calles más peligrosas de la ciudad, a la cual nunca iba pues le producía un amargor terrible, para ver si se encontraba con algo de violencia que le hiciese valorar su vida nuevamente, pero nada de lo que hacía parecía funcionar. Su desapego llegó a niveles tan elevados que incurrió en el abuso de sustancias tales como alcohol, cocaína y heroína, y con ello llegaron las deudas con los traficantes. Maximiliano y yo comenzamos a ocuparnos de dichas cuentas, ya que nuestro amigo manejaba poco dinero pues gustaba de lo justo y lo necesario. No obstante, los montos se hacían cada vez más grandes y nuestros esfuerzos se hacían insuficientes y llegó un punto en que esta situación se tornó muy peligrosa, ya que en reiteradas ocasiones amenazaron y golpearon a Felipe, e incluso, una vez intentaron matarle. En ese momento fue cuando decidimos ir hacia la casa de Maximiliano, la cual está ubicada muy al interior en el valle y, como mencioné con anterioridad, se localiza en un lugar estratégico que impide que sea divisada a simple vista.
Al llegar a la casa instalamos nuestras cosas, armamos las camas y preparamos algo de comer. Felipe se negó a ingerir cosa alguna y simplemente se sentó en el sofá con la mirada más vacía que de costumbre. Afuera el sol brillaba tal como lo hacía cada día a las cuatro de la tarde, corría una brisa fresca y el sonido de las hojas de los árboles daba la impresión de que cerca corría el río, cuando en realidad estaba muy lejos. Tal espectáculo de la naturaleza me impedía concebir cómo es que mi gran amigo había llegado al estado decadente en que se encontraba ahora, había perdido mucho peso y su piel ya no era del tono cacao reluciente del que solía ser cuando en su cara de dibujaba una sonrisa y no una línea recta de pendiente cero. Cerca de las nueve nuestro amigo se fue a dormir sin pronunciar palabra alguna y junto a Maximiliano llegamos a la conclusión de que ahora el ayuno y el mutismo sería parte permanente de su conducta, pues llevaba un par de días así. Conversamos respecto a qué hacer y una vez hubimos fatigado nuestras mentes fuimos a los brazos de Morfeo. A la mañana siguiente nos dimos cuenta de que Felipe no estaba y salimos a buscarlo, tarea que se nos dificultó mucho pues la altura del maíz se convirtió en un gran obstáculo, aparte las plantaciones ocupaban un terreno demasiado grande para ser recorrido con prontitud por dos personas. Recorrimos los cerros de alrededor, incluso fuimos al pequeño pueblo que estaba cerca y nada, ni un rastro de su persona. Pasaban las horas, una de la tarde, tres de la tarde, siete de la tarde y cuando fueron las nueve ya habíamos caído en desesperación. Pensamos en llamar a Carabineros, pero llegamos a la conclusión de que no era buena idea pues la intención era mantener el bajo perfil y pasar lo más desapercibido posible y ya nos habíamos expuesto demasiado al ir a echar un ojo al pueblo. También pensamos en hacer una búsqueda nocturna, idea que también fue descartada pues sería energía mal aprovechada. Por lo tanto, decidimos esperar hasta el próximo día ya que nuestro amigo llevaba días sin comer y pensamos que tal vez el hambre lo impulsaría a retornar. Dicho eso, nos fuimos a dormir costándonos conciliar el sueño y despertando a ratos por la madrugada a ver si nuestro delirante amigo había retornado a sus aposentos. A la mañana siguiente fuimos a la cocina y efectivamente había unos cuantos platos sucios sobre la mesa. Sin embargo, al llegar al living nuestros rostros se deformaron de tal manera que sentí la brusquedad con que los gestos de mi cara cambiaron de posición. En medio estaba Felipe, sin polera, con sus lentes ópticos, descalzo, en ropa interior y con la mirada vacía. Detrás estaba un hombre grande, medía un metro noventa aproximadamente, los rasgos de su cara eran toscos, piel morena y un tatuaje de un ancla en su hombro izquierdo, mientras que a la derecha, mirando las fotos sobre la chimenea, estaba un hombre pequeño, un metro sesenta, piel blanca, pelo corto y con un cigarro en su boca. Este último, al vernos, se colocó frente a nosotros, apagó su cigarro en el piso de madera de la casa y emitió sus primeras palabras:
- Caballeros, podemos hacer esto por las buenas o por las malas, ustedes deciden.
Y en ese preciso momento sacó de su bolsillo un revólver dorado, el cual era muy pequeño y parecía estar hecho a la medida de los dedos de su portador, los cuales eran muy pequeños también. Maximiliano y yo tragamos saliva y rendidos como gacelas ante las fauces de una feroz leona, tomamos asiento con la mayor pasividad del mundo. El grandote le tocó el hombro a Felipe y le ordenó levantarse e ir hacia afuera, donde estaba un auto negro que los estaba esperando. Los ojos de la mirada perdida se dirigieron entonces hacia nosotros y de repente un sonido muy extraño, y a la vez familiar, llenó el living de la casa. Era la voz de Felipe, la cual se había alzado en un grito:
- ¡¿ES QUE ACASO LES IMPORTA TANTO EL CUERPO?!
Sus palabras me confundieron pues no comprendí cual era su intención al comunicarnos eso y creo que por algunos momentos llegué a pensar que finalmente la demencia se había apoderado de su mente. Por otro lado, en ese momento sus ojos volvieron a tomar vida. Estaban llenos de rabia. En todo caso dicha percepción duró tan solo un par de segundos, pues apenas pronunció esas palabras el iris volvió a opacarse, las manos, que se habían empuñado, volvieron a relajarse y las venas del cuello ya no eran visibles. Por un momento mi amigo volvió a sentirse vivo, pero fue una lástima que haya sido en esas condiciones y en esa situación. Luego se dirigió hacia la puerta principal de la casa, sin mirarnos a los ojos. Y justo cuando el hombre bajo pasaba frente a nosotros Maximiliano hizo un movimiento imprevisto. Estiró su pierna e hizo que éste tropezara, soltando el revólver de su mano. Al ver esto, me lancé al suelo y lo tomé, me incorporé de inmediato y apunté hacia el gran hombre.
- ¡¡QUEDATE QUIETO CONCHETUMARE!!
Ambos personajillos estaban perplejos, la situación había tomado un vuelco no menor.

Texto agregado el 09-02-2011, y leído por 76 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
09-02-2011 muy bueno... el revolver lo devolvio a la vida elbulon
 
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