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Inicio / Cuenteros Locales / memin79 / EL LIBRO DEL SEÑOR BRAHMS

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Avaricia: (Del lat. avaritĭa). f. Afán desordenado de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas.

Brahms. Extraño apellido en estas tierras, pero ya no tanto para Marcela, que desde hacía años lo sabía escribir perfectamente. El señor Brahms había llegado de Alemania, en cuyos campos se había criado. Era un ser de exquisita inteligencia a pesar de no haber asistido a escuela alguna. Él decía que todo lo que sabía lo había aprendido de los libros, aunque Marcela insistía en que su maestro había sido un mago existente en las lejanas tierras europeas, según él mismo se lo habría confesado en una de sus escasas borracheras con vino francés. Ahora, a sus 76 años contaba con una extraordinaria biblioteca, que consistía en su único patrimonio valioso. Vivía en una vieja casa del centro de la ciudad, algo pequeña, aunque grande para una persona tan solitaria que no salía del reducido espacio de su estudio.

Marcela era prácticamente uno de los pocos seres (el único en mucho tiempo) que había conquistado la amistad del señor Brahms, y por eso, todas las tardes desde sus ocho años había acompañado al ahora anciano señor a tomar onces, a escuchar sus infinitas y mágicas historias y a enfrascarse en discusiones filosóficas de las que, ahora ella a sus 19 años, había obtenido un provecho invaluable.

A pesar de la insistencia de la muchacha, el señor Brahms se había rehusado hasta ahora a prestarle alguno de los libros que él había traído de Europa, muchos de los cuales estaban en español, pues eran españoles. Marcela no comprendió nunca sus razones, pero este solo le prestaba libros comprados en el lugar donde residía actualmente, o le transmitía lo que había leído en sus libros del antiguo continente, incluso se los mostraba, pero nunca se los dejaba llevar. A Marcela le interesaba principalmente uno que dormía en un sitio alto de la biblioteca y que tenía en la carátula una gran cantidad de cerecillos extraños escondidos en un bosque. En muchas ocasiones cruzó fugazmente por su cabeza la idea de llevárselo para su casa sin el consentimiento del señor Brahms, pero la conciencia vencía finalmente a la curiosidad. Pero su curiosidad se hizo fuerte con el tiempo, de manera que ese sábado fue diferente. Aprovechando que su anciano anfitrión se había quedado dormido en una vieja mecedora, Marcela, con la ayuda de una silla alta, logró tomar el viejo libro y llevarlo a su casa. Pensaba leerlo completo durante la noche para regresárselo al señor Brahms a la mañana siguiente. Para tal labor se puso su pijama y se metió dentro de las cobijas con el libro, pero estaba tan cansada que el sueño la dominó justo cuando había llegado a un punto tan interesante como todo lo que llevaba leído, en donde se describía un bosque con espesa vegetación y en donde habitaban siniestros personajes apenas imaginables.

Marcela dormía ahora profundamente, con la lámpara encendida y el libro abierto junto a ella. Si no hubiera estado tan profundamente dormida, probablemente se habría dado cuenta que de las páginas abiertas del libro habían empezado a brotar unas enredaderas (tal como se describía en dichas páginas), que rápidamente se fueron extendiendo a lo largo, ancho y alto de la habitación y que se fueron reproduciendo. Incluso algunas de ellas terminaron trasformándose en otro tipo de vegetación: arbustos, sabana, matorrales, hasta enormes árboles; de tal forma que el entorno en donde dormía Marcela fue reemplazado de forma veloz por un denso bosque, tal cual estaba descrito en el libro. La lámpara ahora era una enorme luna de luz amarillenta que parecía estar más cerca de lo normal y que le daba al bosque unos matices misteriosos, pero que iluminaban el lugar lo suficiente como para poder divisar las raras criaturas que se asomaban entre la vegetación impresionadas por la presencia de aquel ser extraño que dormía plácidamente sobre el suelo.

Pero el sueño de Marcela era tan pesado que no se dio cuenta de lo ocurrido sino muchas horas después, cuando hubo descansado lo suficiente. No se podría decir que cuando amaneció, porque en aquel mundo en que se había convertido su pequeña habitación, nunca amanecía; es decir, no existían el día y la noche; todo el tiempo la luz era la misma, proveniente de esa luna que no parecía cambiar de posición.

