Era inútil, el zumbido no iba a desaparecer hasta después de las cinco. Volvió a ponerse los ojos y miró a su alrededor. Exactamente el mismo lugar de hace años. La misma alfombra gastada y cagada por pelícanos perdidos, aquel olor a piscina vacía, ese horizonte interminable pintado sobre las manos de la mujer que lo mira de lejos. Todo. Igual e inmóvil. Busca sus manos entre las piedras, tratando de ignorar el infinito sonido que lo acorrala desde que puede acordarse. Coge las rocas oscuras y las arroja con furia. En ellas hay espinas, asperezas que cortan su piel. No es importante, no existe el dolor. Gotas luminosas caen de sus llagas, tiñendo las piedras de sol. En ellas se trasluce un camino hacia adentro, largos senderos de corales dentro de cada una. Olvida que estaba buscando y parte en dos una de las piedras iluminadas. La mujer se acerca y le habla al oído. Sonríe, regresa a su cuerpo transparente y continúa observándolo. Él vomita un desfiladero de arena con vista al océano. Detrás de la espuma blanca de las olas esperan los asesinos. Observa. Camina lentamente hacia el mismo borde del abismo. Arroja su cuerpo y sonríe mientras lo ve caer. Regresa. La mujer aún lo mira, ya no sonríe. Su rostro es grave y dulce como un durazno. La alfombra sigue en su lugar. El olor, penetrante. Vuelve a sentarse sobre las piedras y el zumbido acuchilla sus oídos; los ve sangrando luz pero esta vez no impregnan nada. Arranca sus ojos nuevamente. Es inútil, el zumbido no va a desaparecer hasta después de las cinco.