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EL EMPLEADO







Prácticamente se había quedado sin nombre. Tan sólo era El Ayudante. Y un ayudante vestido con ropas muy modestas, como heredadas, con olor a campo y novatada. Se burlaba a solas de ese título que le habían endilgado. El Ayudante, así se referían a él cuando por una u otra razón sus primeros compañeros de trabajo tenían que nombrarlo al hablar entre ellos. Por momentos pensaba que el colmo hubiera sido que ni tan siquiera en la nómina de la Compañía apareciera su identificación completa. Debía ser por su juventud que se sentía puesto a un lado. Porque sí, allí, sin que alguien lo notara o lo tomara en cuenta, no era Victor, que era su nombre, y ni hablar de los apellidos, allí no era nadie. La computadora expelía su cheque quincenal con precisión impecable, regida por un Programa que no tenía alma ni escrúpulos. Lo que más le llamaba la atención, porque él desconocía de esos trastes antes de llegar a esa oficina, era que podían poner en sus datos lo que quisiesen, inclusive alterándolos y sin pedirle su opinión. Después supo que desde allí podían transmitirlos a otros organismos y que a partir de ese momento todos los datos filtrados se tomarían como ciertos. En las entrañas del computador era donde con seguridad estaba su nombre completo registrado, y su dirección, que fue verificada y quedó accesible a los que lo manejaban, y posiblemente decenas de señas más. Siempre pensó que nadie llegaría a conocer dónde vivía, a ninguno le había dicho, le daba pena que pudieran ver su cuarto, pero ya no había salida.
El Administrador de la empresa, en un principio, lo habría puesto en la computadora indicando la cantidad que devengaría por quincena y hasta ahí quedaba todo. Nunca más tendría que dirigirle la palabra por otro asunto que no fuese de trabajo. Y estaba convencido que él sería seguramente el último de la lista de los empleados, como en los demás asuntos, alguien sin importancia, siempre el último. Donde único no sucedía así era en su habitación alquilada porque allí vivía solo, con sus tres mudas de ropa, su traje de oficina y su cama. Lejos habían quedado sus padres, que le habian dado lo mínimo necesario para subsistir en la ciudad hasta que consiguiera un empleo. Y el salario no daba para más.
Nunca fue presentado debidamente a los otros miembros de la Oficina. Tan sólo se informó de manera general que él haría esto o aquello, movería los memorandos y toda la papelería de un escritorio a otro, los llevaría al Director General y hacia otras oficinas en el mismo piso, traería el café y asistiría en la limpieza en caso de que algo se derramase. De ser necesario abastecería a todos con los útiles que requiriesen del depósito. La mayoría se dirigía a él de la manera más vaga imaginable, haciéndole señas para que se acercase, alcanzándole los papeles sin mirarle a la cara, sin levantar la vista, con palabras y ademanes impersonales. Estaba convencido que si cruzaba a alguno de ellos en la calle, o en la misma entrada del edificio, no lo reconocerían y en el mejor de los casos aparentarian que no le habían visto siguiendo de largo. Él no significaba nada para ellos.
Para todos menos para Alicia, bastante mayor que él, cercana a los cuarenta, que pasaba usualmente inadvertida a pesar de ser la primera en llegar y la última en irse a diario. Era tan tímida que casi podía hacerse invisible sentada derechita allá en el escritorio del rincón con sus blusas grises y blancas, muy bien planchadas y cerradas hasta el cuello. El cabello negro, sin lugar a dudas adivinado frondoso, siempre recogido tras la nuca la hacían lucir más recatada y mayor aún de lo que era. Ella se ocupaba de la correspondencia de las Agencias de Centroamérica, conocía y organizaba como ningún otro la computadora y daba la impresión de no ser capaz de hacer ruido alguno. Y era suficientemente bonita, muy atractiva. Atendía el teléfono de su escritorio con su voz de susurro, educada, muy eficiente, pero nunca le hacía llamadas a nadie y jamás se iba de la oficina antes de las cinco de la tarde ni con persona alguna. Todos sabían que era soltera. Y era la única que apenas por un instante le miraba cuando él llegaba hasta ella con algún documento o recado. Lo miraba apenas ladeando y levantando la cabeza e inmediatamente bajaba la vista hacia ninguna parte, confundida y ahogada de cortedad.
