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SAMAEL

Hace mucho, mucho tiempo...

El hombre tenía una juguetería. Era una hermosa y pequeña tienda, recogida, y de bella factura. No llevaba mucho tiempo abierta, y dado que el Maestro Juguetero fabricaba sus propios juguetes, las estanterías estaban medio vacías. Tan solo animaban el ambiente el propio Maestro y sus hijos.

El buen hombre tenía varios retoños. De hecho, todo un tropel, que se dedicaban principalmente a estorbarle en su trabajo. Un cliente que, despistado, hubiera entrado en la tienda habría pensado que quizá fueran adoptados, pues siete críos parecen demasiados para un viejo y cansado Maestro Juguetero; en realidad, ni él mismo sabía si eran hijos de adopción o hijos de elección. Poco importa. Los amaba profundamente, a todos por igual... bueno, quizás a Samael un poquito más. A fin de cuentas era el mayor.

Samael, como hemos dicho, era el mayor, y por eso mismo el protagonista de esta historia. Por eso lo dejaremos para el final. Luego estaba Miguel, el fuerte. Era un chaval robusto y belicoso, que siempre dominaba a sus hermanos en las peleas, aunque nunca permitía que las cosas pasaran a mayores... a fin de cuentas, era un buen muchacho. Gabriel, por el contrario, era un dechado de obediencia paterna, y sus rubios rizos temblaban de pena ante cualquier travesura de sus hermanitos. Rafael, o "Rafa", quería mucho a su padre, y casi siempre estaba con el viejo Maestro, observándolo, pues deseaba mucho ver y jugar con los juguetes que el anciano preparaba. En esto se parecía mucho a los dos gemelos, Sandalphon y Uriel, que abrían mucho sus ojitos ante las maravillosas obras que salían de las callosas manos del viejo Maestro; y es que la pericia del artesano no tenía igual, y la belleza de sus juguetes había logrado gran fama, y su nombre era reverenciado en lejanas tierras, en extraños lugares más allá de la memoria del Mundo, pero eso no tiene relevancia en esta historia...

¡Ah, por cierto!. El más pequeño de los hermanos se llamaba Raguel; era un muchachito de pelo negro, de ojos negros, callado y tranquilo. En las "peleíllas" siempre perdía, pues no era muy fuerte. Pero no olvidaba las ofensas, y recordaba, recordaba siempre...

Y nos queda el último, el mayor de todos. Aquel al que llamaban Samael.

Tenía doce años, casi trece. Era rubio, como la mayoría de sus hermanos, y era sin lugar a dudas el orgullo de cualquier padre. Era hermoso, muy hermoso; tan hermoso como la aurora en un claro día de Primavera; tan bello como un crepúsculo de Verano, y sus ojos eran azules. Pero no de un azul cualquiera, pues los ojos de Samael, el alto, el mayor de los hijos del Maestro, eran de una hermosura tan sobrecogedora que hubieran avergonzado al firmamento entero, y en ellos nadaban las estrellas, y cuando reía era como si todas las cosas se estremecieran. Era también el más fuerte de todos los hermanos, y el más inteligente. En verdad el viejo Maestro lo amaba más que a todos los otros, y quizás este amor fuera la causa, en parte, de todas las cosas tristes que sucedieron, pero no adelantemos acontecimientos...

Pues bien, los días se sucedieron, felices, breves en el recuerdo como casi todas las cosas deleitosas, pero no por ello menos bienaventurados. Los hermanos crecían en estatura y poder, y estaban unidos; vamos, que la casa respiraba alegría y todo estaba como Dios manda (nunca mejor dicho). Pero llegó el día que, con un suspiro de satisfacción, el viejo Maestro soltó sus herramientas y se reclinó en su gastada silla, mirando complacido su obra. Y Rafa, y Sandalphon y Uriel, que como siempre le acompañaban, llamaron a gritos a sus hermanos, que acudieron corriendo en tropel, porque papá había terminado sus juguetes.

