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A esas alturas estaba muy nervioso, le temblaban las manos y no podía pensar con tranquilidad, estaba irritado y no sabía bien que decisión tomar. Estaba sentado en una silla de madera, su silla de madera, y frente al ropero que contenía el problema. Problema que se le dio a resguardar tiempo atrás, y que con el paso del mismo fue llevándolo a una especie de situación límite con el mundo en general.
Al principio fue sencillo, era verificar que nadie entrase en su casa, cosa que hace todo el mundo, o la mayoría. Proteger la casa en la que uno vive no es algo que lo haga ver como un desquiciado a nadie. Él vivía solo y esto siempre lo preocupó un poco, pero lo sabía sobrellevar y confiaba en sus vecinos y su barrio. Tenía buena relación con todos. Y en su casa no entraban más que algunos amigos, gente de confianza, o alguna que otra mujer que lograse seducir, aunque esto ultimo con menos frecuencia a su pesar.
Salía todas las mañanas bien temprano para realizar su tarea de empleado público, tarea en la cual no se destacaba, pero quien se puede decir que lo haga. Ya desocupado al mediodía volvía en el colectivo a su casa, y en ella comía, y dormía la siesta. A la tarde se encargaba de pasar las horas viendo televisión, en la computadora, leía, etc. Nada en especial, alguna llamada u organización ocasional para encontrarse con los muchachos lo sacaban de la monotonía, aunque viéndolo en fragmentos de tiempos mas prolongados esto pasaba a ser parte también de esa monotonía. Pero a Ernesto no le molestaban estas cosas, porque no pensaba en ellas. O intentaba no hacerlo, su vida no tenía un rumbo fijo, esto lo sabía, pero no le importaba, o se decía que no.
Siempre su temperamento fue feliz, alegre, tenía sus decaídas como todos, pero evitaba llevar sus problemas a los demás. Así fue que evitó decir qué le pasaba cuando en su trabajo lo vieron mas tenso de lo común. Estaba pálido y no contestaba al instante cuando le preguntaban algo. ¿Te pasa algo? ¿Eh? Si, Eh, no, no nada. Esta conversación se dio muchas veces intercalando las personas que se lo preguntaban a Ernesto. Pensaron que acaso tenía algún problema familiar, o estaba enfermo, o algo lo tenía a maltraer. Pero nunca lo comprobaron, era sorprendente la indiferencia que reinaba en ese lugar, parecía volver autómatas sin sentimientos a los pobres que caían en sus garras. Y con el tiempo a nadie le importó, ni siquiera cuando dejó de ir. ¿Y Ernesto?, preguntó alguien. Quien sabe, respondió otro. Y nunca más se toco el tema en el trabajo.
Los amigos también lo notaron raro, siempre apurado, no pasaba mucho tiempo con nadie. Antes era de quedarse siempre hasta lo último de lo que sea, ahora, salía como por compromiso, decían ellos. Sabían como era de reservado, por eso no le preguntaban nada, aunque su cambio, físico sobre todo, era evidente. Estaba gris, ojeroso, y muy flaco, y tomo una manía ridícula de hablar entrecortado, y quedarse mirando el horizonte como recordando algo. Esto último se fue acentuando al punto tal de no terminar la frase, y quedarse mas tiempo mirando el horizonte.
