Brinca sobre el colchón la mascota. Hay un candelabro a la entrada donde hay una luz que titila. Por la ventana se ven las olas del mar que estallan en hervor por el calor de esta mañana. Una radio encendida da cuenta de un terremoto donde han muertos cientos de personas.
Lucila saca de dentro de un pañuelo de seda, envuelto como en un paquete, una carocola del tamaño de un teléfono de línea, e inclusive influenciada por la misma imagen lleva el caracol a su oreja imitando una conversación.
Desde afuera un vendedor de huevos de gallina ofrece su mercadería en las distintas casas.
Ahora el perro se pone a ladrar al intruso vendedor, que ronda incisivo la casa donde vive él con Lucila y sus padres.
La computadora está encendida, y en el escritorio hay una imagen de la mascota con Lucila, justamente en un parque de diversiones comprando un globo y una bolsa de pochoclos.
El joven vendedor se intimida al ver que Lucila es en realidad una niña y que nadie hay alrededor, entonces sigue su camino masticando el verso que tenía preparado, aunque, piensa el vendedor, para vender huevos no hace falta tanta inteligencia.
Pero ocurre que en la casa de enfrente suena un disparo de arma de fuego que los deja paralizados, cual si la escena fuese una película en estado de pausa.
Aunque por suerte al instante aparece un muchacho alardeando con un arma, más, y una comitiva detrás reprochando el altercado.
Allí se sintió que el tiempo comenzó nuevamente a correr, porque el tiempo es vida, la vida misma; que de paso nos ponemos a contar como unos tontos sábelo todo, querer transformar en números su paso, su andar que es la vida misma de los aquí presentes.
Muchas gracias, gracias por su atención, esto en verdad es un Reality de literatura; mis necesidades también se hacen letras.