TU COMUNIDAD DE CUENTOS EN INTERNET
Noticias Foro Mesa Azul

Inicio / Cuenteros Locales / jorgerodriguez / Don Jito de los milagros: Segundo milagro 2.2

[C:472390]

Capítulo II:
DE LA DIGNIDAD DEL COJO


En mil novecientos cuarenta y uno, la población rural en Chile habría decaído a la mitad de las cifras obtenidas una década antes de ese año. Esto debido a que las nuevas generaciones buscaban mejores oportunidades en la vida urbana y la carrera militar.

La migración a las ciudades comenzó a principios del siglo XX, en la mayoría de los estados latinoamericanos, con la intención de impulsar la industrialización, conseguir con ello una apertura a los mercados internacionales como territorios proveedores de materia prima, y, por otra parte, alfabetizar a la mayor parte de la ciudadanía. Proceso que aún hoy, tras un siglo –en algunas naciones– no parece concretarse.


San Carlos no fue la excepción a la regla. Así partió Juan Segura entre tanto porcentaje y gentío a estudiar a Concepción, motivado a los nuevos horizontes. Actitud que de seguro su buen amigo Jito influyó.

Ya no se mostraba el niño tímido que payaseaba entre los transeúntes del mercado de Chillán. Haciendo honor a su apellido y la memoria de su tatarabuelo, cabalgaba con decisión a cumplir sus ideales. Pero esa es otra historia.


Mientras tanto, preso de su terquedad, Juan Evaristo Atenógenes Moscoso de la Vega, esposo de Margarita Thompson, comenzaba una nueva etapa como administrador de un pedazo de tierra casi muerta, que el padre de la novia les regalase el día de su boda. Compartiendo, de esta forma, el destino de toda una generación de viejos latifundistas.

A los Thompson nunca les agradó Jevaristo como pretendiente, por lo que Don Julio, patriarca de la casa, quería provocar la desgracia de nuestro protagonista. Convencido de que sería una estrategia segura, para que su hija notara la terrible decisión de haberlo desposado. Contraria a sus bendiciones y clase.


-Ese cojo te hundirá. Pero es cosa de tiempo para que vuelvas pidiendo auxilio a la casa de tu padre –decía cortante el señor Thompson, escondiendo entre el estatus de su apellido, cuan ignorante era, respecto a cómo trabajar la tierra o iniciar cualquier empresa.

Todo lo que poseía arrastraba la firma de su padre, de su abuelo y de un par de generaciones más arcaicas, que se instalaron en la localidad en una época ya olvidada.

Margarita no respondía con palabras, pero todo su cuerpo se manifestaba en rechazo a los insultos que provenían de su propia sangre. Abandonaría su hogar con lo puesto, para entregarse por entera al deseo de su corazón.

Cuando a una mujer se le mete en la cabeza decisiones de este calibre, rara vez asume lo contrario. Así como rara vez, esas decisiones resultan ser las incorrectas.

Sin familia, sin amigos, ni la aceptación de los Thompson, sólo con su pedazo de tierra muerta y el incondicional amor de Margarita, Jevaristo tomaba sus viejas herramientas y comenzaba las labores de campo, con las luces del alba aún tenues.


¿Cómo explicar las acciones de un hombre como Juan Evaristo?


No tenía intenciones de demostrarle al mundo cuan capaz era para sobrellevar el trabajo en el campo. Luego de conocerle es posible descubrir a una persona que está dispuesta a probarse a sí misma que su condición no es un obstáculo para llevar una vida normal.

Su dignidad no se moriría sin luchar. Incluso sus piernas parecían firmes con un inexplicable deseo de demostrar que aún seguían siendo útiles.

Parecían sí, desmoronarse a cada paleada y al aferrar firmemente el arado entre sus nudillos blancos, momento en el que unas cuantas venas se asomaban, a punto de explotar en su frente. Pero volvían a la pelea, desafiantes, sin dejar caer del todo el alma del cojo, quien a cada segundo respiraba con mayor dificultad.

Su piel enrojecida. Regresaba al interior del inmueble, cada vez que la fatiga le abría la puerta y le invitaba a pasar, y el aroma de las especias le sentaba a la mesa, en la medida que Margarita servía los platos. Su esqueleto se desparramaba por un par de horas, para luego levantarse en función a la inercia del trabajo.

Nacía la rutina de Juan Evaristo Atenógenes Tercero. Una pauta devoradora de esperanzas y sembradora de vejestud prematura. Como buen púgil, el bravo de Jevo, no se dejaría ganar ante las calamidades, por largos quince rounds.

Un año por cada asalto.

Texto agregado el 09-02-2011, y leído por 57 visitantes. (0 votos)


Para escribir comentarios debes ingresar a la Comunidad: Login


[ Privacidad | Términos y Condiciones | Reglamento | Contacto | Equipo | Preguntas Frecuentes | Haz tu aporte! ]