A veces, cuando él estaba ocioso y los observaba a todos desde su silla frente a la pequeña mesa de otro rincón que le habían asignado, la sorprendía de soslayo cuando desde su escritotio lo miraba furtivamente para después con nerviosismo adoptar la misma actitud de retirar la vista y supuestamente ocuparse de algún asunto de importancia. Un momento más, y se apoyaba con el codo sobre el escritorio y echaba un último atisbo instantáneo para verificar si él podía estarla viendo aunque fuese con disimulo desde su rincón. Cambiaba de colores y se ajustaba los pequeños espejuelos de fina armazón negra mientras se empequeñecía anímicamente, intentando desaparecer, sin moverse ni un milímetro y simulando concentrarse en su trabajo. Con los demás ella no era así, o al menos era menos medrosa y retirada cuando conversaba con ellos.
Pero él estaba aprendiendo, aunque ella estuviese lejos de pretender ser conscientemente su maestra. Pero lo era. Pensaba también que era demasiado hermosa y demasiado mujer para él y eso le daba un poco de miedo y lo asustaba. La edad contaba mucho, se decía. Pero sabía que tendría que vencer su propio apocamiento y su temor ante la falta de experiencia en los asuntos de mujeres. Un día se armaría de valor y le pediría permiso para acompañarla por las calles o adonde ella quisiese ir cuando saliesen del edificio. Se decía que tendría que hacerlo. Pero también se decía que seguramente ella le rechazaría el ofrecimiento. Muchas veces pensó en salir tras ella para averiguar qué hacía al salir de la oficina y si era posible enterarse de dónde vivía y con quién. Nunca lo hizo. De alguna manera le daba vergüenza y creía estarla traicionando al espiarla. Tendría que ser de otra manera.
Pero pasaban las semanas y no se decidía. Todo era trabajar caminando entre los escritorios de un lado a otro, mirándola sin cesar, y mirarla, mirarla ya sin artificio alguno y con sólo un resto de retraimiento y vergüenza pero recibiendo cada vez menos respuestas a sus miradas desalentadas. Ella simplemente se turbaba y no lo miraba. Vivió semanas esperando que le hiciese alguna señal para que se aproximase y le ordenase alguna encomienda. Pero cada día eran menos esas solicitudes y mayor la distancia que ella interponía. Parecía en su silencio que luchaba por no contactarlo. Muchas veces, con cualquier excusa, pasaba junto a su escritorio y la saludaba sonriendo con los ojos y un ligero movimiento de cabeza. En esos momentos ella miraba a su alrededor, como averiguando si los veían, y se quedaba quieta. Pero él intuía, desde que se dirigía por el pasillo a su escritorio, que se ponía nerviosa en su empeño de no levantar la mirada.
Cuando lo regañaron por su falta de atención y lo despidieron delante de todos, quedó petrificado. El cheque que le entregaron no alcanzaría para casi nada. No tenía ni para pagar la habitación de ese mes. Al mirar hacia ella la vio con el mentón casi apoyado en el pecho. No lo miró. No dijo nada. Estaba pálida. Simplemente se mantuvo en la misma posiciòn durante todo el proceso del despido, con la vista fija en el escritorio y aferrándose nerviosa a un lapicero al que le daba vueltas con ambas manos temblando. Unos minutos después, cuando volvió a verla, ella se mantuvo con la mirada perdida tan solo viendo al frente. Cuando la miró por última vez, ya a punto de marcharse, estaba absolutamente ensimismada en misma posición anterior.
Escuchó el áspero discurso de su despido y agarró el cheque sin decir una sola palabra. Y se fue. Se dirigió a la puerta y se marchó sin despedirse y sin volverla a mirar. Se fue odiándola y no entendiendo nada. Y anduvo por las calles dando vueltas y pensando en cómo lograr una solución que por el momento bien sabía que no existía para salir del hueco en que había caído. Ningún panorama alentador se presentaba en su mente, casi no conocía a nadie, no tenía dinero y apenas le quedaba ánimo para enfrentar esa circunstancia tan inesperada. Una sorda angustia le apretaba el pecho mientras caminaba como perdido y cansado por la ciudad. Por costumbre, como saliendo de la oficina, a las cinco de la tarde se fue a su cuarto y se recostó. El corazón le latía en loca carrera.
No eran las cinco y media cuando tocaron a la puerta. Extrañado fue y la abrió sin preguntar de quién se trataba. Era Alicia. Sin mirarle a los ojos ella entró, cerró la puerta, se quitó los lentes y lo abrazó suavemente. Un momento después, se apretó un poco más y ya relajada lo miró con los ojos entreabietos y lo besó también muy suave y largo. El cuerpo entero le temblaba. Y se quedó así, acariciándole los labios y rozándole las mejillas con su cara mientras él también la abrazaba. Con fuerza la estrechó por la cintura y sintió sus senos y su cuerpo firme contra el suyo y ya no quiso saber de angustias ni de nada. Desde ese momento supo que ya no era un simple empleado sin importancia y sin nombre que si llegaba a desaparecer ninguno lo extrañaría. Ya no sería nunca más el último de nada.

Texto agregado el 11-02-2011, y leído por 152 visitantes. (1 voto)


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