Cuando Marcela abrió los ojos pensó que estaba en uno de sus sueños. Pero el tiempo pasó, y Marcela no despertó, por lo que empezó a caminar por ese extraño y tenuemente iluminado bosque, en el que se sentían presencias por todos los rincones, aunque no se confirmara ninguna. El primer ser que divisó, fue uno de reducido tamaño (no llegaba a la altura de su rodilla) que parecía haberla estado siguiendo todo el tiempo. La muchacha no lo detalló muy bien, pues tan pronto lo vio, este pareció querer hacerle daño y empezó a galopar tras ella como deseando alcanzarla. Marcela no tuvo tiempo para hacer otra cosa diferente a salir corriendo y gritando despavorida, pues por más valiente que fuera nunca se hubiera quedado esperando confirmar qué le hace un ser desconocido de un mundo desconocido que había salido de las páginas de un libro de iguales características.

Mientras corría, Marcela giraba su cabeza hacia atrás intentando localizar a su perseguidor, y al rato se dio cuenta que su miedo era tangible…es decir, el miedo que experimentaba salía de cada uno de sus poros en forma de vapor, convirtiéndose luego en una especie de humo que se agrupaba, volviéndose denso, viscoso y hasta pesado, para luego ser devorado por la bestia. Fue entonces cuando comprendió que a la bestia no le interesaba ella, sino el miedo que sentía, y le interesaba para alimentarse. Esto le permitió relajarse un poco, dejar de correr y hasta detenerse de cara al extraño ser, al cual pudo ahora detallar. Se trataba de…cómo empezar… ¿por el nombre? Marcela estaba ya tan tranquila que decidió bautizarlo “Minicentapegacornio”, pues este raro ser no era del todo desconocido para ella: tenía patas de caballo y tronco humano como un centauro, alas como Pegaso y un cuerno en su frente humana como un unicornio. Como Marcela no mostraba señas de miedo, aquel ser intentó agotar todos sus esfuerzos en hacer que se asustara: volaba, simulaba querer cornearla, galopaba y emitía unos gritos agudos y feroces. Pero nuestra amiga esta vez, lejos de asustarse, no tuvo más remedio que echarse a reír ante tal espectáculo. Decepcionado y agotado de tantos intentos por asustar a la muchacha, volteó su trasero de caballo y desapareció en la espesura del bosque. Esta vez Marcela se sintió muy sola. Había estado sola la mayoría del tiempo en aquel bosque, pero ahora estaba sola después de haber conocido la compañía (extraña compañía) en aquel lugar.

Caminó y caminó, durmió y durmió, miró y observó, pero no halló ni rastros de algo que le ayudara a encontrar la forma de volver a su habitación. Pensó en su familia y en el Señor Brahms, en lo preocupados que deberían estar, buscándola, y en lo culpable y molesto que se sentiría en esos momentos su viejo amigo…ahora comprendía todas las advertencias sobre el libro. Pero lo que más molestaba a Marcela era al hecho de que no amaneciera, de que no se limitaran las horas de actividad y de descanso, a lo que ella estaba acostumbrada en su “mundo”, a que no hubiera la suficiente luz para poder buscar mejor…se encontraba en una “eterna noche de luna”.

Marcela había andado tanto por ese extraño mundo, que ya había conocido algunos seres diversos, todos de características muy extrañas e inimaginadas, aún por los escritores de libros y películas de ficción. En primer lugar, todos ellos se alimentaban de emociones, por lo que frecuentemente la perseguían hasta que ella se aburría de su actitud interesada y buscaba la forma de neutralizar la emoción que los alimentaba. Además del miedo, la perseguían por su “preocupación”, “rabia”, “tristeza”, “compasión” y un largo etcétera. Pero es natural preguntarse ¿de qué se alimentaban estos seres antes de conocer a Marcela? De las emociones desprendidas por ellos mismos, por lo que la vida allí transcurría buscándose unos a otros, conociendo nuevas especies y haciéndoles desprender la emoción que cada uno requería para conseguir su alimento. Y como Marcela inicialmente no conocía ningún “avechucho”, era un presa fácil, un ser fácilmente emocionable del cual cada ente que aparecía podía sacar tajada durante un tiempo.