Una vez decidieron ir todos a visitarlo a la casa, un domingo. Tardó en abrirles. Les preguntó que pasaba, que necesitaban. A la larga les abrió, los invitó a pasar, y preparó unos mates. Esa tarde se lo vio mas tranquilo, eso pensaron ellos. Charlaron bien, y se acordaron de viejas anécdotas y cosas por el estilo, fue agradable. Hasta que uno de los muchachos pidió para pasar al baño. Ahí el clima cambió, Ernesto se puso serio y empezó a temblarle la voz. ¿El baño? Sí, el baño, que te pasa, no te pido que me ayudes a ir, te digo que voy al baño para ser educado nomás. Sí, sí, pasá…pasá nomás. El baño estaba pasando el dormitorio. Y cuanto más tardaba en venir del baño, el dueño de casa más se incomodaba, se ponía de un tono cada vez mas pálido, y unas gotitas de sudor le caían de la cara. Hasta que no aguantó mas y salió casi corriendo para ver que pasaba que no venía. Cuando abrió la puerta de su pieza lo asustó a su amigo que dio un pequeño salto para atrás. ¿Qué haces? ¡Nada, nada, pero si tardas tanto vengo a ver que pasa! Bueno, tranquilizate no pasa nada; che, que lindo ropero ese, ¿hace cuanto lo tenés? Hace un tiempo ¿lo tocaste?, ¿Qué viste?¿lo abriste? No, no hice nada, lo vi de pasada nomás. Después de eso, fue difícil seguir con la tarde. Ernesto estuvo muy intranquilo y terminó por inventar una excusa de que tenía que hacer algo, y que se tenían que ir todos. Cuando se quedó solo tuvo miedo, tuvo miedo de lo que pasó. Supo que cometió un error, se descuidó y dijo que no iba a volver a pasar.
Antes de la visita de sus amigos, cuando todavía podía salir sin preocuparse de más por el maldito placard, había llevado una chica a su casa. Tuvo sexo. Cuando terminó fue al baño y cuando salió la vio a ella tratando de abrir el ropero. Se enloqueció, al punto tal de que no se acuerda bien de qué fue lo que pasó. Le gritó, la insultó, cree haberla agarrado del brazo, cree que la tiró sobre la cama y le dijo que raje ya mismo de su casa. A todo esto la muchacha lloraba y se quería explicar, y él gritaba desquiciado. Y a medio vestir la sacó afuera. Y la pobre chica se fue llorando mientras él le tiró algo de plata. Y de ahí las pocas veces que volvió a salir nunca fue por más de una hora de tiempo, iba y venía, rápido.
Las compras diarias pasaron a ser el mismo infierno. Cuando había cola, se desesperaba, se molestaba, transpiraba. En la última ocasión, le gritó a la cajera, que evidentemente era nueva. La basureó a más no poder, y él temblaba de rabia, un policía de civil lo quiso sacar, y se resistió pegando manotazos para todos lados. La gente miraba boquiabierta el espectáculo. Cuando al fin simuló calmarse (porque dentro de él todo colapsaba), inventó una urgencia, y el policía viendo la débil y marchita figura que tenía frente a él, lo dejó ir. Luego de eso, nunca más salió. Pedía por moto-mandado. No dormía casi. Estaba débil. Cualquier ruido lo despertaba y con un machete en la mano miraba por la ventana de su pieza al patio. Nunca había nada, ni nadie. No se bañaba, su aspecto empeoraba, no se cambiaba de ropa, no se afeitaba. Llevó el teléfono fijo a la pieza y de ahí dirigía sus días. Todos sus movimientos debían ser planeados en función del ropero. Tal era su preocupación que si no lo veía inventaba cosas: Alguien entró, o alguien puede entrar, o pueden sacar fotos, o estoy descubierto, soy blanco fácil, si salí de mi pieza capaz no puedo volver a entrar. Esta era la manera en la que funcionaba su mente.
Y el dinero se le iba acabando. Ya no tenía ingresos. A los amigos no les quería pedir plata, para evitar preguntas, eso iba a traer muchas consecuencias e intromisiones. Y además él mismo los alejó hacía poco insultándolos una vez que lo fueron a buscar. Y ya no comía casi, y la falta de sueño lo hacía casi delirar, y su mente era una caldera en ebullición.
Y ahí estaba en la silla, temblando. Se paró. Camino por toda la pieza. Gritó, gritó como un loco. Y en un arranque de ira abrió la puerta del ropero, sacó todo lo que había menos lo importante, se metió, y se sentó. Cerró la puerta, abrazo con sus brazos sus rodillas, y mientras temblaba y lloraba apoyó su cabeza sobre ellas.

Texto agregado el 19-05-2011, y leído por 111 visitantes. (0 votos)


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