La gran mesa estaba completamente cubierta de figuras, talladas todas con primorosa artesanía. Cuan grande era la mesa y cuántas figuras contenía nadie puede decirlo, salvo el propio Maestro, pero en verdad era una obra vasta y hermosa. Los niños estaban maravillados, y comentaban excitados entre ellos las excelencias de cada figura en concreto, y preguntaban mil y una cosas a su padre, que les respondía de buen grado. Pero cuando Samael fue a coger una de las figuras el buen anciano le llamó la atención con una voz tan autoritaria que todos los niños quedaron callados y asustados. Y el Maestro les dijo a sus hijos que no podrían jugar con estos juguetes, lo cual os podéis imaginar que no sentó nada bien entre la concurrencia. Los niños, naturalmente, pidieron explicaciones, pero el anciano no contestó a estas preguntas, salvo cuando intervino Samael. Entonces, mirándolo fijamente, el buen hombre suspiró tristemente, y le dijo a su hijo bienamado que estos juguetes los había hecho simplemente por el placer de hacerlos, y que su destino era ser simplemente; no ser juguetes de venta, ni juguetes para sus hijos. Adornarían su taller, y formarían parte de él durante mucho, mucho tiempo. Y por eso mismo ellos, sus hijos, no podrían tocarlos. Y les pidió que le prometieran no tocar nada. Y todos prometieron, del primero al último, que fue Raguel, el silencioso. Y cuando Raguel prometió no tocar los juguetes miró a su hermano mayor Samael, que miraba de reojo la mesa, y entonces Raguel lloró, por primera y única vez en su vida, y la lágrima de Raguel, solitaria, destelleó como una perla de pena y amor, y cayó sobre el suelo, estallando en cien mil estrellas de amargura, porque el Amor fue antes que todas las otras cosas... y Raguel quería mucho a su hermano. De hecho lo quería tanto, que su padre, viendo su pena, le regaló al pequeño Raguel una de las figuras, el Perdón; pero Samael vió esto y desde entonces deseó esa figura, porque deseamos lo que no tenemos, seamos biólogos o hijos de Maestros Jugueteros.

Para qué vamos a hablar de lo que pasó por la cabecita de Samael durante los días que vinieron... Pues todos hemos sido niños, y todos hemos deseado algo que no teníamos, a sabiendas que obtener tal cosa implicaba una falta, y un posible castigo. Algunos han dicho que, al estar Samael tan mimado, no fue consciente del daño que causaría, y que pensaba que su padre lo quería demasiado y no se enfadaría. Quién sabe...

Y llegó el día del decimotercer cumpleaños de Samael, primogénito del padre. En la vieja casa-taller hubo una gran fiesta, y todos los hermanos le regalaron cositas, hechas con amor y ternura, y desde entonces Samael tuvo parte en todos los dones de sus hermanos, salvo en los de Raguel, que no asistió a la fiesta, por estar enfermo (de tristeza por lo que había de venir, se ha dicho). Y el buen anciano, pletórico de alegría, le regaló a su hijo bienamado una figura que había hecho expresamente para él; era como una estrella, de algún material extraño y desconocido. Los hermanos la miraron, confusos, pues aunque era hermosa y cubierta de filigranas, no parecía en verdad un gran regalo, pero entonces, con una sonrisa, el buen viejo apagó la luz de la habitación, y en la oscuridad la figura empezó a brillar, primero con un apagado destello que sin embargo creció en intensidad hasta iluminar toda la estancia, y en verdad que maravillosas eran las caras de la familia a la luz de la joya, anhelantes y felices, porque la luz tenía el poder de ahuyentar todo lo malo y triste, y era una luz que calentaba el corazón y consolaba el espíritu. La Luz del Maestro Juguetero, y entre los entendidos se dice que esta fue la mayor Obra del Maestro, y con una sonrisa y un beso se la dió al mayor de sus hijos, Samael el Hermoso, que durante un instante, al tener en sus manitas la joya y en la mejilla el beso de su padre, durante un momento fue más bello que todo lo que hubo, hay o habrá en el Mundo. Pero durante ese instante concreto Raguel, en su habitación, fue la criatura más desdichada de todo el Universo, y su pena fue demasiado grande para ser contada, porque Raguel ya sabía quién era, a pesar de ser el más pequeño, y, digan lo que digan, la Venganza no es dulce, sino más amarga que el ajenjo.

Y desde aquel día Samael fue llamado el Dador de Luz.

Esa noche todos se fueron a la cama tarde, felices y satisfechos. Y todos durmieron como quién dice de un tirón, todos, salvo dos. Uno fue Raguel, quizá por la fiebre, quizá porque el sonido que hacía su corazón al enfriarse y endurecerse no le dejaba dormir; y todo aquel que se haya hecho adulto entenderá esto, que llaman madurar. Y en verdad que Raguel maduró esa noche, maduró completamente. El otro fue Samael, que jugaba con su Luz. Pero al cabo se aburrió de iluminar las paredes y techo de su dormitorio, y se dijo que la mesa y los juguetes de su padre se verían fantásticos bajo esa Luz maravillosa, y que su belleza quedaría realzada. Dudó un instante, recordando la prohibición, pero... ¡bah, que diablos!.