Pero como algún día tenía que suceder algo; ese día, probablemente algunos “días” después, llegó. Los ojos de Marcela se habían ido acostumbrando lenta y progresivamente a la oscuridad de donde estaba, por lo que mientras caminaba meditando en buscar la forma de volver a su habitación, divisó a no poca distancia algo, lo más parecido a una casa que en ese sitio habría encontrado. Era rústica y pequeña, pero era algo que le resultaba familiar, algo construido por los seres que ella conocía en el lugar de donde procedía. Y no se equivocaba. Al llamar a la puerta apareció un hombre con una barba crecida y una ropa harapienta, que ocultaban tras de sí a alguien joven y de expresión amable. Al ver a Marcela reveló, sin palabras, una combinación de emoción e incredulidad que le tomó unos segundos antes de invitarla a pasar. Hablaba un inglés clásico, inglés de Inglaterra, probablemente; algo que a Marcela no se le dificultó mucho entender gracias a las enseñanzas del señor Brahms y a las clases recibidas en su colegio. Se llamaba John.

Fue así como con algo de paciencia lograron entenderse, y fue así como Marcela se enteró de que su anfitrión, quien la hospedó por posiblemente un par de días, había llegado a ese mundo a través de un libro, al igual que ella. El muchacho (pues no parecía tener más de 30 años) le manifestó a Marcela su sorpresa por descubrir que todavía quedaban esos libros en el mundo de los humanos. Habían sido escritos hacia 1846 por sabios ermitaños europeos en los idiomas predominantes del Viejo Continente: inglés, francés, español, alemán y algunos pocos en otras lenguas germánicas, eslavas y románicas. No se habrían escrito más de doce libros en el mundo y a través del tiempo. John había sido enterado oportunamente por su maestro inglés sobre los poderes del libro, y él, tras una decepción amorosa de la que nunca pudo recuperarse y peleado para siempre con la vida terrenal, lo tomó y huyó voluntariamente a ese mundo lejano, pero a la vez cercano para los que poseyeran uno de los libros.

Según John, ya no soportaba vivir con humanos. Prefería la actitud interesada de los seres del sitio en donde ahora se hallaban. Aún así Marcela había notado una alegría oculta cuando él la vio y se tranquilizaba para sí pensando que a pesar de su hostilidad por los de su propia especie, para John debía ser difícil vivir en tanta soledad, no tener a nadie cerca para charlar.

Al principio el cambio había sido, en parte, difícil de sobrellevar, al punto en que muchas ocasiones deseó devolverse a Inglaterra, pero finalmente se acostumbró a la soledad, a la poca luz, al silencio. Aprendió a valorar realmente las ventajas del nuevo mundo, entre las que se encontraban la armonía natural de los seres que lo habitaban, la paz, la diversidad de flora y fauna, el clima, la ausencia de mujeres, y al hecho de que el tiempo, sencillamente (a lo mejor debido a la falta de días, y por lo tanto meses y años), no pasaba. Allí los humanos no envejecían, lo que Marcela ya había comprobado en el joven rostro de John a pesar de llevar allí más de 150 años.

Para satisfacer el hambre solo tenía que cazar. Al fin y al cabo terminaba comiéndose algo que se había alimentado en buena parte de sus propias emociones, por lo que todo el ciclo era una especie de simbiosis. Había llegado a establecer una amistad con los seres del lugar, a su modo. No podía hablar con ellos, pero sí estimulaba voluntariamente sus emociones, lo que además de proporcionarle alimento a sus “amigos” le hacía a él más sensible. Aquellos agradecidos seres muchas veces se terminaban ofreciendo voluntariamente a ser sus almuerzos o cenas (cómo diferenciarlos), cansados de haber vivido siglo tras siglo. Según John, que era de un paladar exquisito, nadie en el mundo humano se imaginaría lo agradable que resulta comerse una especie distinta cada semana, sin repetir plato.