Bajó sigiloso las escaleras, y llegó a la mesa cubierta de figuras, mirándolas anhelante, deseando jugar con ellas, y fue como si toda la casa contuviera el aliento... que se rompió bruscamente, pues la figura llamada Deseo había caído. Samael se sobresaltó, mirando alrededor, pero no había nadie en la sala. Y con las dos manitas puso la figura derecha, y así fue como rompió la promesa hecha a su padre, y de todas las figuras que tocó la primera fue el Deseo, como más adelante tuvo tiempo de recordar. Pero el mal ya estaba hecho. Y sonriendo perversamente tomó con su manita izquierda una figura cualquiera, la de la Serpiente, y con su manita derecha una que le gustaba mucho, la de la Mujer, y las contempló maravillado bajo la Luz de su joya, que sin embargo se apagaba inexplicablemente, como si muriera, al menos por esa noche...

Y entonces se encendió otra luz, la del taller, y Samael se encontró mirando la cara de su padre, rodeado de sus hermanos, todos, incluído Raguel. Y Samael, avergonzado, vio en la cara de su padre pena, e ira, y decepción, y muchas otras cosas dolorosas y lamentables... y sintió deseos de correr hacia su padre y pedirle perdón por lo que había hecho, porque él amaba a su papá por sobre todas las cosas, pero entonces recordó la figura que su amado padre le había regalado a su hermano Raguel, la figura del Perdón, y la súplica de perdón murió en su garganta antes de haber nacido. Entonces su padre, viendo que el arrepentimiento no aparecía en los ojos de su hijo, lo tomó del brazo con brusquedad y lo llevó al Sótano de la casa, reprimiéndolo por el camino severamente, mientras su hijo callaba. Y cuando finalmente lo dejó en la fría y oscura sala, donde correteaban las ratas, le aseguró que hasta que no le pidiera perdón no saldría de ese horrible lugar, y entonces Samael se irguió y miró a su padre, desafiante, y en ese momento Samael irradiaba tanta fuerza y malicia que se ha dicho que hasta su padre tuvo miedo de él, aunque solo durante un breve instante. Después se cerró la puerta, y Samael, solo en la oscuridad, helado, se acurrucó sobre sí mismo, y por fin se pudo abandonar al llanto; pero no un llanto escandaloso, sino un llanto contenido, el llanto del niño que tiene miedo y que sabe que se ha portado mal, y que llora no por él mismo sino por el daño que ha causado a los que quiere, y esa noche y otras muchas que siguieron hubo lluvia de estrellas...

Arriba, en la sala, Raguel tomó las dos figuras caídas y se las devolvió a su padre, que, malhumorado, las colocó de cualquier manera sobre la mesa. Pero, irritado, al ver que no cuadraban bien, recolocó otras figuras, y al ver que no hacía sino empeorar las cosas terminó por abandonarlo todo, y es por eso que la Obra del Maestro Juguetero, perfecta en un principio, terminó por quedar algo desajustada, lo cual es algo que todos sabemos... ¿verdad?.

No sabemos cuánto tiempo estuvo Samael en el Sótano, frío, húmedo y oscuro, a pesar de la Luz que portaba. Pero debió ser mucho, porque se hizo amigo de las Ratas que allí moraban, y las dominó, convirtiéndose en su Amo. Y se dice también que él mismo se hizo Juguetero, y que talló numerosas figuras. Y aunque era un pálido reflejo del artesano que era su padre, las figuras de Samael, primogénito del padre y Dador de Luz, eran terribles, fuertes, de una extraña belleza. Muchas hizo, y todas ellas tenían poder. Pero nunca pudo hacer una igual al Perdón, que su hermano Raguel tenía, y es quizá por eso que nunca se decidió a pedir disculpas a su padre. Se dice que todavía está en el Sótano, con la joya de Luz al cuello, sentado en un trono de cajas vacías, y rodeado por sus vasallos, las ratas, y por sus creaciones, obras de sus manos ennegrecidas por el hollín y el polvo. Y sus ojos, sus sobrenaturales ojos azules, brillan a la luz de la joya, y lo que yace en ese brillo nadie puede decirlo...

Texto agregado el 13-07-2004, y leído por 564 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
06-02-2005 acabo de descubrir seguro uno de los cuentos más bellos del mundo, si te digo q me encantó me quedo muy corta vihima
15-08-2004 Una luz que brilla el padre ¿No cres que provoco el nacimiento del mal? yo creo que si porque lo necesitaba para ser el todo.porque el hijo es prlongación del padre. muy bien escrito lo otro es teologia y aqui hablamos de literatura, te felicito. gatelgto
 
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