A pesar de los comentarios casi agresivos de John contra los humanos, y en especial contra las mujeres, no paró de hablar durante largas horas. Se sentía a gusto con la compañía de Marcela, esa extranjera del futuro que había conocido en el último sitio donde eso podría pasar. Hasta pensó que había nacido en un lugar y en un tiempo que nunca lo favorecieron con las mujeres.

Marcela sí sabía disfrutar de la compañía, y sus comentarios se extendían infinitamente narrándole a John sobre las tierras latinoamericanas y los avances tecnológicos del último siglo; hasta que varias horas después se le ocurrió preguntarle, ya que él lo había mencionado fugazmente, la forma del volver a su mundo. El joven cesó bruscamente la conversación al darse cuenta que a Marcela, antes que escuchar su historia o acompañarlo un buen tiempo, le interesaba regresar. A ella en realidad le preocupaba más que nada la preocupación de sus seres queridos. Él lo comprendió, pero pareció no estar de acuerdo con su huésped.
-“Es lo que menos debería preocuparte”- le dijo en un tono cuya intención Marcela no comprendió por ahora. Sin embargo la apoyó en sus deseos. Al fin y al cabo ella había llegado allí accidentalmente y él sólo quería estar sólo, en su mundo extraño. La única forma, según John, de volver, era encontrando el libro.
Marcela maldijo un buen rato su falta de razón. La solución para volver era casi obvia, pero ella había estado todo el tiempo buscando la salida, alejándose cada vez más de la puerta. Al notar el libro de exactas características al del Señor Brahm, pero con la portada en inglés, en una precaria repisa de su nuevo amigo, pensó que podría volver a través de él, pero John se anticipó a sus intenciones apresuradas mencionándole que no lo pensara, a menos que quisiera regresar a la Inglaterra del siglo diecinueve. Antes de salir en busca del libro, el cual había quedado abandonado en el sitio donde despertó Marcela, comieron un poco de vegetales mezclados con la carne de algo que se alimentaba de celos. Sabía amargo; y Marcela solo sonreía de asociar la comida y su sabor con la amargura de los celos.

El camino fue largo pero agradable debido a la mutua compañía. Mientras cubrían el trayecto, decenas de “animales”, hasta ahora desconocidos por John (y por supuesto por Marcela) los seguían de cerca, alimentándose de una gran cantidad de “humos densos” que la pareja desprendía, producto a lo mejor de lo que cada cual sentía gracias al otro. Ellos, avergonzados, fingían ignorarlos. John caminaba con paso firme y de vez en cuando se detenía para permitirle a Marcela un descanso, que aún no se acostumbraba a la fatigadora presión del lugar. Finalmente llegaron. Contrario a lo que Jhon temía, el libro se encontraba cerrado. “A lo mejor fue el viento, o algún ser con algo de conciencia” pensó. Le aterrorizaba pensar lo fatal que habría sido haber dejado el libro abierto. Apenas lo imaginaba.

Llegó el momento de la despedida. John le deseó suerte, y le insinuó que ya conocía el camino de regreso, por si algún día se decidía a visitarlo. Sólo había que tomar las precauciones necesarias, y por supuesto, obtener de nuevo el libro.

Así las cosas, John se alejó lo suficiente para no ser atrapado por los paisajes del mundo de su nueva amiga, mientras ella empezaba a leer la historia de una muchacha que había entablado una gran amistad con un viejo alemán. Luego de unas horas, llegó a un punto en que se describía el entorno de una cálida habitación con su cama sin tender, dotada entre otras cosas de una lámpara encendida. Debido a lo poco que había dormido en las últimas horas y a lo largo del viaje hasta el libro, Marcela, al pensar en su cómoda habitación, empezó a sentir que la envolvía un sueño pesado.

Luego de haber descansado lo suficiente, Marcela se despertó dentro de su cama, con la lámpara aún prendida y el libro abierto a sus pies. En su reloj de tocador se leían las nueve de la mañana del día domingo. Habían pasado sólo unas cuantas horas desde que se quedó dormida leyendo el libro del señor Brahms. Aunque no se sentía cansada, la situación no era menos que confusa. Mientras su razón le insinuaba insistentemente que se había tratado de un sueño, ella tenía la certeza de que algo en realidad extraño había sucedido debido al libro que tanto le había prohibido el señor Brahms. Se duchó y se vistió, para luego pasar a desayunar algo diferente a la carne de un animal de otro mundo con sabor a emociones. En la actitud de su madre no encontró nada anormal. Fue entonces cuando se acordó de la tranquilidad de John cuando le insistía en que no se afanara por la posible preocupación de sus seres queridos:
-“Es lo que menos debería preocuparte…” “… aquí el tiempo, sencillamente, no pasa”-.
Era cierto, parecía que los tres o cuatro días que había estado ausente equivalían, en su mundo, a unas pocas horas. Mientras su madre miraba atentamente a Marcela, que parecía perderse en un mar de cavilaciones al tiempo que llevaba la taza del café con leche a sus labios, ella solo intentaba aclarar sus pensamientos. Pudo haber sido un sueño impactante, pero a la vez pudo no haberlo sido. Pensó en el libro…el libro!!!

Dejó su desayuno a medias y de un momento a otro corrió con mucho afán hacia su habitación. El libro estaba abierto todavía, y así lo encontró bajo las cobijas y sábanas de su cama. Lo cerró y se dirigió rápidamente (a pesar de los gritos de su madre persuadiéndola para acabar su desayuno) a la casa del señor Brahms.

Lejos de estar molesto, su viejo amigo se mostraba preocupado, y en realidad lo estaba desde que había notado la ausencia del libro unas horas antes. Escuchó atentamente el relato de Marcela, que duró más tiempo del que ella misma pudo haber “dormido”, y quedó tan sorprendido e indeciso como su joven amiga, quien a pesar de sentirse avergonzada, era consciente del interés del señor Brahms por cada detalle de su historia. El señor Brahms confesó conocer por tradición oral los poderes del libro, pero le hizo comprender a Marcela que era ese precisamente el motivo por el que nunca lo había abierto; el mismo por el que lo protegía con tanto celo. A pesar de ocultárselo a la muchacha, él mismo dudaba de la realidad del relato, es decir, de si realmente todo aquello había sucedido o se trababa de un sueño alimentado por la riqueza que habitaba el inconsciente de Marcela. Pero eran demasiadas casualidades: ¿cómo podía Marcela haber soñado o inventado algo que encajaba casi a la perfección con los que él mismo sabía acerca del libro, y que Marcela ignoraba por completo antes de esa noche? Entre lo poco que él conocía de los libros, figuraba algo que al parecer John ignoraba: Estos no habían sido creados en el siglo XIX, en esa época sólo fueron traducidos a los idiomas del momento y empastados. Además de eso, corría un rumor entre los investigadores europeos sobre una historia desencadenada por uno de los libros originales y que databa del 900 antes de Cristo, aproximadamente, la cual, a manera de leyenda y publicada en libros normales, narraba la historia de un cazador que al encontrar en una caverna uno de los libros originales (más que un libro era un escrito sobre rollos de piel de cordero) lo llevó a su refugio, lo desenrolló en cierta página y ante la imposibilidad de entender su contenido lo abandonó abierto en su propia morada. Al regresar luego de una jornada de caza, encontró un paisaje totalmente diferente al que constituía su hogar, por el que corría un extraño “demonio” que se alimentaba de un sentimiento hasta entonces desconocido por el hombre: la avaricia. Como en esa época no existía aún la avaricia sobre al tierra, aquel monstruo estuvo casi a punto de morir de hambre, pero como su naturaleza, al igual que la nuestra, es sabia, empezó a evolucionar a una velocidad sorprendente comparada con la evolución de los seres de la tierra. El primer cambio que logró, y no se sabe cómo, fue despertar, engrandecer y contagiar el sentimiento que necesitaba para alimentarse. Narra la historia que además le bastaron solo unos cuantos siglos para multiplicarse y volverse invisible. Por eso hoy, en nuestros días, todos los humanos en mayor o menor grado estamos contagiados de avaricia, de la que se alimentan miles y miles de descendientes de éste mítico ser invisible por todo el mundo. Se cree no solo que a medida que pasa el tiempo estas emociones y sentimientos crecen entre los humanos, sino que además se especula sobre la existencia de otros seres similares que comen emociones y actitudes aún más mezquinas.

Marcela, que después de lo que le había pasado creía hasta en el suceso más fantástico que pudiera presentarse, se quedó varias horas en silencio. Al señor Brahms se le ocurrió que sería prudente dejarla sola un buen tiempo para que analizara su error y sus posibles consecuencias. Y eso fue lo que ella hizo. Rogaba por que mientras el libro estuvo abierto en su habitación esa misma mañana no hubiera entrado uno (o varios…) de esos seres de otro mundo, de otro tiempo, de otra dimensión, a alterar la ya alterada armonía del mundo, de su mundo. Pensaba en la posibilidad de que la maldad y la inconsciencia que invade a su raza no era un hecho natural sino provocado por error por seres de un lugar distante que solo querían sobrevivir en un lugar nuevo y próspero, sin entender que a lo mejor habían traído un desequilibrio mortal y sobrenatural, aunque ya familiar, a ese mundo, a éste mundo. Rogaba además que así como (siempre posiblemente) había seres que se alimentaban de avaricia y otros aspectos que entorpecían la convivencia entre los mortales, hubiesen infiltrados por ahí algunos de ellos que se alimentaran, por ejemplo, de esperanza o felicidad. Pensaba finalmente en la forma definitiva, y esta vez si lo pensaba en serio, de arreglar el mundo. Pero sólo lo pensaba, pues era claro que más fácil que perseguir y exterminar seres invisibles y desconocidos, sería simplemente neutralizar las emociones “malas” y alimentar las “buenas”, que era lo que prácticamente trataba de hacer todo el mundo, aún sin conocer todo lo que hasta ahora ella conocía, y sin vivir todo lo que hasta ahora ella había vivido.

Durante varias noches no durmió bien, pero con el tiempo, como pasa con los sucesos anormales o paranormales, Marcela fue pensando cada vez menos en el asunto, hasta que la cotidianidad lo borró de su mente casi por completo. Pero ahora era un ser un poco más solitario que antes, aunque siguió frecuentando al señor Brahms. En su círculo social no se le apreció especial interés en hombre alguno por varios años, pero nadie siquiera imaginaba que la razón de eso era que el corazón de Marcela estaba (y eso si no lo pudo olvidar nunca) en una pequeña cabaña existente en un mundo mágico en donde el día no existía, el tiempo no corría, la luna no se ocultaba, y los seres, todos menos uno, todos menos ese, se alimentaban de emociones; un mundo del cual ni ella tenía la certeza total de su existencia. Marcela se había enamorado en poco tiempo (unos días o unas horas…) de un ser solitario, quien, casi con seguridad, lo que más amaba era precisamente su soledad.

Mientras su vida transcurría en calma, con la carga de problemas que todos los que estamos vivos podemos soportar (de lo contrario no estaríamos vivos), Marcela siguió viviendo con su madre, trabajando y visitando al señor Brahms.

Dos semanas después de cumplir sus veinticuatro años, mientras se hallaba leyendo en su habitación, a la luz de la lámpara de siempre, su madre entró corriendo con los ojos desorbitados y hablando en voz baja pero alterada:
-“¡Marcela…Marcela!!!...en la puerta hay un hombre de acento extraño preguntando por ti… ¿le invito a pasar??”

Marcela cerró su libro con las manos temblorosas; comprendió, pero esta vez no con la mente, ni con el consciente ni el inconsciente, sino con el alma; que su vida, aunque nunca había estado del todo vacía, estaría de ahora en adelante del todo llena. Bajó despacio las escaleras, pero apenas controlando los nervios, la taquicardia, la emoción y el temblor de piernas, para finalmente comprobar todo, disipar sus dudas, permitir que los seres invisibles que se alimentaban de esperanza y felicidad se dieran todo un banquete a su cuenta, cuando escuchó, también temblorosa y emocionada, esa voz en un torpe español hablándole a su madre:
-“Mi nombre es John…”








Texto agregado el 16-04-2011, y leído por 102 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
16-04-2011 Bonita historia, aunque no me quedo muy claro de donde salió Jhon, ¿fue el señor Brahm gamalielvega
 
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